Este artículo pretende ser una suerte de explicación literaria y personal del atroz estado de las cosas que rige el mundo a comienzos del S.XXI. La crisis que afecta a la Humanidad no es ya solo económica, como no se cansan de repetir en las noticias; sino política, social, cultural y, a niveles más profundos, identitaria y filosófica.
«Nosotros hemos inventado la felicidad» -dicen los últimos hombres, y parpadean».
Friedrich Nietzsche, Así hablo Zaratustra.
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Alguien con cierta sensibilidad puede entender intuitivamente lo que significa el popular cliché de que «la Humanidad alcanza su madurez en el siglo XX.» Desde que salimos de la cueva, la historia del hombre ha sido la de un progresivo despertar a la pura y desnuda realidad, un des-ensimismamiento, una progresiva toma de conciencia acerca del instante presente, del latido y la respiración propios; acerca de la existencia de la existencia de las cosas, del hecho de que estamos aquí, y estamos solos. El momento fundacional de la historia de la ciencia es también el de esa primera ruptura de la conciencia en una entelequia reflexiva; es decir, el momento de la irrupción del pensamiento lógico y el lenguaje, que son precisamente los atributos distintivos del ser humano. Podría decirse que el hombre se hizo hombre cuando algún homínido, por vez primera, se paró a señalar una roca o un árbol y preguntó (inventando, con ello, el acto de preguntar): -¿Qué es?
Aquel balbuceo fue la brecha definitiva. El lenguaje brotó de la garganta de los hombres como un impulso agónico que, a un tiempo, creaba las cosas y las destruía. Las creaba porque les daba nombre, las definía; las destruía porque las separaba irreversiblemente del hombre, que ya no podía acceder a su conocimiento esencial, intuitivo, pre-lógico. El fruto del Árbol de la Ciencia había sido mordido. Ese remoto instante, en el que aquel hombre miró a su alrededor con extrañamiento y vio la Naturaleza como un ente separado de sí mismo (ya no le bastaba con ser, sino que anhelaba saber), tiene su analogía mitológica y bíblica en la expulsión del Jardín del Edén narrada en el Génesis. Una vez afuera, y estimulado por el gusano del conocimiento que ya anidaba en él, el hombre se embarcó en la lenta y secular carrera del conocimiento y la conquista de «lo de fuera», deseoso de llegar algún día a fabricar su propio Edén, en el que él sería el único dueño y señor; anhelando llegar algún día a su Ítaca.
El siglo XX es un momento culmen en esa longeva carrera. Liberado definitivamente de la distracción y el ensordecedor ruido del mito, la religión y la tradición, el hombre pudo, por fin, escuchar el silencio. Se encontró frente a sí mismo, solo como siempre lo había estado en un mundo vasto y atroz, y escuchó el silencio del instante presente transcurriendo ante sí, dentro de sí. La expresión política de este nuevo estado mental sería el resurgir de las democracias, así como lo fue el Existencialismo en Filosofía, la Teoría de la relatividad en el campo de la ciencia, o las Vanguardias en el ámbito artístico.
Este sobrecogedor descubrimiento llevó a dos reacciones opuestas. De un lado, hubo los que asumieron positivamente este nuevo estado. Para ellos, el hecho de que estuviéramos solos en un mundo intranscendente, absurdo, en un mundo sin Dios, significó que no hemos de rendir cuentas a ningún poder salvo a nosotros mismos; que no hay norma, límite o barrera, y somos radicalmente libres para obrar como desee nuestra voluntad. Los Tesla, Einstein, Freud, Picasso, Kafka, Proust -los grandes hombres del siglo XX-, conscientes de la energía que corría por sus venas y liberados de todo límite mental, hicieron posible la mayor explosión artística y científica de la Historia. Este nihilismo positivo, por usar términos nietzscheanos, halló su contraparte en un nihilismo negativo: para muchos, el sentimiento de soledad en un mundo intranscendente, el peso de su libertad, supusieron un terror insoportable. Ese miedo es la misma base de la explosión de enfermedades psicóticas del siglo pasado y de la sociedad de masas, como también lo es del advenimiento de los totalitarismos y de las grandes guerras que la Humanidad sufrió.
Un buen adjetivo para calificar el siglo XX es «contradictorio». Si, por un lado, la ciencia ha mejorado increíblemente las condiciones materiales de vida, podría decirse que ha empobrecido las condiciones espirituales. De algún modo, el relativismo derivado de los constantes descubrimientos científicos, el hecho de que nos hayan demostrado que todo es relativo, ha liberado la mente del hombre pero también minado las capacidades humanas de creer, de crear, de ilusionarse, que son los puentes entre las personas.
En el pasado, los hombres creían en cosas. Las religiones, dogmas, escuelas o sistemas ideológicos «esclavizaban» a la gente intelectualmente en cuanto que sujetaban su pensamiento dentro de unos parámetros convencionales, pero al mismo tiempo la unían en torno a unas ideas, en torno a unos objetivos y una perspectiva de futuro. Podría decirse que la ciencia ha creado individuos más libres y sabios, pero hombres más solos. El siglo XX ha sido el siglo de la muerte de las ideologías. Las viejas ideologías, si falsas, imperfectas o refutables empíricamente, también eran honestas en sus pretensiones de verdad, en sus cosmovisiones. Eran verdaderas en tanto que si postulaban una cosa, luego no afirmaban la contraria, ya que creían realmente en la primera.
Después de la II Guerra Mundial, que supuso la brutal consecuencia última del deterioro de los vínculos comunitarios de la Humanidad, la atomización del individuo y la asimilación aética de la «otredad» del otro, el hombre se dio cuenta de lo peligroso que fue haber llegado tan lejos e intentó forjar nuevos lazos que aseguraran una paz duradera. Puede considerarse que el trasfondo filosófico de las Comunidades Europeas, que se crearon en parte para impedir que volvieran a repetirse horrores como los de la guerra, es el mismo que el de la obra de Sartre «El existencialismo es un humanismo». En un vano intento por salvar al Existencialismo (el pensamiento filosófico definitorio del siglo XX) de rodar por la pendiente del nihilismo negativo y el Posmodernismo -en el que nosotros estamos instalados todavía-, Sartre vino a decir que pese a que vivamos en un mundo absurdo e intrascendente que no comprendemos, y pese a que estamos solos y separados de los otros; para bien o para mal, vamos todos en un mismo barco, por lo tanto debemos ayudarnos los unos a los otros. Sartre intentó salvar lo humano (mostrar que era posible justificar una ética existencialista), antes de que también cayera también en las garras del nihilismo relativista. Ese impulso, compartido por muchos, se materializó en 1957 en la Carta de Derechos Humanos de la ONU. Sin embargo, esta declaración de derechos, como todos sabemos, ha quedado en la mayoría de los casos en papel mojado, reducida a un «poder blando».
Puede que la razón radique precisamente en su universalidad, en su formalidad: el poder, aquello que siempre ha mantenido a los hombres unidos en torno a algo, siempre ha sido más atractivo, más efectivo, cuanto más concreto y lleno de atributos. Las relaciones de poder siempre se han nutrido de la cultura, la identidad, las ideologías: elementos todos ellos divisores, que marcan líneas rojas entre los seres humanos. Los Derechos Humanos podrían resumirse en la afirmación: «todos somos iguales», lo que nos agruparía a todos en un solo grupo, en una sola dirección. Pero parece que la naturaleza humana siempre ha de buscar un sentido a la existencia, y este sentido no puede encontrarlo sino en la contraposición de varios grupos, en la tensión de varios sentidos (de ahí el éxito de los nacionalismos). «Cuando solo hay un sentido, no hay sentido», decía el profesor Pardo Torío, uno de mis maestros en filosofía. Quizás sea esa la razón por la cual todas las ideologías «unificadoras», por llamarlas de algún modo, cuando bajadas a la tierra, han acabado por corromperse: mírese el Cristianismo y la Iglesia que sufrimos, el Comunismo y su régimen estalinista, los mismos DD. HH y la aplicación real de los mismos…En cierto modo, se podría decir que hay un continuum entre los tres ejemplos propuestos: ¿No sería acaso el Comunismo un Cristianismo en un mundo sin Dios? ¿Y no podrían ser vistos los DD. HH como las migajas de todo esto, en un mundo no solo secular sino des-ideologizado por la nueva visión relativista del siglo XX?
La des-ideologización del mundo, a ello voy ahora. A estas alturas, parece imposible la idea de crear una ideología dominante nueva. Parece que todo ha sido dicho, y lo nuevo no será más que un pastiche de lo anterior, un nuevo neologismo. Ya nadie creerá nada a pies juntillas pues, como hijos del siglo XX que somos, sabemos que todo es relativo, que todo es refutable, risible, caricaturizable. Pues la historia nos ha enseñado muchas veces que las ideas, al tocar tierra y volverse actos, pierden todo sus valor y grandeza. En 1957, certificando simbólicamente la muerte de las ideologías, se inauguraron las Comunidades Europeas como una comunidad vinculada por las relaciones económicas. Esta fue la gran novedad: el nexo económico -no el ideológico, identitario, cultural- fue el verdadero motor de la unión de la nueva Europa, tan asustada de los horrores que había sido capaz de engendrar. Confiando en el llamado «spillover effect», muchos europeístas esperaban que las crecientes interdependencias económicas entre los estados miembros fueran llevando inexorablemente hacia una mayor unión en otros ámbitos, hasta llegar algún día a la anhelada unión política, la Ítaca europea, la paz perpetua soñada por Immanuel Kant en el siglo XVIII.
Pero entonces llegó la guerra de Vietnam, llegó Mayo del 68, llegó la crisis del petróleo… Y vinieron los Lyotard, Derrida, Deleuze, etc; llegó la Posmodernidad a verbalizar el estado de incertidumbre en el que se encontraba la Humanidad, a describir el techo lógico, el límite mental con el que se topaban las mentes de nuestros queridos contemporáneos, desengañados con el proyecto de la Ilustración, como el Truman que creía navegar libre cuando chocó con un cielo de cartón piedra. La ironía posmoderna, que todo lo desmonta y lo refuta, no es sino «la afirmación desenfadada de que nada tiene un significado preciso», citando a J.A. Marina, que la diferencia explícitamente de la ironía «antigua», que consiste –simple y llanamente- en expresar algo diciendo lo contrario. Esta ironía posmoderna actuó (y actúa) como una especie de alambrada que mantiene a todas las ideologías inhabilitadas y en la periferia, dejando el centro del «poder legítimo» limpio y vacío. A todas menos a una.
En un mundo que ha señalado todas las taras y las deficiencias de sus sistemas de ideas, ¿cuál podría ser el nuevo sistema dominador sino uno que no se auto reconoce como sistema, cuál sino una ideología cuya naturaleza es precisamente el rechazo de las ideologías y de cualquier corsé que sujete la libertad individual? Así es como el Neoliberalismo vino a ocupar ese espacio central liberado por la mentalidad posmoderna de cualquier otra alternativa posible, vista como injusta, opresiva y arbitraria. La lectura sería: «dado que todas las ideas colectivas han fallado o han probado ser falsas, ineficientes, injustas o empíricamente refutables, ya que no hemos sido capaces de ponernos de acuerdo en nada, dejemos que cada uno elija libremente sin poner ninguna traba a su libertad individual».
El nuevo paradigma mental se tradujo en hechos a lo largo y ancho del planeta: la desregulación financiera de los 80, la caída del muro de Berlín y la asunción global del «pensamiento único», el progresivo desprestigio de la política e importancia de la economía («The economy, stupid» fue uno de los eslóganes de la campaña de Clinton, en 1992), la creciente privatización de los servicios sociales en muchos países, la creación de burbujas financieras y la pérdida de soberanía de los estados en favor de los mercados financieros.
La utopía colectiva humana se desintegró en millones de utopías individuales, de paraísos personales que cada uno, como nos vende la sociedad en que vivimos, podemos y debemos tratar de alcanzar, pesando sobre cada uno de nosotros la responsabilidad de nuestro éxito o nuestro fracaso. Fue esa búsqueda individual de la utopía, cada vez más libre de cualquier regulación política o corsé ético, la que llevó a los desmanes que produjeron la crisis global que comenzó en 2007. Fueron también el egoísmo natural del ser humano, alimentado por la mentalidad pueril y fantasiosa de nuestro tiempo, los que hicieron posibles las hipotecas subprime, los hedge funds, los escándalos de corrupción, las obras faraónicas e inviables de dirigentes políticos con delirios de grandeza…Pero es que además, esta crisis ha servido para otra cosa. Gobiernos de todo el mundo, aludiendo a la necesidad de un reajuste que revierta la crisis económica, han introducido medidas que, presentadas como necesarias e imprescindibles, responden a un fin ideológico neoliberal, esa ideología que dice no serlo. En definitiva, la crisis ha servido para dar un acelerón al proceso de desmantelamiento del Estado del Bienestar, que tuvo sus años dorados en los años 50 y 60.
Ante esta coyuntura, la mayoría de los ciudadanos/individuos (ya apenas lo primero) de nuestro tiempo se enfrentan al abismo que tan bien ha descrito el sociólogo polaco Zygmunt Bauman en sus libros sobre lo que llama la «modernidad líquida»: el que media entre sus utopías personales -ambiciosas, endebles y constantemente actualizadas- y su incierta y voluble situación, cada vez más privada de la seguridad social y económica y de medios efectivos para buscar esos sueños. Con el futuro vuelto un velo negro, y el pasado desmontado, estudiado, parodiado y desacreditado; con las viejas instituciones que le daban seguridad (lo restringían, pero también lo empoderaban) en proceso de licuefacción, y todas las Ítacas humanas esfumadas, el «Juan» del siglo XXI es una víctima del presente y de sus efímeros, volátiles, caprichosos deseos, que no le queda más remedio que perseguir.