En la era de la globalización, las películas cómicas se resisten a la exportación debido al carácter autóctono del sentido del humor
La comedia (o la necesidad de la risa) es consustancial al ser humano. Como género cinematográfico nació en los albores del sonoro y, pese a las constantes críticas negativas, hoy se mantiene más vigente que nunca
“Haz reír, haz reír, haz reír”. En uno de los números musicales del clásico Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen, 1952), el personaje interpretado por Donald O’Connor insta a los actores a dedicarse a la comedia porque los espectadores necesitan evadirse, sobre todo en tiempos de crisis.
Pese a esta recomendación, lo cierto es que parte de crítica y público considera la comedia como un género menor, intrascendente, distanciado de los parámetros de calidad exigibles tanto en la forma como en el fondo. De hecho, esta baja estima trasciende lo meramente cinematográfico para remontarse a la antigua Grecia, cuna de los dos géneros dramáticos por excelencia: la tragedia y la comedia (a los que posteriormente se uniría lo que hoy conocemos con el ambiguo término drama, que recoge y entremezcla características de los dos primigenios). Así, el menor prestigio de la comedia venía motivado, sobre todo, por la condición social de los personajes, humildes, frente al protagonismo trágico de dioses y héroes. En palabras de Aristóteles, “la comedia es mímesis de hombres inferiores, pero no en todo el vicio, sino en lo risible, que es parte de lo feo; pues lo risible es un defecto y una fealdad sin dolor ni daño; así, sin ir más lejos, la máscara cómica es algo feo y retorcido sin dolor”.
Pero el menosprecio hacia lo cómico parte de una apreciación sesgada; cuestionar el valor artístico y cinematográfico de títulos como Arsénico por compasión (Frank Capra, 1944), La fiera de mi niña (Howard Hawks, 1938) o los más recientes ¿Qué me pasa, doctor? (Peter Bogdanovich, 1972) y Jóvenes prodigiosos (Curtis Hanson, 2000) resulta un atrevimiento que carece de argumentos sólidos de base.

Katharine Hepburn y Cary Grant, en una escena de ‘La fiera de mi niña’, de Howard Hawks (1938)
En un momento en el que el ciudadano medio vive ahogado en preocupaciones sistémicas, por no hablar de las crisis personales que todo ser humano atraviesa alguna vez independientemente de la coyuntura económica, parece adecuado dejarse seducir por la risa y tentar por la comedia.
En el teatro, la comedia suele adaptarse a la estructura narrativa clásica de presentación, nudo y desenlace, en tres o cinco actos, aunque en las letras latinas no resulta extraña la inclusión de un texto introductorio. En cuanto al argumento, la acción viene motivada por un suceso, como la llegada de un personaje, que rompe el equilibrio; tras varias peripecias que mueven a la risa, este es restituido.
Las comedias, por lo general, se construyen sobre situaciones o tipos de la vida cotidiana, sin margen para la épica. De este modo, el público se reconoce en personajes y actos, que muchas veces se estereotipan para facilitar aún más la identificación y partir de una complicidad con el espectador cimentada ya antes del inicio de la obra. Abundan, por ello, las comedias plagadas de personajes tipo, arquetipos que no dejan lugar a la sorpresa y que funcionan desde la Antigüedad clásica.
En lo que se refiere exclusivamente al cine, los orígenes del género se remontan a los albores del sonoro, que supuso el declive del burlesco que había encumbrado a figuras como Charles Chaplin, Harold Lloyd o Buster Keaton (si bien este realizó una última aparición en la espléndida El crepúsculo de los dioses, en 1950, de la mano de Billy Wilder). Una nueva generación de actores, bien especializados en la comedia bien tan versátiles que salían vencedores en su enfrentamiento con los primeros planos (abandonando ya el histrionismo propio del silente), se abre paso en el Hollywood clásico: Cary Grant, Katharine Hepburn, Clark Gable, Claudette Colbert y James Stewart, entre otros, serán los rostros visibles del incipiente género, que tendrá una doble vertiente: la comedia sofisticada y la denominada screwball comedy, más extravagante y alocada.
La primera de ellas, cuyo principal referente es Ernst Lubitsch (1892-1947), se desarrolla en ambientes refinados y basa su humor en los diálogos de réplicas brillantes y los equívocos. Pese a su fachada aristocrática, deja entrever tintes dramáticos y cierta sátira social, y se constituirá en el punto de arranque de la comedia posterior de enredo, cuya principal meta será la evasión.
El segundo tipo es la screwball comedy, genuino género americano, pero que ha gozado de aceptación en todo el mundo y creado escuela en diversos países, como España y Dinamarca. Moderniza temas y personajes arquetípicos como la Cenicienta y se vale de la contraposición de clases sociales y del conflicto amoroso para, desde la agilidad que le otorga su coqueteo con lo excéntrico, propugnar la defensa del débil en una deliberada toma de partido sobre la realidad social. El representante por excelencia de este tipo de comedia será Frank Capra (1897-1991).

Claudette Colbert y Clark Gable, pareja cómica en ‘Sucedió una noche’, de Frank Capra (1934)
Pese a lo dicho, y como la creatividad no entiende de encorsetamientos, muchas veces la frontera entre una y otra se desdibuja y las películas toman elementos tanto de la screwball como de la comedia sofisticada. Asimismo, el humor se perfila tan necesario (casi trascendente, lo que fulminaría la tesis de la ligereza) que se derrama tras sus límites y contamina géneros como la aventura (La Reina de África, John Huston, 1951) o el terror, dando pie a la comedia negra, con títulos que van desde la candidez de la ya citada Arsénico por compasión, la más cercana a la screwball, hasta la perversidad de Very bad things (Peter Berg, 1998), pasando por el divertimento de Pero… ¿quién mató a Harry? (Alfred Hitchcock, 1955).
Desde entonces, grandes realizadores como Billy Wilder, Blake Edwards o Mel Brooks han dignificado el género de la comedia en sus distintos estilos; este último, con Sillas de montar calientes y El jovencito Frankenstein (ambas de 1974), dio el pistoletazo de salida a una variante que alcanzará gran popularidad en los últimos años, si bien ahora con cierta tendencia a la chabacanería: la parodia.

Fotograma de ‘El jovencito Frankenstein’, parodia del género de terror. Mel Brooks (1974)
Las singularidades y la idiosincrasia de cada país, incluso de cada región, hacen del humor un rasgo autóctono, casi identitario, lo que dificulta la exportación (en la era de la cultura global, siguen existiendo motivos humorísticos cuya comicidad solo resulta accesible a determinado público). Sin embargo, eso no significa que fuera de Estados Unidos (el modelo por excelencia) no se filmen comedias de calidad. Destacan, por ejemplo, las comedias dramáticas amables, plagadas de buenas intenciones, procedentes de Argentina y Francia, como El hijo de la novia (Juan José Campanella, 2001) o Amélie (Jean-Pierre Jeunet, 2001), que incluye cierta aura fantástica, o la más reciente Intocable (Olivier Nakache y Éric Toledano, 2011).
En España, pasada la etapa del landismo (donde competentes profesionales eran sistemáticamente desaprovechados en pro de un intento de exaltación de los valores patrios que no se alcanzaba a proyectar), autores como José Luis Cuerda o Álex de la Iglesia han explotado la vena surrealista y violenta (respectivamente) del género con productos reseñables como la excepcional Amanece, que no es poco (José Luis Cuerda, 1989) y Las brujas de Zugarramurdi (Álex de la Iglesia, 2013). Asimismo, directores jóvenes como Daniel Sánchez Arévalo (Primos, 2011) y Borja Cobeaga (No controles, 2010) se muestran deudores directos de la screwball norteamericana y contribuyen a dotar al género de ejemplos de calidad.

El elenco casi al completo de ‘Primos’, el acercamiento a la ‘screwball’ de Daniel Sánchez Arévalo (2011)
El ser humano necesita reír; por eso, y pese a los detractores, el público sigue demandando comedia, la cual, el celuloide lo confirma, no tiene por qué estar reñida con el arte.