Una lectura comentada al Otoño alemán de Stig Dagerman
Otoño alemán (Tysk Höst, en su título original) se publica en Suecia en 1947. La visión crítica de Stig Dagerman (1923-1954), en su reportaje sobre el estado de la Alemania de la posguerra durante el otoño de 1946, es una revisión certera que aborda existencia y crisis como ejes del individuo enfrentado a su pasado, presente y futuro.
Denk ich an Deutschland in der Nacht,
Dan bin ich um den Schlaf gebracht.
–Heinrich Heine, Nachtgedanken
En el otoño de 1946, las hojas otoñales cayeron por tercera vez después del famoso discurso de Churchill sobre las hojas. Era un otoño triste, con lluvia y frío, con crisis de hambre en el Ruhr y hambre sin crisis en el resto del antiguo Tercer Reich.[i] La primera vez que leí a Stig Dagerman lo hice en un tren a finales de este verano. Viajaba desde Småland hasta Uppland, región en la que hace noventa y un años nació el periodista sueco. Me había topado con la figura de Dagerman por pura casualidad: mientras leía la novela de un escritor alemán que, alérgico a la afasia congénita que desarrollaron sus compatriotas a finales de los años cuarenta, se expatrió en Inglaterra y hallaba en los textos del sueco una descripción tan certera y delicada de la crisis de la posguerra que se le hacía imposible no comentar aquel logrado reportaje sobre la destrucción, el Tysk Höst (Otoño alemán, en su traducción al español), de Dagerman.
Tras casi setenta años de aquel siete de mayo de 1945, recorriendo al mismo tiempo el norte de la geografía europea y las letras marcadas sobre el papel, recordaba las palabras de George Steiner cuando decía que el lenguaje sólo puede lidiar con algunos reductos de la realidad, mientras que el resto, en esencia la gran mayoría, queda sepultado en el silencio. Aquí, en Suecia, el rastrillo de la guerra es prácticamente invisible y sólo hay vestigios en las voces tenues y en vías de extinción de algunos sobrevivientes ancianos exiliados o en las similitudes del idioma y del paisaje, reminiscencias invisibles que el oído y la vista han querido confraternizar, ya sea porque comparten un espacio geográfico o histórico. No hay ruinas, no hay agujeros de impacto de metralla en las fachadas de las escuelas ni tampoco monumentos honrando a los caídos o a los vencedores –o al menos hasta donde he llegado a observar–. Pero, en esta contraposición de texto y realidad, cuando a través de la ventanilla del tren o a mi alrededor me confirmaba vivo en ese agosto de 2014, leer a Dagerman me obligaba a reflexionar, a volver sobre el pasado e interpretar las miradas de antes con las de ahora, a pensar, en definitiva, en dónde estábamos y adónde hemos llegado.
Stig Dagerman en una foto de archivo, posiblemente en su arribo a Berlín. Escena del film 1946, Automne allemand, dirigido por Michaël Gaumnitz, productoras Amip, INA y Arte France, 2009
Dagerman nació y murió en Suecia. Algunos críticos han convenido que la obra del escritor se escribió entera entre sus veintiuno y veintiséis años, tiempo durante el cual incursiona en prácticamente todo –de novelas a piezas de teatro, de cuentos a poemas, ensayos y trabajos periodísticos–. Poco después, Dagerman entra en un silencio literario que sólo romperá con la publicación del conocido Våd behov av tröst (Nuestra necesidad de consuelo es insaciable, en su traducción al español), su último trabajo antes de suicidarse a los treinta y un años. En sus años como periodista, Dagerman tenía la costumbre de tomar alguna noticia destacada y de actualidad (normalmente hechos que tuviesen un fuerte impacto social a nivel nacional o internacional) y preparaba sus «poemas satíricos»: versos breves que se servían de hechos para componer una crítica particular. Ese es el caso de Svenskt Problem (Un problema sueco o Problema sueco, en su traducción al español), que complementa la visión que intento exponer en este artículo, es decir, la de comparar lo que ocurre en las fronteras, no sólo físicas, sino textuales, temporales y humanas, y cómo dos realidades se superponen la una con la otra:
SVENSKT PROBLEM I den frediga oasen Sverige är det allt överskuggande problemet frågan om julskinkan och julkorven. Rykterna om en eventuell mjölkstrejk verkar också alarmerande. Kroppar stinka och gamar slår, (Ingen skinka får vi i år)
Flygplan ringas och salvan smäller. (Ingen grädde till kaffet heller.)
Liken multna i gräs och torv. (Fanen vete om vi får korv.)
Bröder piskas till blods på jorden. (Respekt vi kräver för middagsborden!) |
A SWEDISH PROBLEM In the peaceful oasis that is Sweden, our main cause for concern is our Christmas dinner. Rumours of a strike by dairy workers are also worrying. Corpses stink, rot away in the mud. (At home we think: ‘Where’s our Christmas pud?’)
Warplanes crash in a hostile sea. (Where’s the milk for my cup of tea?)
A spitfire stutters, a Bren gun clatters. (Our Christmas dinner is all that matters.)
For the wounded, death is a sweet release. (All we ask is to eat in peace.)[ii] |
A la conclusión que llegué tras avanzar con la lectura del texto y el discurrir de mi viaje, fue pensar ¿qué observó Dagerman en su visita y qué puedo hallar yo, en mi revisión de ese crudo Otoño alemán, que me invite a reflexionar sobre lo que éramos y lo que somos, sobre el impacto de una crisis y el resurgir tras ésta, sobre, en definitiva, los mecanismos de la memoria y del individuo frente a su temporalidad?
El arte del hundimiento y la Alemania de 1946
En 1946 Dagerman viajó a lo largo y ancho de una Alemania en ruinas como corresponsal del periódico sueco Expressen. Su prosa, libre de cualquier formalismo periodístico, se muestra abiertamente crítica al régimen nazi, a la ocupación y cinismo de los aliados del por entonces repartido territorio alemán, a la facción de la sociedad que escudaba su ideología y las atrocidades del que era su gobierno con un «es-que-no-lo-podíamos-saber», y a la otra que, a diferencia de la primera, ya completamente abatida y sin esperanzas, vagaba como fantasmas por las calles destruidas de Berlín, Hamburgo o Colonia.
Tren cruzando las ciudades bombardeadas de Alemania. La voz en off del film sigue el relato de Dagerman. Escena del film 1946, Automne allemand, dirigido por Michaël Gaumnitz, productoras Amip, INA y Arte France, 2009
A una velocidad normal, el tren atraviesa esa inmensa desolación en aproximadamente un cuarto de hora, y durante ese tiempo mi silenciosa guía y yo no vemos ni una sola persona en esta zona que en su día fue una de las más pobladas de Hamburgo. El tren está lleno como todos los trenes alemanes, pero aparte de nosotros dos no hay ni una sola persona que mire por la ventana para ver lo que posiblemente sea el campo de ruinas más horrible de Europa, y cuando miro a la gente me encuentro con miradas que dicen: «Alguien que no es de aquí». En sus recorridos por los barrios destruidos en Berlín, Colonia, Dusseldorf, Essen, Fráncfort, Hamburgo y Múnich, Dagerman no sólo se interesa por la decadencia generalizada de la ciudad, sino que tiende a mezclarse con el ciudadano que hace vida en aquel territorio de lo imposible. Otoño alemán es una fotografía panorámica inmensa del paisaje desolado que tiene como clave la exploración del sein. Con el fluir de la lectura, el sueco se desplaza a través de casas y edificios a medio derrumbar, de sótanos, búnkers y celdas abandonadas ocupadas por familias enteras, de estaciones de tren hechas amasijos metálicos y de arterias subterráneas que otrora servían para trasladar pasajeros con el metro, de campos marcados con cráteres delineados por las bombas que bajaron de las alturas años anteriores. Su contacto con los sobrevivientes de la guerra, los nuevos habitantes de esa nueva Alemania, es un hundirse de lleno en la otra cara de la miseria. Para Dagerman, son justamente estas personas las ruinas más bellas de Alemania.
A lo largo de su desarrollo, el reportaje muta y termina por convertirse en un ensayo sobre la historia natural de la destrucción y sus personajes. La evaluación de la crisis alemana hecha desde la percepción de un extranjero que parece moverse en la nebulosa de un sueño fallido es tan detallada que cuesta apartarse de ella y hacerse inmune, no sentir una suerte de vergüenza o lástima por los «escombros humanos» que permanecen a medio camino entre la vida y la muerte. A pesar de ello, el texto de Dagerman no es laudatorio, ni mucho menos. Y es en ese punto donde todo cobra mayor fuerza, porque el discurso no sólo explora la debacle de un Estado y su Nación entera, sino la decadencia absoluta de su gente. Ya no hay salidas, y la existencia discurre en ese pasearse mortecino entre lo que queda de un pasado desastroso y el intento de construir el futuro. Pero cuando regreso a casa, en este metro con extraños olores, un joven soldado inglés, bajito y borracho, está sentado entre dos rubias de rostro desecho y de sonrisas tan rígidas que parecen pertenecer a otra cara. Él las acaricia a las dos pero después, cuando se va, solo, desaparecen enseguida las sonrisas de sus caras, y empiezan entre ellas una brutal discusión sin humor que durará a lo largo de más de tres estaciones, mientras la histeria canta en el aire. El párrafo es la metáfora justa para entender la Alemania de la posguerra: el tropo de la victoria prolongada encarnado en la figura intoxicada y libertina del soldado inglés, un ente en posesión total de la tierra vencida; y el tropo de la derrota, construido en torno a la figura de las dos jóvenes alemanas, decadentes y vejadas, consumiéndose como el polvo, asumiendo un papel ajeno pero predestinado en lo que finalmente terminó por convertirse en sus vidas.
El arte del hundimiento es el que practican los que han quedado, cual desecho, tras el suceder de la guerra. La postura anarcosindicalista de Dagerman –comprometido desde sus inicios a la causa de los trabajadores, pero claramente desmarcado de grandilocuencias partidistas y políticas–, sin embargo, propicia un análisis riguroso en favor de la reestructuración moral y ética de un país y una sociedad arruinada desde el surgimiento y la caída del Tercer Reich. Cerca del final del libro, Dagerman narra su encuentro con Gerhard Blume, un joven alemán que le pide –mientras lo hostiga por las calles de Hamburgo– que lo lleve con él, primero, a los Estados Unidos y luego, a Suecia. El texto sintetiza, en una bofetada literaria, el contrachapado de dos realidades: Llegamos a la estación de Hamburgo con cerca de cuatro horas de retraso o de doscientos treinta minutos como se dice en el lenguaje de la inflación. Nieva y hace frío y viento. Nieva sobre las ruinas, sobre los montones de ladrillos sucios y sobre las chicas del Reeperbahn que pasan hambre de comida pero no de amor. Nieva sobre los canales perezosos en los que las barcazas hundidas descansan bajo un techo de aceite espeso. Andamos un rato por el frío, Gerhard y yo. Después debemos separarnos frente al hotel con el cartel que dice «No german civilians»: Entraré por la puerta giratoria y llegaré a un comedor con vasos y manteles blancos y provisto de un escenario en el que, por las noches, una orquesta toca los Cuentos de Hoffmann. Dormiré en una cama suave en una habitación caliente con agua corriente, caliente y fría. Pero Gerhard Blume sigue fuera en la noche de Hamburgo. Ni siquiera va al puerto. Y contra esto no hay nada que hacer. Nada, una puta mierda.
Dagerman visita Colonia, otra ciudad devastada tras los bombardeos aliados de 1945
Emergencia y superficie
El viaje de Småland a Upplands toma alrededor de siete horas. Al terminar la lectura y bajar del tren y moverme por la estación central de una ciudad en esta región al centro-norte de Suecia, decido que la mejor forma de establecer una digresión natural entre la realidad que hoy contemplo y esa realidad impalpable del pasado, es estableciendo comparaciones. Para todos aquellos que nacimos luego de la caída del Muro de Berlín o al final de la Guerra Fría, Alemania tiene un aspecto, más bien, normal y seguro. Normal en el sentido de ciudad actual del occidente europeo. Y resulta chocante imaginar que buena parte de Europa fue alguna vez un campo de batalla y que hoy día, en cambio, la vida discurre –al menos en esta latitud– con tal tranquilidad y pasividad que lo único en lo que puedo pensar es en cómo se reinventó todo un espacio tras aquel escenario de destrucción.
Ruinas de la estación Anhalt, Berlín © Abraham Pisarek
Una vez en casa, recuerdo esa breve mención que hace Dagerman sobre Gerhard Blume y me fue imposible no pensar en el Edmund de Roberto Rossellini en Deutschland im Jahre Null (con sugestiva traducción al español: Alemania, año cero).[iii] El terrible y amargo film de Rossellini es tan alusivo como el libro de Dagerman, y esa necesidad de interpretar el antes y el ahora que se formalizaba al principio de mi viaje se hacía más fuerte en mí mientras miraba abstraído en la pantalla de mi laptop el vagar de Edmund por las calles de Berlín y el rehacerse de una ciudad, como si ésta representase en sus estructuras, calles, sonidos y formas, la proyección del ser de sus habitantes. Algo similar experimenté ese mismo día cuando, tras mirar el film de Rossellini, descubrí el documental de Michaël Gaumnitz, 1946, Automne allemand,[iv] la particular percepción del cineasta germano-francés del Otoño alemán de Dagerman. Fue en ese momento cuando tuve la sensación de hallarme descolocado, como si, en su evidente improbabilidad, abandonase mi cuerpo y levitase por encima de todo. El trágico final de Alemania, año cero es también el trágico final del Otoño alemán de Dagerman y del Automne allemand de Gaumnitz; pero no toda crisis es irresolublemente un final. O, mejor dicho, no todo final significa irresolublemente una crisis, sino el preludio de un inicio.
Refugiados de todas partes de Alemania llegaban a una destruida Berlín en 1945
Ya al final del recorrido de Dagerman, cuando aborda un avión que lo sacará de Francfort y lo llevará hasta Estocolmo, de vuelta a su país, tiene tiempo para un comentario más. Esta última sección de su libro se titula Literatura y sufrimiento, y su espacio en el texto no es arbitrario. ¿Cómo sería tener que quedarse, tener que pasar hambre todos los días, tener que dormir en sótanos, tener que luchar en todo momento contra la tentación de robar, tener que tiritar siempre de frío, tener que sobrevivir constantemente a las peores experiencias? Y este viajero se acuerda de la gente que ha encontrado y que tiene que vivir con todo esto. Y uno se acuerda sobre todo de algunos poetas, algunos artistas, no porque pasaran más hambre o sufrieran más que otros, sino porque tenían conciencia de las posibilidades del sufrimiento, porque habían intentado medir la distancia entre el arte y el sufrimiento.
Refugiados alemanes en Bavaria tras el fin de la guerra © Erik R. Berg
La superación –o la continuidad, si se entiende mejor– se sobrepone a la crisis, y de una forma u otra, lo que era final pasa a ser comienzo y viceversa. Hay una emergencia, un cese del hundimiento, una salida a la superficie. Así, con cierta melancolía y en favor de la temporalidad, el único elemento al que parecemos estar sujetos, Dagerman concluye: El sufrimiento ya fue vivido, ahora ha de dejar de existir. Ese sufrimiento era sucio, repugnante, bajo y mezquino, y por lo tanto no se debe hablar ni escribir sobre él. La distancia es demasiado corta entre la obra literaria y este sufrimiento extremo; sólo cuando haya sido purificado por el tiempo será la hora de hablar de él. Sí, hay esperanza en el ensayo, reportaje o crónica –como se prefiera llamarlo– de Dagerman. Cuando observo a través de la ventana de mi apartamento sé que no estoy en Alemania y que no es el año 1946. Sé que estoy en otro país, hablando otro idioma, en el epílogo del año 2014. Sin embargo, la sensación que me queda tras regresar a mi cuerpo, tras abandonar la lectura y dejar de mirar las películas subidas en YouTube, es que la importancia de la memoria, por muy efímera que pueda ser, es infalible para comprender nuestra posición actual. Eso es lo que hallé en el texto de Dagerman, mirando a través del cristal un bosque que puede ser cualquier bosque, imaginando cómo estamos aquí cuando antes estuvimos allá.
Portada: Escenas de la destrucción de Berlín (3 de julio de 1945)
[i] Todos las citas en cursiva que figurarán en este artículo (a menos que se indique lo contrario) provienen de Dagerman, Stig. 2001 (1947). Otoño alemán. [Tysk Höst]. Traducción de José Mª Caba. Barcelona: Ediciones Octaedro.
[ii] La traducción del poema es de Laurie Thompson (en Stig Dagerman’s Satirical Poems. Swedish Book Review 2012: 1), y la aprovecho en tanto conserva, hasta cierto punto, la rima de los versos en su lengua original. Cabe destacar que Thompson tomó la licencia de hacer algunas sustituciones de palabras en su texto para hacer más sugerente el poema en favor de los lectores angloparlantes. En este sentido, las diferencias más claras están en Ingen skinka får vi i år (primer verso) que se traduce como No tendremos jamón este año y no como Where’s our Christmas pud? (¿Dónde está nuestro pudín navideño?). En el segundo verso, Ingen grädde till kaffet heller se traduce como Ninguna nata para el café, tampoco y no como Where’s the milk for my cup of tea? (¿Dónde está la leche para mi taza de té?). Y en el tercer verso, Fanen vete om vi får korv que tendría una traducción literal similar a El diablo sabrá si recibiremos salchicha y no como Our Christmas dinner is all that matters (Nuestra cena navideña es lo único que importa). El resto del poema utiliza sinónimos y juegos de palabras con la intención de mantener cierta coherencia y comprensión.
[iii] Rossellini, Roberto (director), Produzione Salvo D’Angelo y Tevere Film (productora), 78 minutos (duración), 1948 (año). IMDb.
[iv] Gaumnitz, Michaël (director), Audiovisuel Multimedia INC., Institut Nacional de l’Audiovisuel y Arte Francia (productora), 76 minutos (duración), 2009 (año). IMDb.
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