El 19 de abril de 2017 en Venezuela se convocaron a marchas civiles para manifestarse en contra del gobierno de Nicolás Maduro, actual presidente del país, por su autoritarismo, arbitrariedad en las decisiones del gobierno, corrupción y disolución del poder legislativo. Coincidiendo con los 217 años del primer paso hacia la Independencia de Venezuela, la marcha tuvo gran capacidad de convocatoria. Daniely Figuera, colaboradora de la revista, envía una crónica de lo ocurrido ese día.
Entre quejidos y comentarios, Venezuela misma no sabía cómo había aguantado tanto. Ya hacía más de un lustro que la cosa se estaba poniendo apretada. Que el dinero ya no alcanzaba, que la comida empezaba a racionarse, a desaparecerse. Así, empezamos todos a rebajar tallas y, también, a rebajarnos nosotros mismos para poder sobrevivir.
Sin embargo, algo había sucedido. El Estado había dado una estocada más que mortal. El mundo, finalmente, había conocido la cara autocrática del régimen. El venezolano ya se había enfrentado con ese rostro años anteriores pero, ahora, los ciudadanos del mundo eran quienes vislumbraban el lado dictatorial que esconde toda revolución.
Habíamos salido un grupo con la determinación de hacer sentir nuestras ganas de libertad. Desde que las acciones habían sido anunciadas, se nos había fijado, entre ceja y ceja, hacer algo «por esto». Nos habíamos colocado ropas de diferentes colores para evitar ser reconocidos por «ellos», a la hora de la chiquita. Llenamos un bolso con lo básico, lo básico para salir, verdaderamente, a defender este país, con acciones, sin palabras populistas. Así, íbamos «armados» con pañuelos, trapos y agua con bicarbonato por si «ellos» nos bombardeaban con «amor revolucionario». Esa clase de «amor» que encuentras a la vuelta de la esquina. En situaciones como esta. A la hora de clamar libertad y el cese de una dictadura.
Habíamos madrugado para evitar las mil y una trancas que impidieran el «terrorismo terrorista terrorífico» que presuntamente “impartían” la otra parte del pueblo desconocida para «los rojos», porque era bien sabido que «pueblo», al menos el pueblo aceptado, era el que recibiera sin chistar el legado, la siembra cubano-venezolana de los «verdes mayores».
No había cola. Para nuestra sorpresa, no había cola. Había en nuestro trayecto de subida a Caracas, una sola alcabala que «trataba» de interesarse por nuestra seguridad. Como si tuviéramos garantes de ella. Seguimos nuestro camino con la cabeza llena de pensamientos, nervios en la barriga y la piel erizada por cada tricolor que veíamos al pasar. Mientras más nos acercábamos a uno de los puntos de encuentro marcados, más se mezclaba la ansiedad con la adrenalina.
Llegamos y la gente allí reunida exponía el tricolor que nosotros llevábamos por dentro. Todos esperábamos iniciar la continuación. La continuación de la implosión social que, desde hacía más de una semana, había dejado claro que no se disiparía hasta acabar con esto. Así, al ritmo de escalofríos melodiosos dedicados a Venezuela, empezamos a marchar, con banderas en alto, consignas creativas nacidas desde la arrechera correspondiente a la realidad y a la intensidad con la que, cada uno de nosotros, le hace frente.
En el camino, a la altura de Altamira por la autopista, dudábamos al no ver más gente. Entonces, nos fuimos dispersando, unos para arriba, otros por otros lado, y así, la decepción comenzaba a invadirnos. Sin embargo, bastó con asomarnos a la avenida para admirar la avalancha de gente que se negaba conformarse. Como nosotros. Como todo aquel que luchaba por la elección, no de gobernadores, alcaldes, y más. No. Sino, más bien, por la elección de recomenzar desde cero.
Seguimos, y seguimos caminando. Mientras más volteábamos a mirar la masa de gente más se nos despelucaba el cuerpo y más imparables nos sentíamos. Nos seguíamos haciendo sentir cada más fuerte, con cada apoyo que recibíamos de la gente en carro, autobús, en las ventanas de su casa, en las azoteas de sus edificios y demás. Poco nos importaba lo que fuéramos a enfrentar más adelante.
Llegamos. Finalmente, llegamos al punto de siempre en la Fajardo. Al piquete de guardias de «paz» dispuestos a más que seguir órdenes, a, por fin, atacar al «enemigo terrorista» del que le habían hablado durante el servicio militar -servicio que solo los había «premiado» con el control de las colas de comida y las colas de las votaciones (cuando las teníamos).
El humo de las lacrimógenas se disipa. Las ganas de acabar con esto, ya no | Mujerchueca
Algunos muchos se encontraban en los canales de arriba de la autopista. Otros tantos, nos habíamos ido por los canales de abajo, para tener, según nosotros, «mayor vías de escape», incluyendo el Guaire jamás saneado por el «supremo». Comenzamos a acercarnos para tratar de continuar el paso, pero el «derroche de amor» había comenzado. Ya no nos dispersábamos, al contrario, nos avalanchábamos hacia el desprecio revolucionario. Así, entre represiones y emboscadas, nos fuimos revelando y relevando al son del «¡SOMOS MÁS, VAMOS!». Le abríamos el paso entre aplausos y consignas de ánimos a los muchachos que, como todos, habían adelgazado el miedo con la dieta balanceada entre patria y socialismo -la muerte, ya sabíamos dónde venía incluida-. Ellos eran la suma del guáramo nacional. Así, cada uno de los presentes, a su manera, buscaba acompañarlos a hacerle frente a la «paz» que solo sabían repartir los verdes por órdenes de los rojos. Unos, les avisaban los movimientos de la guardia, otros les pasaban guantes para que pudieran devolver y desechar las bombas lacrimógenas y, otros tantos, los acompañaban porque «¡No podemos dejarlos solos!» y con toda la razón.
El grupo inicial que había subido a Caracas, nos habíamos repartido entre los que nos íbamos adelante, y los que se quedarían atrás «por si acaso». Éramos dos los que habíamos decidido ir adelante. Con miedo en la garganta y con la adrenalina moviéndonos los pies. Nunca habíamos estado tan conscientes de lo que iba a pasar, sin embargo, cada uno que seguía avanzando, guardaba más de un motivo para no dejar de marchar o hacer algo. Pero, de repente, todos habían empezado a retroceder ferozmente. La represión ahogaba. Nos empujábamos y todos manteníamos al otro agarrado de la mano. No queríamos perderlo. No queríamos perdernos. A veces, tenía a mi amigo a un lado, al otro lado o cuidándome la espalda. La desesperación se abría paso en nosotros juntos con los gases lacrimógenos que nos impedían respirar. Nos faltaba el aire. Nos movíamos como podíamos. Las motos que hacían de ambulancia y transportaban a los heridos, transitaban como se les permitiera. Mientras tanto, nosotros pensamos en lanzarnos al Guaire, un poco más, que aquellos que ni lo dudaban. Nos habían acorralado, a nosotros, al pueblo distinto, al pueblo inconforme, al pueblo disidente, a los «terroristas», también venezolanos.
El “amor” revolucionario estaba en el aire
El «campo de guerra» cada vez se hacía más borroso. Cada vez se volvía una bruma tóxica que nos obligaba a llorar y a escupir espeso. Por mucho que deseábamos encontrar oxígeno, las bombas llovían las órdenes de «¡DENLE CON TODO!». A la par del grupo inicial que habíamos decidido ir hacia adelante, nos había sacado los zapatos, dado codazos y demás, por desesperación y ganas de alcanzar el escape con fórmula de oxígeno.
Nos estábamos paralizando gradualmente mientras nos decíamos que ya no íbamos a volver a “esto”. Me dolía el pecho. Ya no respiraba. Quería solo caer pero, mi otro par no me iba a dejar allí. Nos fuimos abriendo paso donde pudimos, es más, ni siquiera pensamos en saltar un muro que, ahora, nos parece gigantesco. El efecto de la adrenalina de estos momentos. Seguíamos escapando de la «paz» verde. Gracias a la forma de Dios que reside en el cuerpo del otro, nos dieron paso a un edificio. Logramos irnos hasta atrás para empezar a exhalar algo de vida. No éramos los únicos. Había un grupo de gente que también se había tenido que refugiar y esconder de la cara militar del régimen. Pero también, había otro grupo en los edificios de enfrente, de al lado, de un poco más allá. Ninguno de nosotros quería seguir respirando el «amor» que solo la revolución sabe dejar en el aire.
Así, entre la solidaridad que distingue al venezolano, pudimos limpiarnos, tomar agua, ir al baño, respirar y sobrevivirle otro día más al régimen. Nos mantuvimos allí un tiempo hasta que las cosas estuvieran en “calma”. La calma permitida dentro de los límites de la propia situación, porque los «revolucionarios» no uniformados, estaban ansiosos de meterle a cualquiera en la cabeza el calibre del «¡Chávez vive!».
Entonces, nos fuimos cuando pudimos. Con una indescripción de sentimientos rondándonos la mente. Mucho más adelante, y entre advertencias de venezolanos que hallábamos en el camino, logramos encontrarnos con parte de nuestro grupo inicial. La otra parte había huido por el Guaire «con la conciencia más limpia» que la de los verdes que les hicieron saltar.
Habíamos salido de esta, y ya, con los pulmones llenos de país, ansiábamos conocer las próximas acciones para seguir luchando por la reconstrucción, porque el «¡esta vaina tiene que explotar en algún momento!» finalmente, había se estaba dando y el tan ansioso «peo» ya se había encendido.
¿CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO? : «Sin pausa: crónica de una marcha». Publicado el 24 de abril de 2017 en Mito | Revista Cultural, nº.42 – URL: |
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