Fueron siete seres que conquistaron la soledad, que se liberaron de los tópicos y los esquemas, que se escucharon a sí mismos, que se diferenciaron con rebeldía, que escucharon directamente a la vida. Que se abrieron a lo que les dijera con sus paradojas la vida. Que escucharon la vida y hablaron inspirados por ella y entusiasmados, es decir, poseídos por los dioses, aunque fueran distintos dioses, dioses que hablaban en distintos tonos, que susurraban o se desgarraban.
Louis-Ferdinand Celine nació en las afueras de París en 1894 y como médico experimentó todas las sinceridades de la vida. El arranque de “Viaje al fin de la noche” es glorioso, no hay nada más antiacadémico, más lleno de fuerza, más espontáneo en el mejor sentido. Celine escribe con la sangre, con las tripas, con la pura vitalidad, sus personajes están vivos y rebosantes de carne, se oye el chillar de las calles de París, el sonido de los platos en las terrazas, los agobios de las noches en el Ecuador. Su estilo rompe con cualquier concepto de técnica, de algo aprendido, de imitación, surge como un meteoro contra todo estilo establecido, contra toda elegancia barata, contra todas las normas de lo considerado literario. Hay en él una autenticidad rabiosa, llama a muchas cosas por su nombre, no escamotea nada, muestra a los hombres tal como son, con su mirada cínica, con su lucidez feroz, con el deslumbramiento que le produce la vida.
Puede despreciar a sus personajes, ser inmisericorde con ellos, pero también los ama, se ve que siente la vida, la capta la percibe como un visionario, y la pone en las páginas restallantes, bebe directamente de las calles y las junglas, no de los despachos de los críticos, no de los tubos de ensayo, su literatura está rabiosa de atmósfera. Le sopla la vida con tanto calor que casi lo quema todo y nos chamusca también a nosotros, y eso era lo que necesitábamos después de tantas retóricas, la literatura es lo contrario de la retórica, la retórica es palabrería y amplificación y la literatura es como apunta Sábato decir con estricta justeza lo que no se puede decir de otra manera.
El cinismo de Celine es su forma de inspiración, habla sin amaños ni cosméticas, dice todo lo que ve sin cortarse, nos suelta todo lo que percibe tal como lo percibe, si somos demonios lo dice y si somos ridículos o mezquinos también, eso también nos dicen los dioses, los dioses no se andan con gaitas. Celine es de los que nos echan el aliento en la cara, su inspiración está hecha de humo y olor a resina y sudor de los veranos, conoce al ser humano y lo muestra mejor que nadie y nada lo coarta. Y cuando nos cuenta que viaja al fin de la noche y se introduce en las junglas de África y en todas las miserias humanas podemos entender en sentido negativo la palabra noche. Pero en realidad está diciendo que en la noche se manifiesta todo y que es en ella donde somos de verdad lo que somos, de modo que Celine (como diría Sábato) es una especie de místico perverso, que habla con la impenitencia del sueño, ahonda en nuestra noche, en los secretos que llevamos dentro igual que cuando Julien Green habla de “Cada hombre en su noche”.
La noche es el lugar donde nos conocemos de verdad y no nos andamos con palabrerías, Celine nos arrastra la noche y hace que nos palpemos unos a otros, en cualquier caso es un arrebatado que va más allá de lo que dicen las escuelas y los tratados de buenas costumbres, alguien que pone el dedo en la llaga y hace que confesemos nuestras heridas, y si es racista muestra bastante comprensión y simpatía por los africanos, a quienes más desenmascara es a los europeos civilizados, es maníaco y racista y fanático en muchos momentos, incluso un criminal, pero de una lucidez feroz y de una potencia literaria que abruma, porque conecta con nuestra noche y habla con la libertad del sueño.
Henrik Ibsen nació en Skien, al norte de Noruega, en 1828, y habló de individuos rebosantes de personalidad que se enfrentaban a las santurronerías antiguas y modernas. Una obra muy significativa se titula Espectros”. En ella un joven manifiesta sin poder evitarlo las tendencias rebeldes y ácidas de su padre, su madre se espanta al comprobarlas, pero no puede reprimírselas por mucho que lo intente. A pesar de su educación férrea y de sus prejuicios y de su moralismo puritano las tendencias del hijo salen a flote desde los genes, como reminiscencias del padre. La mujer habla de espectros, son los espectros los que inspiran al joven, los que hablan por él en momentos privilegiados, cuando la sociedad no lo somete, porque la sociedad es un esfuerzo tenaz por someter a la naturaleza, pero ésta persiste como una obsesión y se asoma en nuestros sueños y nos inspira nuestros momentos más rebeldes y creativos.
Los espectros le soplan al muchacho esa vida que supera las doctrinas de la madre, contra las cuales tuvo que luchar el padre ya muerto, son lo muerto que reaparece cargado de vida. Y la inspiración a menudo consiste en eso, en que lo que parecía muerto regresa por caminos insospechados con la misma fuerza que antes, igual que despierta Lázaro del fondo de su tumba, la muerte solo es el territorio secreto a donde se ha retirado la vida, igual que Arturo se ha ido a la isla de Avalon, pero volverá algún día. Y de la muerte, del secreto, de lo apagado, vienen todos los espectros repletos de vida callada, igual que los muertos de Lofoten del conde Milosz están menos muertos que nosotros, los espectros son la persistencia de la obsesión, son la inspiración que nunca muere. Así “Le revenant” inspira también en un poema famoso a Baudelaire, aunque en ese caso tiene connotaciones de pesadilla, en el fondo podríamos decir que nada muere, que todo se esconde, así como Dante decía que siempre queda la semilla de todo lo justo se puede decir que siempre queda la semilla de todo lo profundo. La tierra inspira a las plantas y a los montes y del mismo modo inspira las grandes creaciones a los creadores, la represión no puede reprimir totalmente, y si matamos algo queda su espectro, si echamos a las furias por la puerta, dice Sábato, vuelven por la ventana.
Ibsen sabía sobre rebeldías y sobre individuos inspirados que no se dejan amilanar por las masas o las convenciones, algunos son obsesivos y llevan sus sueños hasta lo alto de las montañas, a otros les llaman “enemigos del pueblo” porque dicen la verdad. Toda la obra de Ibsen está dictada por los espectros, porque un espectro es la vida más allá de la vida, es la esencia de la vida, el espectro es el ánima, es el soplo que no podemos atrapar, y nos susurra y nadie puede impedirlo, y entonces tiene tal fuerza lo que decimos que acallamos a los mediocres o hacemos que nos odien. También Nora en “Casa de muñecas” habla por todos los espectros de las mujeres acalladas durantes miles de años por una cultura racionalista y opresiva, es la voz de un espectro que no quiere ser muñeca, que proclama su alma y su soplo interior, y el burgués asustado que es su marido al final no puede retenerla. Pocos escritores han sido tan valientes y tan inspirados como Ibsen, porque en él clamaban los espectros audaces y en sus obras hablaba todo lo que mataron las culturas puritanas.
Ernesto Sábato nació al sur de Buenos Aires en 1911 y cuestionó a fondo todos los valores de nuestra civilización para levantar desde un fondo desesperado una esperanza irracional que alimente la resistencia espiritualista y humanista. Para él en la literatura se trata de fantasmas. En “El escritor y sus fantasmas” dice que el novelista no escoge los temas, sino que los temas escogen al novelista, eso significa que hay algo en la vida que necesita decirse y los escritores son su vehículo, que la gracia sopla y se manifiesta en los escritores de raza, que el misterio echa su fuego por nosotros. Sábato le dice al “remoto muchacho” de “Carta a un joven escritor” que escriba cuando no pueda más, cuando sienta que puede volverse loco si no escribe, es decir, que no suelte palabrerías, que no llene papeles por llenarlos, sino que transmita lo que de verdad necesita transmitirse, lo que salga dentro de él con toda potencia. La literatura es algo trascendental y profundo, es una tragedia y un martirio, en el sentido de que el escritor es un testigo de lo grande. La literatura es lo que puede rescatar al hombre, preservar todo lo que valga en él, encontrarle una grandeza o un motivo para vivir, precisamente porque la literatura genuina no se deja manipular, surge de lo más hondo, como los sueños o los mitos.
Sábato se remite a Dostoyevski y a William Blake, se opone con audacia a la tecnolatría que piensa que la técnica nos lo va a resolver todo, defiende lo espiritual con el lenguaje inquieto de nuestra época. Defiende nuestra noche porque solo en la noche somos lo que somos: “esta carne, este amor, esta espera de la muerte”, la noche según Sábato se manifiesta en el arte mientras que el día lo representa el pensamiento. Los fantasmas del escritor lo persiguen, lo asedian mediante imágenes o símbolos y le dan su mensaje personal. Para el gran escritor, dice Sábato, su obra es una ontofanía, una revelación del ser, un acto sagrado, el escritor está poseído por la trascendencia de su labor, es el ser precario y angustiado de los hombres lo que está hablando por su boca.
Rilke en Moscú (1928). Pasternak
Rainer María Rilke nació en Praga en 1875 y vagó por toda Europa y el norte de África toda su vida esperando lo que le dirían los ángeles en Duino y finalmente en Suiza. En sus “Cartas a un joven poeta” habla de algo profundo que presiona en nosotros, de que hay que haber vivido hasta los límites y los abismos para poder escribir poesía, pero no vivir en el sentido de haber estado en muchos sitios o haber hecho mucho ruido, sino en el sentido más íntimo de arrebatarle lo más sutil al mundo. Hay que pasar por todo lo imaginable y luego hay que olvidarlo todo, convertirlo en sangre y destilar el soplo, no es solamente usar la memoria (que selecciona lo que más le interesa) sino llegar a lo inconsciente y a lo invisible, y eso es lo que refluirá como los cadáveres que se han hundido en un lago en el momento menos pensado, cuando la gracia se abra, cuando todo se haga prodigioso. Y vendrá encontrando su propio camino, haciendo que sepamos cómo poner las palabras, poniendo la gracia en las palabras. Pero primero tenemos que acallarnos al máximo y desconfiar de lo que nos sale, ponernos a prueba y no querer menos que lo angélico, decir lo que sale de lo más hondo de nosotros y no de nuestros pensamientos ni de nuestras lecturas. La poesía tiene que venir de lo más radical, hay que bajar al infierno como Orfeo y morirse y resucitar, ir al infierno a robar el secreto.
Rilke le dice a Xaver Kappus que lo descarte todo y al final vendrá lo que no puede descartarse, pero eso no lo dará ninguna técnica, sino la sensibilidad inspirada. Y lo primero que le desaconseja al joven es la palabrería, la inspiración no aporta cualquier cosa, en eso se equivocan mucho los que la denostan, uno tiene que torturarse incluso a sí mismo y saber si eso viene de la inspiración o de la trivialidad, de los ángeles o de la coca cola. La inspiración es el manantial que no podemos contener, aunque queramos, lo que tiene más fuerza que nuestra conciencia. La poesía es una especie de ascesis y el poeta una especie de monje que trata de experimentar la visión (lo muestra en el “Libro de horas”), el relámpago que de súbito le hace ver las cosas. Lo que Rilke dice al joven es que solo escriba cuando no pueda evitarlo, cuando sienta una necesidad ineludible.
Sei Shonagon nació en Japón hacia 968, en la época de esplendor de la cultura clásica, fue dama de la emperatriz en Kioto y tuvo varios amantes secretos. Escribió una obra que inició todo un género, “El libro de la almohada”, en el que las mujeres, sin seguir ninguna preceptiva clásica ni someterse a reglas rígidas, escribe con total libertad sus impresiones y sus sentimientos, en el momento de ir a acostarse, cuando ya están sobre la almohada cerca del sueño. Al estar totalmente faltas de pretensiones, estas obras se sustraen a todas las convenciones y las normativas, y expresan con una sinceridad admirable toda la vitalidad y la frescura de la intimidad. Esto se consideraba un género propio de mujeres, no se le daba importancia, no se consideraba serio (más o menos como la novela en Occidente), pero por eso mismo está llena de autenticidad y de vida. Por eso cuando algún hombre quería expresar libremente sus sentimientos, por ejemplo, sobre el amor, sobre la muerte de alguien, sobre la nostalgia, se hacía pasar por una mujer.
Sei Shonagon hace libremente listas de cosas que le gustan o le disgustan, en un pasaje hace referencia a cuando está sola en el bosque, se oyen algunos pájaros de otoño, y siente una tristeza deliciosa. Supongo que esa expresión contradictoria la prohibirían los tratadistas, solo una mujer que escribe libremente y no piensa en lo que piense nadie puede decir que la tristeza es deliciosa. Otras veces expone con sinceridad sus frustraciones o sus recuerdos. Su ver el mundo tiene una frescura sin sujeciones: “En el tercer día del tercer mes me gusta ver el sol brillando con calma en el firmamento de primavera. Los sauces están más encantadores en esta estación, con las papilas todavía encerradas como gusanos de seda en sus capullos. Cuando las hojas se han esparcido yo ya no las encuentro atractivas, realmente todos los árboles pierden su encanto cuando las flores han empezado a dispersarse”. No se habla de luchas imperiales ni de heroísmos ni de grandes valores convencionales, se habla de las pulsiones secretas, de las vivencias escondidas en los instantes.
A veces tiene toques secretos de rebeldía: “Cuando me pongo a imaginar como es ser una de esas mujeres que viven en su casa, sirviendo confiadas a sus maridos, mujeres que no tienen ni la más simple perspectiva en la vida sino creer que son perfectamente felices, yo siento desdén. Con frecuencia ellas han tenido buen nacimiento, pero no han tenido oportunidad de encontrar lo que hay en el mundo. Me gustaría que pudieran vivir para eso, aunque sea dentro de nuestra sociedad, aun si eso significa que tienen que ser Sirvientes, pero que puedan conocer las delicias que la vida tiene que ofrecer”. A veces hace listas de cosas que la ponen triste: un perro que aúlla durante el día, una carta que llega de provincias, pero no viene con un regalo, alguien que expone penas, pero quiere ponerlas lo más atractivas que puede, alguien que te visita y que te dice continuamente: te he visitado. No hay normas, no hay reglas de construcción obligadas, no hay sujeciones, es el latido imprevisible e inagotable de la vida.
En el libro hay perlas, destilaciones libres de la intimidad, manifestaciones graciosas del espíritu, y no pedruscos. Y digo graciosas porque en esos fragmentos hay ese fulgor leve que nos hace gracia, nada hay más gracioso que ese resplandor de lo aparentemente ligero, que generalmente es lo más profundo y lo que realmente queda. Ahora casi nadie lee las grandes construcciones de literatura imperial, pero nos llega ese toque, esa miniatura, ese apunte puesto al borde de la almohada. Cuando la mujer se ha quitado la máscara, cuando está sola consigo misma y se han retirado los coñazos de los preceptores cuando está deliciosamente viva, cuando salen los espectros que de día se ocultaban, la inspiración es eso, esa deliciosa libertad.
Emily Dickinson nació en Massachussets en 1830, casi no salió de su casa, y no le publicaron ni un poema en su vida, porque sus poemas no entraban en las doctrinas ni en los cánones, eran fragmentarios y sorprendentes y extrañamente metafísicos. Es un caso de persona a la que no se toma en serio en su tiempo y precisamente por eso dice las cosas más profundas. A menudo la inspiración funciona en el secreto, en el retiro de las casas, en las mujeres escondidas detrás de los visillos, en las solitarias a las que la gente no escucha. No publicó poemas mientras vivió porque los directores de revista no los consideraron publicables, no tenían nada libresco ni académico, y precisamente por eso revolucionaron la poesía y aportaron aliento de verdad. Las personas que están cerca del silencio son aquellas que más experimentan la inspiración, ésta raramente surge en las reuniones sociales, en las redacciones de las revistas o en los despachos de los catedráticos.
Emily Dickinson aportaba un mundo que no podía ser comprendido, que no tenía nombre hasta ese momento, hablaba de cosas metafísicas, del aliento y el misterio en cualquier esquina, de abismos en los rosales, del prodigio y de la plenitud, de lo trascendente en los insectos. Todo estaba cargado de aliento y de respiración, su casa y su jardín eran más densos que todo Estados Unidos. Y aquello podía parecer desconcertante, incluso de mala educación, ¿quién es esa mujer silenciosa y libre, que vive sin salir de su casa lo que nadie ha vivido en todos los rincones del mundo, que asiste a increíbles prodigios, que sabe la manera de convertir el lenguaje en algo misterioso y deslumbrante?
Todo resulta fascinante en ella, su actitud, sus cartas, sus poemas inclasificables y asombrosos. En ella funciona el fragmento, la estrofa sin esquema previo, la negación de todo plan, la fulguración de cada instante, el tono de revelación sencillo, la tranquilidad con que dice las cosas más abrumadoras. Ella nos desmaterializa, nos convierte en sombras o en humo, nos transforma en otra cosa, y la poesía es transformación como decía Rilke. A menudo parece estar en estado de gracia, y nos habla como un espectro, como una llama errante de Georgina Rossetti, como una pasión silenciosa. En ella está la inspiración de la vida, como lo estaba en las obras de santa Teresa. ¿Y cómo podía escucharla ese director de revista con la cabeza llena de fórmulas, que no sabía cómo brillaban las rosas en aquel jardín, como bailaban las libélulas, como los muertos le pedían a que regresara?
Theodore Roszak nació en Chicago en 1933, acuñó el término “contracultura” y se rebeló contra la tecnocracia y la cosificación, en nombre de la imaginación y de la vida, e inspiró a millones de personas, antes de que los tecnócratas volvieran a apoderarse de todo y amenazaran con convertirnos a todos y no dejar que crezca ni una brizna de hierba auténtica ni un solo gesto que no sea fabricado y programado. Escribió un ensayo inolvidable, “El nacimiento de una contracultura”, en esa obra los centauros querían recuperar la vida entusiasta contra del predominio de las máquinas, los caballos se enfrentaban a los robots, las personas se oponían a los mecanismos, los seres vivos se rebelaban contra los científicos que los despanzurraban y analizaban.
El primer capítulo se titulaba “Una invasión de centauros” y hablaba de la rebelión de esos centauros que fueron vencidos un día por los lapitas, que representaban el racionalismo y el control, de esos centauros que volvían a traer desde la periferia y lo profundo los latidos incontrolables de la vida, el fulgor de la naturaleza, el entusiasmo que no cabe en fórmulas, la belleza de los caballos bajo la cabeza de los que piensan, el dinamismo y la creación permanentes. Y terminaba con un capítulo, “Objetividad ilimitada”, en que se detallaban con crudeza los experimentos a que los técnicos sometían a los seres vivos en sus laboratorios con el pretexto de conocerlos, como la técnica martirizaba la vida para sujetarla en fórmulas vacías.
En esa onda Allen Ginsberg soltaba su “Aullido” desde las entrañas y decía que su polla era santa, Paul Goodman decía que somos personas y no consumidores, a Roszak, desde la universidad de California, le fastidiaba la prepotencia de la técnica, el que la técnica fuera el modelo de todo, que el pensamiento técnico lo cosificase todo, pero los tecnócratas reaccionaron y arrasaron el mundo.
Portada: Louis-Ferdinand Celine
¿CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO? : «Siete solitarios». Publicado el 12 de julio de 2016 en Mito | Revista Cultural, nº.35 – URL: |
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