Anécdota n° 95
Y de repente me vi parado frente a la muralla. Impenetrable, insondable, inconmensurable, pretérita ¿Cuántos otros habían estado antes mi lugar? ¿Cuántos otros habían situado sus temerosos pies frente a aquella enigmática figura que, como una iracunda deidad, esperaba nuestra sumisión? ¿Cuántos habían sobrevivido ante aquella verdadera prueba de fe? Seguramente muchos, pero muy pocos habían dejado testimonio de aquella epopeya digna de ser cantada por juglares y trovadores. Y las pocas narraciones existentes se habían perdido en el tiempo, desvaneciéndose en el espacio de la leyenda.
Tomando valor moví lentamente el pie derecho. Solo fueron unos centímetros, pero suficientes para sentir la imponente presencia de la muralla en mi pecho. Al igual que aquellos primeros hombres solos en la noche del tiempo me enfrentaba a una primigenia fuerza de la naturaleza que miraba mi interior y buscaba devorarlo. Mis ojos se cerraron automáticamente. Luego de unos segundos sentí pequeñas gotas de transpiración que se deslizaban por mi frente. Miedo. Pero al mismo tiempo eso era una señal que todavía estaba vivo. Una leve brisa me saco de aquella reflexión. Lentamente abrí los ojos.
La muralla seguía ahí, extendida ante mis ojos como el perenne horizonte lo hace ante los ojos de los denodados hombres de mar. Duda, desesperación, pánico y un indefinido número de sentimientos similares clavaban mis pies al suelo. También me brindaban la excusa perfecta para no moverlos ¿Cuántos otros habían sido devorados por aquella uránica barrera? ¿Qué evitaría que mi destino fuera un retazo más en el lienzo del final de la existencia?
Y entonces recordé mi objetivo inicial. Mi providencia estaba atada a la de otro ser. Lo sabía desde el primer momento que me pare delante de la muralla. No estaba ahí para consumarme en la gloria personal, mi misión encerraba un propósito más trascendental. Haciendo acopio del resto de valor que circulaba en mi cuerpo moví nuevamente el pie derecho. Este se deslizo unos centímetros más. El píe izquierdo siguió a su homónimo diestro. En una cadenciosa armonía ambos pies me hicieron avanzar hasta que solo quede separado de la muralla por una distancia tan efímera como el halito que suspiran las flores al morir.
Estire mi brazo derecho para hacer contacto con la muralla. Me adentré en un espacio desconocido, en un reverso ajeno a esta realidad. El tiempo colapso a mí alrededor. Estallo en miles de pequeños cristales que se curvaron reflejándose a si mismos. Abrí mi ser a ese torrente, mis manos se expandieron y pudieron alcanzarlo a él. Entonces cerré fuertemente mis dedos en el paquete de pañales que habíamos ido a comprar con mi mujer. Con la incertidumbre de la cantidad de veces que un recién nacido va de cuerpo en los primeros días de vida agarré otro paquete. Con ambos debajo de mis brazos caminamos hacia la caja registradora. A medida que avanzamos hacia la misma no pude evitar dirigir mi mirada hacia la muralla donde se extendían las góndolas con las diversas marcas de pañales.
Ahí entendí porque nunca se supo de aquellos que habían atravesado la muralla, porque no había registros de aquel momento. Todos dejábamos de existir. El antiguo yo era absorbido por el poliacrilato de sodio del pañal y dejaba de ser. La vida de uno nunca es la misma después que se compra el primer paquete de pañales. Creo que la cara de la cajera reflejaba soslayadamente esa sacra verdad, o posiblemente estaba ansiosa por terminar su turno, el cual se veía indefectiblemente amenazado por las peripecias y reflexiones de un simple hombre suburbano.
Portada: The ancient wall of Tithorea, Phocis, 1834. The Gennadius Library – The American School of Classical Studies at Athens
¿CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO? https://revistamito.com/relatos-epicos-simple-hombre-suburbano/ : «Relatos épicos de un simple hombre suburbano». Publicado el 16 de febrero de 2017 en Mito | Revista Cultural, nº.40 – URL: |
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