Pocos. Ya sea por dificultad, o por falta de valor, es difícil creer en lo que uno no puede ver, o en aquello sobre lo que uno no puede leer. La dimensión del misterio es demasiado oscura y profunda como para ser habitualmente accedida en la intimidad, pero a la vez es una constante en la intuición y en el sentimiento del ser humano, que es tan curioso como débil. Y sin embargo, de vez en cuando personajes cuyo recuerdo escrito nos ha llegado fueron capaces de trascender: es en torno a su testimonio ideológico, cultural y en definitiva vital sobre el cual girará nuestro interés en el siguiente texto.
Cuando Mircea Eliade dice que el ser humano es un homo religiosus, quiere decir que a diferencia del resto de los animales éste siente que el mundo material que le rodea es insuficiente, porque tiene una tendencia a creer o al menos a preguntarse por las posibilidades intangibles que se encuentran más allá de su percepción sensorial. Una de las interpretaciones etimológicas más aceptadas para la palabra “religión” parte de la composición latina re-ligare, en la cual el prefijo actuaría como potenciador del sentido del verbo. Por tanto: atar o ligar fuertemente. ¿Qué liga, o a qué se liga el ser humano, el homo religiosus?
Hay muchas maneras de pensarlo, y por tanto es difícil expresarlo con precisión: el hombre se liga a sí mismo con la divinidad, se ata fuertemente a Dios, o ata el mundo sensorial a su otro lado, que es invisible e intocable y aún así persigue a la mente humana con su no presencia. El religare constituye entonces el hecho de unir lo visible con lo invisible, lo material con lo inmaterial, siempre mediante la creencia consciente o inconsciente. La creencia es el mediador interno del hombre, su mediador inevitable, y está ahí incluso en aquel que ha renegado de toda religión, ya que, y todavía siguiendo a Eliade, “este hombre arreligioso desciende del homo religiosus y, lo quiera o no, es también obra suya”[1]. No es sin embargo este mediador interno el que nos interesa, pues de todos modos está siempre ahí, más o menos potenciado, y más o menos olvidado; además, necesita casi siempre ayuda, porque sólo el sentimiento de lo sublime, el terror repentino y la esperanza irreflexiva alcanzan sin dificultad el lado del misterio, que parece entonces dejar de serlo. No es la creencia el mediador que nos interesa, decíamos: lo es la ayuda que el ser humano casi siempre necesita, una ayuda que debe tener un poco de los dos mundos, pero pertenecer primigeniamente al material.
¿De qué se ha ayudado el hombre a lo largo de la historia para acceder a la divinidad? ¿Cómo ha contactado con el más allá? ¿Cómo ha recordado a los que no estaban? ¿Cómo ha creído con fuerza y con convicción, y sobre todo, con continuidad en el tiempo? No es difícil imaginar a un cromañón o incluso a un neandertal en la oscuridad de una cueva y con un fuego débil, contemplando un hueso del animal que quiere cazar o del que quiere tomar la fuerza, componiendo formas en las paredes de lo que ve y de lo que desea, o ciñendo con fuerza una venus voluptuosa o el cráneo de sus antepasados. Este contemplar y este ceñir con fuerza se convierten en un acto mágico, porque consisten en cargar al objeto con un valor añadido sin peso ni forma que aún así puede llegar a convertirse en el centro neurálgico de las vidas del clan. El objeto queda sacralizado, y por tanto se convierte en un mediador. Ahora es una hierofanía: el brujo, la comunidad inconsciente, la costumbre o el azar han sacralizado el objeto, pero pronto los creyentes olvidan este momento iniciático y lo sagrado revelado se vuelve un indudable elemento de continuidad intergeneracional.
A lo largo de los tiempos paralelos, constituidos por milenios y luego ya más despacio por siglos, el objeto va cambiando de referente y de forma, aunque más de referente que de forma: la diosa de la tierra y los espíritus del búfalo y del caballo se convierten en algunos lugares en dioses de la agricultura, de la forja y de la sabiduría, y luego en lugares todavía más concretos se vuelven un solo dios sintético; sin embargo, el brujo sólo cambia su atuendo, el objeto su forma y las pinturas su contenido, y las leyes que primero circulaban entre la voz y la memoria, circulan ahora en piedra o en papel. La extensión del mundo invisible es más difusa, pero los límites de la materia permiten observar una cierta unidad entre los mediadores de los que se ha ido valiendo el ser humano con el paso del tiempo.
Y es que es muy difícil acceder a la divinidad directamente: digamos que sólo lo han conseguido sin esfuerzo los chamanes, los oráculos y los profetas; la gran mayoría de personas, por su parte, han estado y están demasiado apegadas a la carnalidad que les rodea y que les atrae sobre todo en el ámbito de la inmediatez como para sumergirse en introspecciones duraderas o intentar mirar más allá de los colores y de las formas con convicción. Por ello, necesitan y esperan que la carne represente al mundo inmaterial, y de no ser así, ellas mismas la sacralizarán de nuevo –aunque sea inconscientemente, como pasa a menudo en los mundos urbanos más rápidos y pragmáticos–.
Los poderes seculares, por su parte, siempre se han aprovechado muy bien del apego del ser humano: se han aliado o incluso fusionado con los mediadores tradicionales, extendiendo así su influencia hasta cada individuo, ocultándola detrás de la opacidad de la infraestructura mediadora. En otras ocasiones, han sido los propios mediadores humanos, los representantes del lado inmaterial, que debido a su propia condición de humanos, han acabado buscando su satisfacción personal dadas las facilidades que su autoridad y responsabilidad les ofrecían, olvidando así su función primordial (y única). De algún modo, pues, la constante ha sido que lo abstracto tienda a contaminarse de materialidad antes de llegar a las mentes humanas, o bien, por ponerlo de otro modo, que los mediadores, además de mediadores, tiendan a ser obstáculos: su solidez llena de contenido las consciencias, y el medio acaba ocupando el lugar del mensaje. Lo invisible, por su parte, queda intocado.
Esto ha sido una constante, decíamos, desde el nacimiento de la consciencia humana. Y sin embargo, ocasionalmente prominentes figuras de la historia han ido a contracorriente, no por negar la posibilidad de lo invisible, sino por desdeñar el exceso de materialidad mediando entre los dos mundos. En diferentes momentos del pasado, personas con poder o influencia han visto en la infraestructura mediadora una molestia, un impedimento para llegar hasta la divinidad, y han sentido la capacidad e incluso la necesidad de acercarse a lo intangible, directamente y sin intermediarios, y además, de proclamarlo y reivindicarlo con afán persuasivo.
A continuación, ofrecemos cuatro ejemplos entre los muchos posibles, cuatro figuras del pasado que en sus contextos históricos, culturales y religiosos nos hablaron de una unión más directa con la divinidad, más pura y más transparente, y con menos intermediarios. Muchos otros personajes históricos e incluso corrientes y movimientos desafiaron a la tradición como los que exponemos más abajo, y bien podrían haber tenido un lugar en esta breve lista: no hemos seguido una lógica definible, por tanto, a la hora de escogerlos, pero sin embargo resultan lo suficientemente impactantes e influyentes cada uno en su tradición como para no dejar de constituir testimonios de rompimientos que acaban teniendo algo de paradigmático.[2]
La revolución del faraón hereje
Uno de los momentos más trascendentales –y curiosos– de la historia del Egipto faraónico se da durante el reinado de Amenhotep IV (c. 1380-1347 a.C.), un complejo personaje que llevó a cabo una revolución religiosa y política que puso fin al periodo de esplendor militar en que se había asentado la Dinastía XVIII, la primera del Imperio Nuevo. Amenhotep IV cambió su nombre por el de Akenatón, poco después de ser coronado, en una declaración de intenciones: el dios dinástico Amón, principal en Tebas, era substituido por Atón, un nuevo dios rescatado de antiguos sincretismos. Se constituyó así el primer monoteísmo de la historia, y es que Akenatón no sólo prohibió el culto al poderoso Amón, sino también a todas las otras deidades. De este modo, Atón fue entronizado como el único dios, que de la nada había creado al mundo y a todos los hombres iguales.
Relieve de Akenatón y Nefertiti, ca. 1340 a.C., Ägyptische Museum Berlin
El panteón egipcio era numeroso, y cómo en la mayoría de politeísmos, cada deidad tenía sus cualidades, sus funciones, su representación antropomorfa y zoomorfa, sus templos y su clase sacerdotal. Akenatón barrió con todo: su nuevo dios era el único, pero además no podía ser representado más que por un círculo, porque Atón era simplemente el disco solar.
La instauración del nuevo culto en todo el territorio egipcio fue una revolución religiosa y artística, pero probablemente quiso ser ante todo una revolución política. Como todo monarca que gobierna un territorio vasto y rico, la mayor aspiración de Akenatón fue la centralización: con la supresión del culto a Amón el poder que durante los últimos siglos habían acumulado sus sacerdotes, en alianza con las oligarquías tradicionales, quedó casi anulado, generando graves e insalvables descontentos. Fue el momento, por su parte, de los advenedizos, y lo hubiera sido según deseaba Akenatón de las clases humildes, pues una de las grandes aspiraciones de la nueva religión era la adhesión de las masas populares.
Sin embargo, los egipcios de los estratos inferiores nunca llegaron a mostrar demasiado interés por el dios nuevo, y siguieron venerando a Amón a escondidas porque lo consideraban más accesible, simbolizado por estatuas reconocibles y por la forma animal del carnero, y representado por una extensa jerarquía de sacerdotes que organizaban ostentosas procesiones. El culto a Atón, por su parte, consistía en el culto al sol, sin otro mediador que sus rayos y el propio faraón como único representante terrenal del dios. Akenatón cerró los herméticos templos de Amón, plagados de riquezas, y construyó templos abiertos, bañados de luz solar, a los que todo el mundo podía acudir. De este modo, el faraón compuso una nueva forma de espiritualidad que quería hacer accesible la divinidad a todos los egipcios, especialmente a aquellos que no podían ganarse el favor de Amón con sus economías. Propuso una unión con Atón sin apenas intermediarios, basándose en la facilidad en que se muestra el sol a todos por igual.
La reforma de Akenatón fracasó estrepitosamente, y lo hizo tanto en el ámbito político como en el religioso, y de forma sintética, en el social. Sus sucesores se alejaron rápidamente del nuevo dios, y de hecho su hijo, nacido con el nombre de Tutankatón, pronto se llamó a sí mismo Tutankamón, reinstaurando el panteón tradicional y devolviéndole toda su influencia al Sumo sacerdote de Amón.
La teología negativa del Pseudo Dionisio y del Maestro Eckhart
La teología afirmativa consiste en decir lo que Dios es. La Escolástica medieval, por ejemplo, empleaba la teología afirmativa para comprender a Dios, y para ello se ayudaba de preceptos filosóficos clásicos, especialmente aristotélicos. Pretendía encontrar un camino lógico para justificar la existencia divina, emplear la razón para defender con argumentos la verdad invisible e intangible de Dios. La teología afirmativa se basa por tanto en afirmar motivos por los cuales Dios existe, y en afirmar nombres y calificaciones a través de los cuales definirle. De algún modo es un proceso a la defensiva, un proceso que se cuestiona a sí mismo continuamente, y que no quiere dejar resquicios lógicos por los cuales puedan penetrar las dudas de la razón. La teología afirmativa quiere, por encima de todo, convencer, y busca combatir al crítico racional con sus propias armas. Pero la teología negativa, por su parte, renuncia a convencer, o al menos renuncia a convencer a través de argumentos guiados por la lógica.
En Los nombres de Dios, el Pseudo Dionisio Areopagita (s. V-VI d. C.) se lanza a enumerar la retahíla de nombres que hasta entonces le han sido atribuidos a la divinidad cristiana en los más de cuatro siglos pasados desde el nacimiento de Jesús. No lo hace con ironía, sino que explica pacientemente el sentido de cada calificación que los teólogos e incluso la Biblia han empleado para definir a Dios. Grande, pequeño, inalterable, diferente, semejante, desemejante; perfecto y uno. Todos los adjetivos valen para Dios, ¿pues acaso no es la causa de todas las cosas? Dios está en todas las cosas, y es todas las cosas, con lo cual cualquier palabra que genéticamente sirva para definir a la materia, servirá para definir a Dios. Pero si Dios es el todo, y de hecho anterior a todo, ¿cómo definirlo sólo con una palabra, con dos o con cincuenta? La parte nunca es el todo, y como el todo es inabarcable, la única alternativa es su teórico opuesto, la nada. Los nombres de Dios es un proceso descendente, pues busca en lo terreno el sentido de cada palabra; por su parte, la obra más influyente del Pseudo Dionisio es la Teología mística, y en ella el proceso es negativo y ascendente, porque, “a medida que nos adentramos en aquella Oscuridad que el entendimiento no puede comprender, llegamos a quedarnos no sólo cortos en palabras. Más aún, en perfecto silencio y sin pensar en nada.”[3] La mística dionisiana se basa en el todo y la nada como oxímoron, detrás del cual está Dios, y el misterioso escritor cuyo nombre y patria aún desconocemos nos propone por tanto que busquemos lo invisible detrás de todas las cosas materiales, y lo ininteligible detrás de todos los significantes establecidos: “las cosas más santas y sublimes percibidas por nuestros ojos y razón son apenas medios por los que podemos conocer la presencia de aquel que todo lo trasciende.”[4] Y es que con Aquel que todo lo trasciende solo se puede contactar mediante la oscuridad que encuentra Moisés en la cima del Sinaí, la misma “noche oscura” de los místicos Johannes Tauler y San Juan de la Cruz.
Precisamente Tauler fue discípulo del Maestro Eckhart (1260-1328), uno de los autores más influyentes para los místicos alemanes posteriores, aunque se le suele considerar antes teólogo e incluso filósofo. El dominico habla también de la nada, pero es una nada más absoluta si cabe que la dionisiana. Ninguna palabra vale según el Pseudo Dionisio para conocer a Dios, y tampoco ningún pensamiento; sin embargo, para Eckhart no vale ni siquiera la voluntad, sólo la pobreza. Pero para el alemán la pobreza no es sólo material, y así reinterpreta la famosa cita bíblica: “bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.”[5] No es ya la pobreza exterior, sino la interior, porque “un hombre pobre es el que nada quiere, nada sabe y nada tiene.”[6] No basta con no tener nada, ni con no saber nada: no debe el ser humano desear nada, pues toda voluntad parte de la subjetividad, y antepone el yo a Dios. El acceso a Dios debe basarse en una relación de gratuidad, y la gratuidad puede residir sólo en la muerte de toda voluntad, de todo querer, de toda conciencia de ser. Ahí está la verdadera nada, que es el estado más puro, por ser el previo a toda la creación. El nihilismo de Eckhart llega a pedirnos lo siguiente –vale la pena recordar que por postulados como éste fue procesado por la Inquisición y acusado de “sospechoso de herejía”, en la conocida bula papal In agro dominico–: “por eso rogamos a Dios que nos vacíe de Dios”[7].
Bula papal In agro dominico publicada en 1329 (copia)
El Gran Inquisidor de Dosteyevski
En uno de sus arrebatos de desesperada racionalidad, Iván Karamazov le cuenta a su hermano menor Aliocha (Alekséi) un suceso imaginario al que llama poema, concebido sólo mentalmente y que titula “El Gran Inquisidor”. En la Sevilla del siglo XVI, en una atmósfera calurosa y exótica, desciende Jesús a la tierra silenciosamente, y pasea sin llamar la atención por el mismo lugar en que la noche antes el Santo Oficio mandaba quemar a un centenar de herejes. Sigue paseando, con una apariencia desconocida, pero poco a poco todo el mundo le va reconociendo: las gentes se agolpan a su alrededor, y Él pasa entre la multitud concediendo milagros a los que logran tocarle. Al llegar frente a la catedral de Sevilla, resucita a un niña recientemente fallecida, ante los ojos llorosos de su madre, y ante la mirada lejana y semioculta del Gran Inquisidor, nonagenario y todopoderoso. Sin dudarlo, éste manda a sus hombres prender a Jesús, y al instante la multitud se aparta sumisa ante la autoridad del anciano. El encuentro posterior, por la noche, entre el Gran Inquisidor y Jesús en el calabozo es uno de los grandes pasajes de la literatura moderna: el monólogo del anciano ante un aceptante Jesús acaba con el repentino remordimiento del Inquisidor y una orden estremecedora: “¡Vete y no vuelvas más! ¡Nunca, nunca más!”[8].
Dostoyevski en 1862, autor desconocido
El sentido de la comúnmente llamada “Leyenda del Gran Inquisidor” es en parte el rechazo que siente Fiódor Dostoyevski (1821-1881) por la Iglesia Católica, por lo que él considera un abandono de la esencia del cristianismo. Pero no es la intención del autor mostrarse a sí mismo en la novela; el mensaje lo envía Iván y lo recibe Aliocha, y en su profundidad la leyenda va mucho más allá de los juicios religiosos históricos. El poema “El Gran Inquisidor” es ante todo la reivindicación de una unión más pura y directa con Dios, que no debe tener nada de trascendente y sí mucho de terrenal. Según el planteamiento del novelista, los mediadores de una iglesia jerarquizada sitúan a Dios en lo más alto, tan arriba que como ocurre en esta Sevilla verosímil los creyentes acaban olvidando a quién veneran. Se da entonces una inversión, casi feuerbachiana, en la que el Gran Inquisidor ocupa el lugar de Dios, y Dios, al querer volver al que no ha dejado de ser su lugar, es tratado como un ser humano y más aún: como un hereje. La jerarquía material, teórico medio representativo de Dios, ha pasado a ocupar su lugar, alcanzando paradójicamente un infinito poder temporal. La gente, por aceptación, por costumbre, o por miedo, no puede venerar otra cosa, y cuando Dios aparece encarnado el Gran Inquisidor tiene el poder de mandarlo a la hoguera. Sólo el silencio compasivo y un beso de amor le hacen cambiar en última instancia de opinión, después de un largo discurso a través del cual le justifica a Jesús por qué no es bienvenido. Le dice el Gran Inquisidor, hablando de los creyentes: “creo que ellos mismos se convencerán de que tenemos razón, porque recordarán muy bien a qué esclavitud, a que desesperación les había conducido la libertad que les diste.” El anciano libera a Jesús, pero a condición de que nunca vuelva, pues cree firmemente en la imposibilidad de la espiritualidad libre y plena, y prefiere para el pueblo “una felicidad dulce, apacible y humilde”[9].
La espiritualidad de Rilke
“Fue quizá el poeta más religioso que hemos tenido desde Novalis, pero no estoy seguro de que tuviera religión”. Así definió Robert Musil a Rainer Maria Rilke (1875-1926) en un célebre discurso sobre el poeta, y la aparente paradoja encierra muy acertadamente uno de los principales sentido de su obra. Aparente, porque al fin y al cabo lo que hace Musil es retratarnos a un poeta profundamente espiritual, cuya espiritualidad resulta difícilmente clasificable.
Rilke en un esbozo de Leonid Pasternak (1927)
Que Rilke es un poeta espiritual quiere decir que el contenido de sus poemas busca acceder a lo invisible, o que tiene lo invisible como tema central. Ciertamente en Rilke lo invisible no se corresponde con ninguna religión; sin embargo, no por ello se trata de una dimensión lejana e inaccesible. Muy al contrario, para el poeta lo invisible está al otro lado de lo visible, como las dos caras de una moneda, cuya unidad es inexorable. El fruto de esta unión con lo intangible es la ausencia de mediadores materiales, incluso en forma de categorías y clasificaciones, porque del mismo modo que «(…) lo bello no es nada más que el comienzo de lo terrible, que todavía apenas soportamos,[10]» tampoco es otra cosa la vida para la muerte, el día para la noche, o la naturaleza para lo intangible.
Con lo cual lo terrible es el reverso de la belleza, y la muerte es el reverso de la vida, de modo que las relaciones entre los dos mundos lo son de interdependencia. Lo material depende entonces de lo inmaterial, como lo inmaterial depende de lo material, y esto le lleva a Rilke a decir, en un pseudo-ateísmo: «¿Qué harás, oh Dios, cuando yo muera?[11]»
Rilke no se entristece aquí por su propia muerte, sino por el incierto camino que le espera a Dios cuando ésta ocurra. El poeta depende de Dios tanto como Dios depende de él, no es posible el uno sin el otro, porque la unión es total, terrenal, y personal: la intimidad que nace de la ausencia de un muro de mediadores. Rilke se asienta así en un monismo espiritual que efectivamente, no necesita nombre o categorización, y desde el cual contempla el mundo que le rodea intuyendo siempre su reverso, invisible, oscuro, pero omnipresente y condicionante.
Imagen de portada: Fresco de la catedral de San Isaac (San Petersburgo), por Eugène Pluchart, 1848
Para saber más…
- Dostoyevski, Fiódor, Los hermanos Karamazov, Bruguera, Barcelona, 1972.
- Eckhart, Maestro, El fruto de la nada, Siruela, Madrid, 1998.
- Eliade, Mircea, Lo sagrado y lo profano, Guadarrama, Madrid, 1967.
- Rilke, Rainer Maria, Elegías de Duino, “Primera elegía”, Lumen, Barcelona, 1984.
- Rilke, Rainer Maria, El libro de horas, Lumen, Barcelona, 1989.
- Pseudo Dionisio Areopagita, Obras Completas, BAC, Madrid, 1990.
[1] Eliade, Mircea, Lo sagrado y lo profano, Guadarrama, Madrid, 1967, p. 197.
[2] Es necesario puntualizar que si bien se trata de una lista basada eminentemente en un ámbito de influencia occidental, esto no se debe tanto a una concepción cultural eurocentrista como a un desconocimiento considerable por parte del autor que le dificultaría hablar con algo de corrección sobre figuras del sufismo islámico o del budismo zen, por ejemplo; corrientes que, por su parte, bien encajarían en esta lista y que le conferirían un sentido de globalidad de la cual así lamentablemente carece.
[3] Pseudo Dionisio Areopagita, Obras Completas, BAC, Madrid, 1990, p. 376.
[4] Ibíd., p. 373.
[5] Mt 5: 3.
[6] Eckhart, Maestro, El fruto de la nada, Siruela, Madrid, 1998, p. 75.
[7] Ibíd., p. 77.
[8] Dostoyevski, Fiódor, Los hermanos Karamazov, Bruguera, Barcelona, 1972, p. 195.
[9] Ibíd., p. 191.
[10] Rilke, Rainer Maria, Elegías de Duino, “Primera elegía” (4-5), Lumen, Barcelona, 1884, p. 27.
[11] Rilke, Rainer Maria, El libro de horas, “¿Qué harás, oh Dios, cuando yo muera?” (1), Lumen, Barcelona, 1989, p.59.
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