La humanización del entorno como recurso para la supervivencia
Sin el ser humano, el paisaje no existiría. Existiría la naturaleza como tal, repleta de elementos dispares, todos ellos ajenos a lo que sucede más allá de su propio ser. Pero estos elementos aislados no constituyen un paisaje; sino que el paisaje lo es, por estar la naturaleza sometida bajo la mirada del hombre. Así, en nuestra mente, intuitivamente tendemos a asociar todas esas piezas dispersas en nuestro entorno, como partes de un mismo grupo; de modo que, esos ingredientes que en un principio aparecían heterogéneos, quedan comprendidos dentro de un único conjunto bajo el nombre y concepto de paisaje.
Generalmente, el paisaje se asocia con el campo, con el ámbito rural y natural; no obstante, el término también pertenece a la ciudad. Se habla de paisaje urbano y así, imaginamos una urbe vista desde las nubes; un manto de edificios que esbozan un tejido complejo entre parques y líneas arbóreas que perfilan el ir y venir de algunas calles y avenidas. Ambas áreas, la rural y la urbana, el campo y la ciudad, nos proporcionan la visión de dos paisajes completamente distintos, aunque siempre mantendrán algo en común: podrán ser modificados a nuestra voluntad, los podremos adaptar a nuestros gustos y comodidades; jugando siempre con los mismos elementos con el fin de dibujar un horizonte a nuestro antojo.
Al fin y al cabo, en la naturaleza, los humanos nos empeñamos en modificar nuestros alrededores, nuestro entorno. Lo adaptamos a nuestras necesidades y formas de vivir; y todo ello con el fin de generar un refugio, una atmósfera protectora que nos dé seguridad y nos permita sobrevivir.
De ese modo, si por casualidad despertásemos sumidos en un paisaje completamente natural, en el que la civilización jamás ha existido, lo único que sentiríamos sería miedo e inseguridad. Un miedo aterrador hacia lo salvaje. Nuestro instinto nos conduciría a buscar un refugio, a buscar alimentos y agua, a construir alguna barrera para protegernos, alguna trampa para cazar. Sí, empezaríamos a construir, y seguiríamos y seguiríamos hasta haber adaptado el entorno a nuestras necesidades, hasta haber conseguido sentirnos seguros tras modificar el paisaje, tras humanizarlo.
Ya lo hicieron nuestros antepasados y, por ello, fueron avanzando por la historia. No adaptaron su cuerpo a los requisitos del lugar para poder sobrevivir; sino que, en lugar de modificar la propia naturaleza, de evolucionar para responder a las condiciones del ambiente, somos los humanos quienes modificamos nuestros alrededores, adaptándolos a nuestros requisitos con el fin de pervivir. Es por ello, quizá, que la especie humana se extiende por todo el globo; pues no importa cuáles sean las condiciones, siempre reaccionaremos ante el paisaje, para modificarlo y moldearlo según nuestros requisitos vitales.
Este instinto básico, sin embargo, queda oculto muchas veces. En lugar de pensar en la adaptación y humanización del paisaje como un objetivo ideal; tendemos a soñar con lo natural, con lo salvaje, situándolo entre los pensamientos utópicos. Recreamos en nuestra imaginación un lugar sin contaminación por parte del hombre, sin huellas humanas que condicionen la naturaleza; pero, esa sensación de paraíso es en realidad, como toda utopía, una mera ilusión; pues como hemos comentado necesitamos estar rodeados de elementos que nos recuerden que estamos a salvo, de elementos que evidencien la huella del hombre.
Este entendimiento de lo natural y lo salvaje como parajes utópicos tiene sus orígenes en la vida urbana; dado que, en las ciudades que habitamos muchas veces nos sentimos abrumados por la presencia humana y echamos en falta la existencia de más elementos vegetales y menos tierra cubierta por asfalto. Así, el deseo de vivir rodeado por la naturaleza siempre ha estado presente en la población urbana; especialmente tras la Revolución Industrial, cuando los humos, olores y congestiones abundaban en los compactados núcleos de las ciudades.
A raíz de este deseo de huir de las zonas industrializadas para poder tener mayor contacto con un entorno natural, surgieron diversos movimientos artísticos que se dedicaban a ensalzar las virtudes de vivir en el campo y añoraban los tiempos antiguos en los que el aire de la ciudad, decían, era limpio y fresco. Siguiendo esta corriente de pensamiento, el movimiento del Romanticismo, junto con el Arts & Crafts. y el arte pintoresco, plasmaron esta aspiración por la naturaleza, por las ruinas antiguas y las composiciones inacabadas; por recuperar las artesanías y fomentar la creatividad y libertad individuales, frente a la producción en serie y los trabajos mecanizados. De este modo, quedaba expresada su preferencia por lo natural y auténtico del lugar.
A nivel urbano, fue a principios del siglo XX cuando esta voluntad de vivir más cerca de la naturaleza se materializó. En 1902, Ebenezer Howard propuso su modelo de la ciudad jardín; una propuesta que pretendía hacer confluir las ventajas de la vida en ciudad con las virtudes de la vida en el campo. Esta situación propició la aparición de una gran cantidad de barrios residenciales de muy baja densidad en los que las viviendas unifamiliares, situadas en generosas parcelas dotadas de jardín, quedaban rodeadas por grandes zonas verdes. No obstante, a pesar de ser jardín, este modelo sigue siendo ciudad, y el deseo por un ambiente sumergido en la más auténtica naturaleza quedaba sin saciar.
De esta forma, las personas, cada vez más urbanas, seguimos viviendo en esa doble aspiración; por un lado, queremos protegernos de lo natural y, por el otro, distanciarnos de lo artificial, entendiendo como artificial el producto del hombre, la humanización del entorno. Esta dualidad, esta dicotomía entre acercarnos o alejarnos del ambiente más salvaje, vuelve a ser una vez más, una fantasía, una ilusión, una simple malinterpretación de nuestros pensamientos e inquietudes. Si analizamos todo el proceso en perspectiva, descubrimos que a lo que realmente aspiramos, no es a una completa inexistencia de la presencia humana en el paisaje, sino a una graduación de la sutileza, o no, de la intervención.
Si, por ejemplo, decidimos ir a escalar una montaña en un parque natural, nos disgustará la idea de visualizar en el camino torres eléctricas; sin embargo, al encontrar las marcas que nos indican que, efectivamente, estamos siguiendo la ruta correctamente, nos sentiremos aliviados. Así mismo, si no encontrásemos esas marcas durante un determinado periodo de tiempo, decidiríamos dar media vuelta y rehacer el camino andado. Volveríamos a recorrer nuestras huellas hasta el momento en el que perdimos el contacto con la civilización. Marcas mínimas y efectivas que nos recuerdan que todo está bajo control, que seguimos dominando la situación frente a la naturaleza salvaje.
Así, desde esas sutiles señales hasta la completa transformación de un paisaje, la gama de recursos con los que nos enfrentamos a nuestro entorno, para adaptarlo y modificarlo a nuestra conveniencia, se presenta infinita. De esta manera, en el ámbito del paisajismo o diseño del paisaje, aparecen diferentes corrientes que ejemplifican esa variedad de actuaciones: desde la proyección de paseos urbanos y plazas duras, hasta la creación de parques o jardines que, bajo las vertientes inglesa y pintoresca, pretenden imitar a la naturaleza hasta el punto en el que el visitante dude de si el área que ocupa el mismo parque ha sido meticulosamente diseñada, o existía ya de ese modo antes de que el parque se definiese como tal.
Para ilustrar este amplio espectro de posibilidades, nos vamos a ceñir al paisaje litoral. Hasta el momento, hemos hablado de paisaje urbano o paisaje rural, y hemos definido que tanto uno como otro tienen en común la capacidad de poderse modificar a nuestra voluntad. Sin embargo, en el paisaje litoral aparece otro elemento. Más allá de la orilla, se encuentra la gran masa de agua que forma los océanos, el mar.
El mar es, por sí mismo, un lugar salvaje, al cual el hombre no pertenece. Nosotros pertenecemos a la tierra firme, no a las aguas. Sin embargo, dado nuestro instinto de querer controlar y dominar nuestro entorno, poco a poco hemos llegado a conquistar algunas zonas acuáticas. Primero la pesca desde la orilla, luego la construcción de canoas y barcas, con las que sentimos dominar una pequeña región del océano, aunque no con la convicción absoluta de haber conquistado las aguas, pues éstas se pueden revelar en contra nuestra sin previo aviso.
Y es que, en realidad, con el mar hemos sido cautos y lo hemos afrontado, principalmente, intentando convertirlo al lenguaje de un paisaje que sí podemos dominar. Así, hemos destinado nuestras energías a querer controlar la silueta existente entre la tierra y el agua, marcando nuestro territorio.Hemos jugado con el límite entre la tierra y el mar. Un límite que deja de ser dogmático e impuesto y empieza a esbozarse como una barrera capaz de romperse y modificarse al antojo del hombre. Los puertos, los nuevos diques, la nueva tierra ganada al mar, hacen que esta inmensa lámina de agua que se extiende más allá de la orilla se convierta en una gran parcela urbanizable de la que se que pueden extraer sin tapujos pequeños pedazos a voluntad de aquellos que vivimos en tierra firme.
Trabajamos sobre la fachada marítima, intentando definir su contorno. A veces simplemente situando un camino de tablas que nos guíe hasta la playa, obteniendo una intervención mínima; otras veces, expandiendo los puertos mar adentro, definiendo claramente con hormigón el territorio que el agua tiene prohibido mojar; y entre medio, situaciones que evidencian la presencia humana de forma más marcada que un simple camino de madera, pero más integrada y respetuosa que la creación de un puerto; ejemplo de ello son las costas rocosas en las que, para evitar la erosión, se sitúan cubos de hormigón como si de rocas abstractas se tratase.
Al final, lo que necesitamos, una vez más, es un aliento de humanidad, una señal que nos indique que no estamos solos, que no estamos aislados y expuestos ante el mundo salvaje. Pero esto no es una excusa para construir sin más, para cubrir de asfalto y artificios nuestro planeta por el simple hecho de sentir inseguridad; puesto que, como hemos explicado, con un simple gesto ya nos basta. Esto es una reflexión sobre aquello que es intrínseco a nosotros: la necesidad de un refugio, la necesidad de un lugar donde poder habitar en condiciones óptimas; pero también, la necesidad de procurar y respetar nuestro entorno, nuestro planeta. Un entorno que admiramos e idealizamos, un planeta que debemos cuidar con el fin de poder disfrutar, generación tras generación, de sus recursos, de sus virtudes y de sus paisajes. Unos paisajes en los que encajamos como si estuviesen hechos a nuestra medida…
Portada: La mirada hacia el paisaje. Todas las fotografías © Revela’t Fotògrafs