Se podría empezar con sor Juana Inés de la Cruz. En su poema “Sueño” (siguiendo a los místicos, a los esoteristas y a sugerencias de obras de la antigüedad, El sueño de Escipión, etc) habla de que en la noche se apagan en el hombre y en la naturaleza los sentidos ruidosos y charlatanes y el alma vigilante y libre trata de intuir el secreto de la naturaleza entera y luego intenta ir poco a poco, hasta que llega el día e interrumpe esa visión increíble con sus estorbos. Es un intento entusiasta de conectar con el mundo en el secreto de la noche, cuando el alma está libre y no se distrae con nada (San Juan de la Cruz), cuando el ser duerme pero el corazón vela (Cantar de los Cantares). En estrofas gongorinas expone como se apaga todo, y la vida se centra en lo más secreto y lo más puro, y el alma se lanza a las estrellas y el conocimiento:
“Así ella sosegada iba copiando
las imágenes todas de las cosas
y el pincel invisible iba formando
de mentales, sin luz, siempre vistosas
colores, las figuras
no solo ya de todas las criaturas
sublunares, mas aún también de aquellas
que intelectuales claras son estrellas
y en el modo posible
que concebirse puede lo invisible
en sí mañosa las representaba
y al alma las mostraba”.
Y en sor Juana está ese dramático apasionamiento, ese desgarramiento de intentar lo desmesurado, ese vitalismo pugnaz que hallaremos después en poemas y canciones.
José Juan Tablada nació en Ciudad de México en 1871. Jugó con el lenguaje, escribió caligramas al mismo tiempo que Apollinaire y adaptó los haikus al español.
En su libro Li Po y otros poemas hay un poema que se titula “Nocturno alterno”. Compara las noches de Bogotá y de Nueva York, alternando los tipos de letra. En Nueva York hay noche dorada, champaña con foxtrot, alma petrificada y mujeres de sal. En Bogotá hay muros fríos de cal, casas mudas de fuertes rejas, tejas silenciosas y gatos blancos en la luna. Pero la luna es la misma en Bogotá y en Nueva York. La noche es la superación, el cosmos, la inmensidad. Es aquello que libera a las dos ciudades y las envuelve en la misma exclamación final: “¡La luna…!”
Ramón López Velarde (nacido en el distrito federal en 1888, muerto a los 33 años) llevó a México una especie de simbolismo con humor y maíz y desenvoltura moderna. En “Suave patria”, del libro El son del corazón, habla de una patria hecha de maíz, del olor santo de las panaderías, de fiestas en las provincias, de muchachas tímidas que se bajan la falda, de trenes de juguete, de niños y dedales, de carretes de hilo, de rebozos y tinajas. Todos deberíamos tener así patrias suaves, cortando gajos a las epopeyas como él dice, amando cada uno a su país en las cosas íntimas y pequeñas, sin querer que domine a los otros, sin grandiosidades ni trompetas ni palacios nacionales. Y en ese poema maravilloso, hecho de ramalazos íntimos, se acuerda de la noche que es fiesta y travesura:
“¿Quién en la noche que asusta a la rana,
no miró, antes de saber del vicio,
del brazo de su novia la galana
pólvora de los fuegos de artificio?”.
México es muerte y tragedia, nos recuerda los sacrificios terribles de los aztecas, las brutalidades de la conquista española, las injusticias y las revoluciones, pero también es un vitalismo por encima de todo, que se refleja en los seres desesperados de Juan Rulfo que piden en la noche sobrevivir y hablan con los muertos en Comala, en las alucinaciones demoníacas que rodean al Cónsul en “Bajo el volcán”, en las serpientes llenas de plumas que claman en la obra de D.H. Lawrence. Es el día brutal que lo aplasta todo, son los dioses que tenían hambre de humanos, pero también es la noche que se suelta en canciones roncas y en amores trágicos, también es el otro dios que se marcha y se convierte en la estrella de la mañana.
Carlos Pellicer (Villahermosa, 1899), del grupo renovador Contemporáneos, es un poeta de imágenes, de sensualidades del trópico y de borrachera del mundo. Pero en ese entusiasmo a veces la noche le hace calmarse y pensar en todo lo que se pierde, en que no está mirando el mundo de verdad. Y entonces la noche se convierte en el deseo y en la nostalgia, como en tantas canciones populares (“Nocturno”, en el libro Hora de junio):
“No tengo tiempo de mirar las cosas
como yo lo deseo.
No tengo tiempo de mirar las cosas
casi las adivino.
Una sabiduría ingénita y celosa
me da miradas previas y repentinos trinos”.
Entonces la noche es una revelación, el descubrimiento de las adivinaciones, de los sonidos hondos de la naturaleza, del deseo que va más allá.
El “Nocturno de la estatua” de Xavier Villaurrutia (Ciudad de México, 1903, muerto en 1950), en el libro Nostalgia de la muerte, habla de una búsqueda desesperada en la noche, de la noche como inquietud y desvelamiento supremo, de perseguir las cosas que se van transformando, en un temblor de angustia metafísica, en un enfrentarse a la transformación incesante de las cosas que no pueden atraparse:
“Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera
y el grito de la estatua desdoblando la esquina.
Correr hacia la estatua y encontrar solo el grito,
querer tocar el grito y solo hallar el eco,
querer asir el eco y encontrar solo el muro,
y correr hacia el muro y tocar un espejo”.
La noche es el momento de la revelación, de salir de la existencia inauténtica como decía Heidegger, de enfrentarse a la soledad radical (y los mexicanos son pura soledad, según decía Octavio Paz):
“Hallar en el espejo la estatua asesinada,
sacarla de la sangre de su sombra,
vestirla en un cerrar de ojos,
acariciarla como a una hermana imprevista
y jugar con las fichas de sus dedos
y contar a su oreja cien veces cien cien veces
hasta oírla decir: estoy muerta de miedo”.
Salvador Novo (Ciudad de México, 1904), otro de los Contemporáneos, mezcla el cinismo con la tristeza, el vanguardismo con los recuerdos de infancia. En su libro Nuevo amor hay un poema titulado “La renovada muerte de la noche”. Se imagina la noche como un yacer muerto en la cripta de los familiares, rodeado de pensamientos y de palabras escapadas de los libros, con latidos supervivientes y una decepción absoluta. La noche es ese territorio de lucidez y nostalgia y de pensar en todo lo que falta y en lo que es imposible. El mejicano con sus ansias de vivir roncas por encima de todo se queda como un ascua invencible de dolor y sarcasmo en la noche. (Tal vez era de noche también cuando Agustín Lara le escribía esas canciones de amor escalofriantes a Dolores del Río, que no le hacía caso porque era feo, o porque tenía que seguir a seres desgarradores como Orson Welles). Salvador Novo en la noche se acuerda de esas verdades irreductibles en la intensidad del tequila:
“Y en esta cripta de familia
en la que existe en cada espejo y en cada sitio la evidencia del crimen
y en cuyos roperos dejamos la crisálida de los adioses irremediables
y en los ahorcados que penden de cada lámpara
y en el veneno de cada vaso que apuramos”.
Y me acuerdo de aquella noche con iguanas en que Ava Gardner y Richard Burton han tenido que refugiarse en un monte en las afueras de Puerto Vallarta para saber todo lo que dicen la noche y las iguanas delirantes. También allí lo que ha escuchado Tennesee Williams es pura poesía de la jungla o de los mejicanos. José Emilio Pacheco escribía en “Como la lluvia”:
“En la noche mexicana
brilla entre la luz arcana
Nuestra Señora La Iguana”.
Y en “Noche y nieve” (de “Islas a la deriva”) intuye que la noche (como el deseo para Cernuda) es una pregunta inquietante que no tiene respuesta:
“Me asomé a la ventana y en lugar del jardín hallé la noche enteramente constelada de nieve.
La nieve hace tangible el silencio y es el desplome de la luz y se apaga.
La nieve no quiere decir nada: Es solo una pregunta que deja caer millones de signos de interrogación sobre el mundo”.
Y en “Los elementos de la noche” sabe que la noche es como el tequila que destroza las palabras y rompe todo lo expresable:
“La noche deja su veneno.
Las palabras se rompen contra el aire”.
José Emilio Pacheco creció en la bohemia Colonia Roma de México DF donde Jack Kerouac escribía sobre sus “México City Blues”
“[…] en la Genial Histórica Noche del Mundo,
gimiendo con su pequeño saxofón
los lleva al borde de la Eternidad”.
Murió en 2014 con el premio Cervantes en su sala de estar y sabía tanto de la noche como Luis Cernuda o como Jorge Luis Borges.
Octavio Paz, con su capacidad ensayística, con sus reflexiones lúcidas sobre México a la que compara con la Soledad y con la India, parecería un hombre del día, y así lo sugiere su famoso poema “Piedra de sol”, donde recrea la solaridad de las antiguas culturas, pero en su pensamiento hay ramalazos geniales de nocturnidad y de visión, que paradójicamente iluminan mucho mejor sus temas y le hacen concebir síntesis audaces y relaciones locas entre todo y todo. En su poema “Himno entre ruinas”, del libro La estación violenta, va contraponiendo la apariencia y el grito y la certidumbre del día en una isla con los recuerdos de noches en otros sitios, Teotihuacan, Londres, Moscú, lo presente con lo lejano, lo palpable y definido con lo transformado por la memoria o por el deseo, lo que está en letra normal con lo silencioso en letra cursiva.
“Cae la noche en Teotihuacan.
En lo alto de la pirámide los muchachos fuman marihuana,
suenan guitarras roncas.”
La noche puede ser esa vida escondida debajo de la vida, esa vitalidad trastornada, esa lucidez que encuentra otras raíces todavía más vivas o más roncas.
“¿Qué yerba, que agua de vida ha de darnos la vida,
dónde desenterrar la palabra,
la proporción que rige al himno y al discurso,
al baile, a la ciudad y a la balanza?”
La noche esconde interrogante ese secreto, esa proporción que mueve todas las cosas y se escapa con ellas. Y en la noche se esconde una lucidez terrible que lleva a la vida más allá de la vida:
“Nueva York, Londres, Moscú.
La sombra cubre al llano con su yedra fantasma,
con su vacilante vegetación de escalofrío,
su vello ralo, su tropel de ratas”.
Toda la celebración del día estridente en la isla se entrecruza con pensamientos incontrolables, con intuiciones, con honduras:
“Mis pensamientos se bifurcan, serpean, se enredan, recomienzan,
y al fin se inmovilizan, ríos que no desembocan,
delta de sangre bajo un sol sin crepúsculo”.
Y se supone que solo con esa noche escondida detrás del día, latiendo y nutriendo, puede estar pleno el hombre:
“Se reconcilian las dos mitades enemigas,
y la conciencia-espejo se licua,
vuelve a ser fuente, manantial de fábulas:
Hombre, árbol de imágenes,
palabras que son flores que son frutos que son actos”.
Así, el país que se considera super-solar es también el país de la muerte donde los esqueletos tocan la guitarra, el país de la fiesta y del desenfreno es también el país de la nostalgia, el país de la tragedia y la desolación es también aquel donde los revolucionarios mueren generando canciones, el país donde un día se arrancaron miles de corazones sangrando para ofrecerlos a los dioses carniceros es el país del dios que es un águila y una serpiente , símbolo de vitalidad chorreante , el país del feroz Tezcatlipoca es también el país de Topiltzin que se marchó un día harto de humillaciones y se convirtió en la estrella de la mañana en el firmamento o en una sombra por el mar que volverá algún día con la inmensidad (porque evidentemente no era Hernán Cortés, como los asustados aztecas creyeron), el país del sol aplastante es también el de la noche donde enronquecen las canciones y palpitan todos los hormigueos.
Imagen de portada: Centro Histórico de México. iivangm
¿CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO? : «Noches en los poemas de México». Publicado el 4 de julio de 2015 en Mito | Revista Cultural, nº.23 – URL: |
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