En la mitología del Tibet existen la Dakini, “diosas que bailan en el cielo”, que representan la vitalidad, el dinamismo y la gracia, al margen de los adustos dioses masculinos. En la literatura hay escritoras que representan eso mismo, y bailan en el viento, entre el cielo y la tierra. Y han tenido que luchar muchas veces contra las cerrazones y los prejuicios de las sociedades en que vivieron.
José María Bermejo publicó hace años una antología en español de la poetisa japonesa Akiko Yosano. Se titula “Pelo revuelto”, y ese título tiene un montón de sugerencias. En su país la llaman “poeta de la pasión”. Fue una rebelde que defendió la emancipación de la mujer y cantó al amor en versos rupturistas , lejos de las rigideces clásicas. La sola idea de soltarse el pelo, de dejar el pelo suelto y libre, fue una osadía en Japón a principios del siglo XX.
“De los innumerables escalones/ que conducen a mi corazón/ el subió tan sólo/ quizás dos o tres”. El amor es una escala, un as-censo, hasta llegar a lo más íntimo, a las buhardillas donde se dan las revelaciones más apasionadas. Y requiere pasión y audacia.
En un poema bellísimo, Yosano habla de entrar en los sueños de alguien. “Puedo entregarme a él/ en sus sueños/ murmurándole sus propios poemas/ al oído/ mientras duerme a mi lado”. El estar dormido al lado de alguien en la noche es como fervor y apasionamiento, es la forma de llegar a alguien de verdad, de vivir con él lo supremo. Igual que la luna con Endimión, o el caballo con la mujer de Fussli, la amante entra en los sueños del amado y toca su intimidad más secreta.
El sentir incontrolable llega con la noche. En un poema culminante dedicado al crepúsculo se asoma todo lo anhelado: “¿Será porque siempre anhelas, corazón, / que siempre enciendo una lámpara/ en el naranja del ocaso”. La lámpara es el alma y se enciende en el mundo naranja, que es el mundo apasionado. Y de repente llega lo prodigioso. “Viniste al fin, y por eso/ dejé ir a las libélulas/ que conservaba cautivas/ entre mis cinco dedos/ este atardecer de otoño”. Como se liberan las libélulas escondidas, así se libera el corazón. Y tal vez el amante entonces suba de golpe los innumerables escalones que llevan al corazón de la amante.
María Luisa Bombal es una escritora chilena que escribió “La amortajada” y “La historia de María Griselda”. En la primera una mujer muerta evoca con sutileza todas sus frustraciones, todas sus ansias soñadas. La segunda nos habla de la tragedia de una mujer increíblemente bella que vive en una soledad terrible, solo la narradora la ama de verdad. Se centra en las mujeres y todo cuanto han tenido que callar. Como han tenido que guardarse sus sueños, sus sensualidades, sus deseos de una vivencia más plena. Como se ven sujetas a los dominios y los despistes de los hombres. A menudo han de refugiarse en los sueños o en los pequeños detalles evocadores.
En “La última niebla” una de estas mujeres se despierta de pronto en mitad de la noche. Se levanta y sale a las calles, la ciudad está envuelta en niebla. Encuentra a un desconocido y lo sigue hasta su casa. Los dos intuyen mutuamente lo que desea el otro, su pasión delicada se desborda sin aspavientos. Y viven una noche de plenitud, se poseen el uno al otro completamente. Después ella vive de ese recuerdo, lo evoca a menudo. Al menos durante una noche en su vida, mientras el marido no se enteraba, ella vivió algo verdadero. Se consuela con esa vivencia. Hasta que un día pregunta al marido si la vio levantarse una noche de niebla y salir a la calle. Y él le dice que ella nunca se levantó ni salió a la calle, que nunca la ciudad estuvo envuelta en niebla. Probablemente lo soñó. Pero esa noche imaginada es la que ha hecho vivir a esa mujer. La que le ha dado su entusiasmo, la ha manifestado, ha servido de refugio a su ser más íntimo.
Cuando oye la aclaración, la mujer se sume en la angustia. Todo fue una fantasía. Su vida se ha estragado de verdad, ha permanecido irrealizada, como ocurre tantísimas veces. Pero de todos modos, por medio de aquella ensoñación, ha conseguido al menos decírselo a sí misma, en su soledad irreparable.
Y ello lo cuenta María Luisa Bombal con una sensibilidad que repasa cada movimiento secreto, la resonancia de cada gesto, el perfume de cada mueble, en las soledades inmensas del campo, en lo nebuloso de las ciudades. Todo es intimidad aspirada , cada palabra es como un frasco y suelta su perfume más secreto en la noche.
Caroline von Gunderrode, a principios del siglo XIX, amó a un tipo convencional y ceñudo que no se la merecía, que se vio desbordado por ese amor y no supo vivirlo. Vivió una amistad muy intensa con Bettina Brentano (que noveló Javier García Sánchez en “Última carta de amor de Caroline von Gunderrode a Bettina Bretano”). Y en su corta vida escribió poemas apasionados que nos abren la vida.
Uno de ellos se titula “El beso en sueños”. “Un beso me ha saciado, inspirándome vida, / y ha saciado el más hondo anhelo de mi pecho. /Y los sueños estaban tan repletos de vida/ que por eso yo vivo mirando siempre sueños”. La vida que falta en la realidad se refugia en el sueño. Los sueños son el rescate de nuestra vida robada. Caroline se vuelve al sueño porque solo en él es ella misma. Se muestra “mirando sueños”, mirando lo que de verdad nos dice quienes somos.
“Y puedo despreciar brillos de otros placeres/ porque solo la noche sopla tan dulce bálsamo”. El día es represión, encierro, convencionalismo. Normas sociales, representación ante los demás, falseamiento. Solo en la noche nos recuperamos. Solo en la noche, cuando nadie nos mira, cuando no tenemos que representar ningún papel, cuando nos liberamos de frases y conceptos, podemos recibir la brisa esencial.
“Ocúltame, ojo mío, de los soles terrestres/ Envuélvete en la noche, que tu deseo sacia/ y cura tu dolor, cual agua del Leteo”. La noche es aliada del deseo, rompe los límites como el deseo . Los soles terrestres nos falsifican, hay que buscar otros soles que no son limitados. Hay que buscar el olvido que es el apartarse de todo, como quería Cernuda. Dejar la vida convencional que uno representa y volver a lo esencial. Y el olvido, en el caso de Carolina, es también la muerte. La noche definitiva que ella buscó a los 25 años porque en la Día todo eran impedimentos para vivir plenamente.
El poema “Eco” de Georgina Rossetti habla de un encuentro en mitad de la noche, en lo más aquilatado de todo, donde se ve la identidad más secreta. Dos secretos se encuentran en lo más secreto. Hay un encuentro de dos identidades ocultas en el ámbito más sintetizado o más intocable o lo más escondido. Son dos seres en los sueños o dos espectros en la muerte : “Pero ven a mis sueños, y así viva de nuevo/ mi vida verdadera, aunque esté muerta y fría”.
“Vuelve otra vez en sueños, para que pueda darte/ latido por latido, aliento por aliento”. Es el encuentro de latidos, de alientos. La unión de las últimas intimidades. Lo más escondido de lo más escondido, lo que se revela detrás de lo ya revelado. El latido es el símbolo más depurado de la vida, se trata de latir. Y el silencio de la noche hace que se perciban esos latidos sin estorbos.
La lejanía significa purificación, como la leyenda, como el recuerdo. Lo vivido se ha convertido en memoria, es decir, en in-tensificación. Lo que parece imposible en el presente lo vivimos en la memoria. Como los amantes que recorren el palacio del pasado en “El año pasado en Mariembad” .“Habla bajo y acércate / como en aquellos tiempos, amor, ya tan lejanos”.
En el poema “Los trabajos y las noches” Alejandra Pizarnik muestra con palabras desatadas una búsqueda apasionada en la noche. “He sido toda ofrenda/ un puro errar/ la loba en el bosque/ en la noche de los cuerpos”. Se ofrece completamente, quiere dar todo lo que hay en ella. Se muestra como una pura búsqueda, sin aditamentos, sin paliativos. Y se proclama salvaje y solitaria: una loba en el bosque. En el bosque, en lo más denso, en lo más radical. Y hecha un ser salvaje, un ser solitario, un ser sin palabrerías.
Y se encuentra en la noche de los cuerpos. Es decir, cuando los cuerpos se enseñan radicalmente, cuando se desnudan del todo, cuando muestran lo más oscuro que hay en ellos, cuando no caben en definiciones ni en palabras. Ni tampoco en prejuicios ni en doctrinas ni en los trajes de chaqueta de las distintas sociedades. En la noche de los cuerpos, ese silencio radical, ese confesarse de los cuerpos, de lo carnal, de lo no conceptual, en toda su ternura, en toda su sensibilidad, en toda su vulnerabilidad. La palabra cuerpo suda todas sus connotaciones, y también la palabra noche. Y juntas estallan en una tormenta de significaciones.
El cuerpo se opone al concepto, al intelectualismo vacuo, al doctrinarismo. El cuerpo es el tocar y el sentir. El cuerpo es lo que puede herirse pero también lo que puede glorificarse. El cuerpo suele estar escondido pero se desnuda en la noche.
Ursula K. Le Guin es una de las más potentes ensoñadoras de la literatura contemporánea. Su mundo de Terramar tiene un vigor y una convicción extraordinarias y se queda en la cabeza como cualquier mundo real. Nos lo creemos totalmente, está lleno de detalles y de coherencias secretas. Su ensoñación no es puro capricho, sus creaciones huelen a verdad.
En uno de sus primeros libros, “El mundo de Rocannon”, nos encontramos en un mundo futuro, en algún lugar del cosmos, con ingentes adelantos científicos y tecnológicos. Es curioso, siempre nos imaginamos los mundos futuros como mundos de pura tecnología, donde solo habrá científicos. A nadie se le ocurre inventar escritores locos y bohemios en mundos futuros, o mujeres enigmáticas y contradictorias, o borrachos angustiados.
Pero Ursula K. Le Guin sí lo hace. En ese mundo de supertec-nología algunos sienten nostalgia de la belleza que no crea la ciencia, de la vitalidad entusiasta que la técnica no fabrica. De la caballerosidad, las luchas por la libertad, la nobleza de los sentimientos. Del mito y del símbolo. Consideramos que el mundo de la ciencia es superior al de la poesía, la novela y la magia ; pero la ciencia nunca sustituirá lo que nos da la ensoñación y la literatura. Digamos que son dos maneras de enfocar la realidad : se puede mirar a una mujer hermosa como una agregación de órganos y vísceras o como una mujer hermosa.
En un museo se guarda una joya bellísima como testimonio de una de las culturas del universo que los técnicos clasifican. Rocannon, el encargado del museo, se desplaza interesado a ese reino. Es un planeta donde reina una mujer de extraña elegancia , de modo liberal para sus súbditos, defendida por caballeros que la aman con pasión. Es un reino de tolerancia y de belleza, depositario de extrañas sabidurías y de legados guardados en leyendas.
Pero ese reino se ve amenazado por unos invasores brutales y represores, fanáticos e intolerantes. Rocannon acompaña a una expedición a la región del sur de donde proceden los invasores. Es una expedición peligrosa, llena de peripecias y de pequeñas victorias, donde no le valen sus conocimientos técnicos. Y admirará en sus compañeros la generosidad, la abnegación, el sentido de la amistad, la lealtad, la devoción por su reina, el recuerdo de bellísimos palacios donde se desplaza esa reina que es la depositaria de infinitas memorias. Le Guin traza una geografía grandiosa, llena de contrastes y de sorpresas, describe varios climas, desiertos casi imposibles de cruzar habitados por criaturas de pesadilla, regiones nevadas, montañas inaccesibles, bahías olvidadas con barcos increíbles. Los expedicionarios son asediados por fieras inauditas, por aves de rapiña que los acosan, por agresores fanáticos, por desesperaciones.
Por fin llegan al territorio enemigo, de donde surgen los inva-sores brutales. Es un reino de la fuerza y la degradación y el poder brutal, que amenaza al reino hecho de belleza y sugerencias y leyendas antiguas, regido por una Dama evanescente que provoca en Rocannon una amistad apasionada. Y éste siente un amor encendido por sus nuevos amigos que hablan en lenguaje poético, que no conocen sus adelantos técnicos ni su jerga científica, que ignoran sus aparatos de destrucción, pero que están llenos de vida y de creatividad. Y siente una nostalgia invencible por ese mundo y por sus valores y por sus verdades.
Toda la poesía de Emily Dickinson está llena de pasión misteriosa y de turbulencia interior. Hay un poema-fragmento en que destaca especialmente la noche como un revelarse y desatarse. No hay que ser una casa para estar encantado, dice. El estar encantado alude a la presencia del encanto, el espíritu, el alma, el interior misterioso. Las casas encantadas son las casas que tienen encanto etimológicamente, que tienen un soplo, que tienen gracia en el sentido profundo. Y nosotros somos esa casa. En el cerebro hay corredores que sobrepasan con mucho a los pasillos materiales. También santa Teresa de Jesús sabía eso muy bien.
Pero es a medianoche cuando esas presencias que están dentro de nosotros olvidadas, como los espectros en las casas encantadas, se muestran intensamente. Es más seguro, dice la poetisa, hacer frente a un fantasma exterior a medianoche que encontrarse con el frío huésped dentro de nosotros. ¿Quién puede ser este huésped, este invitado, que aparece provocando miedo en nuestros pasillos? ¿Quién es este extraño? ¿Es lo Desconocido que siempre está debajo de nuestras certidumbres? ¿Es lo divino que siempre está detrás de nuestros pensamientos ? ¿Es lo más remoto de nosotros? ¿Es el Ser de Heidegger que se manifiesta en las experiencias profundas, cuando salimos del Man y la existencia inauténtica, y que nos provoca lucidez y angustia? ¿Es el Dios de temor y temblor de Kierkegaard?
El cuerpo toma prestado un revólver, sigue el poema, cierra con candado la casa. Podemos parapetarnos contra lo que viene de afuera. Pero olvidamos un espectro superior. Emily Dickinson dice superior, no interior. Está teniendo una visión de algo que la supera. Se esbozan los ángeles de Rilke tal vez, las dimensiones más profundas de la existencia, lo invisible que se hace casi visible. Y al final dice: o más. El poema acaba así, de modo ambiguo e indefinido, con un final cortado, como muchos de sus poemas, porque Emily Dickinson se desarrolla en el fragmento, en el fogonazo. “O más”: las palabras ya no saben continuar, o se quedan paradas delante de lo que se avecina.
En su libro “En una desierta orilla” Kathleen Raine siempre está hablando de experiencias grandiosas en un pasado mítico, de iluminaciones que nuestros sentidos limitados nos impiden tener, de transformaciones incesantes de la vida profunda, de encuentros amorosos que nuestras limitaciones nos impiden alcanzar, de paseos infinitos en las playas de Escocia, de antiguas realezas que se adivinan en coronas gastadas en mitad de la arena.
En un poema la noche es la divinidad que está por encima de todo y lo perdona todo. Es la que nos protege poderosamente contra nuestros errores y nuestros prejuicios. Y estamos en sus brazos. Y nadie puede caer de ellos. La noche lo supera todo y nos abre todo. Y siempre lo perdona todo. Es la más abierta y la más acogedora.
Le llama: “Refugio de pecadores”. Se identifica en la simbología cristiana con la Virgen María. Y es tan infinita que siempre hay algo en ella para nosotros hagamos lo que hagamos. Está por encima de las doctrinas y prejuicios que convierten tantas acciones en pecado. La noche va más allá de la moral en su sentido más antivital.
Y dice: “Las misericordiosas estrellas hacia nosotros/ desde su altura destellan”. No les importan nada nuestras mezquindades, les da igual todo lo que digamos y lo que pateemos. No les importan un pimiento nuestros conceptos ni nuestras doctrinas. Ni nuestra moral ni nuestra mala conciencia. Los doctrinarios pueden perseguirnos con sus complejos de culpa y sus prohibiciones, pero la noche con sus estrellas resplandecientes siempre nos absuelve, nos apoya siempre.
En “Ariel” Silvia Plath se siente como el ángel de Shakespeare y como una leona de Dios. Pero el poema que más muestra su vitalismo es “ Los bailes nocturnos”, en que la poetisa baila con su niño en la casa.
El poema habla de todo lo ligero y aéreo que puede perderse, las sonrisas que caen por la hierba, los brincos, las espirales, el aliento del niño. Pero apunta que recorrerán el mundo para siempre. Es la gracia que surge y que no puede marcharse, igual que los dormires del niño y los olores a hierba. Los pétalos se calientan, las flores se presentan con el mismo encanto en la noche a la llamada del baile, que parece despertarlo todo.
Habla de los cometas de los espacios, como los gestos desenfadados del niño. Todo parece volverse aéreo y cósmico, animado y ligero igual que los cometas, al conjuro del baile. El universo entero parece estar lleno de ritmo y de música.
De pronto todo parece estar lleno de gracia, de espíritu, parece perder el peso, y se hace como un regalo. Así como los cristianos conciben la gracia de Dios, el derramarse de lo divino por nosotros, así poéticamente se derrama el cosmos por el poeta durante la noche. Entonces todo parece un don, todo tiene algo que ofrecer, todo pierde su fastidio y su opacidad.
Silvia Plath se pregunta: ”¿Por qué me son dados /esas luminarias, esos planetas,/ que caen como bendiciones, como copos?
Imagen de portada: Akiko Yosano
¿CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO? : «Mujeres que bailan en el viento». Publicado el 15 de mayo de 2015 en Mito | Revista Cultural, nº.21 – URL: |
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