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Mito | Revista Cultural
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Lucía Berlín, en aquel hotel

Por Antonio Costa Gómez el 2 noviembre, 2019

Algunos hoteles tienen libros para los huéspedes, pero suelen ser best sellers, guías de viajes antiguas, cosas así. A veces la Biblia. Pocos tienen libros en las habitaciones. Pero aquel hotel de Ronda tenían los cuentos completos de Lucía Berlín. Ahora también tienen un libro mio, yo lo dejé allí.

Te abordan con que Lucía Berlín fue mujer de la limpieza, con que su rostro tuviera encanto en una fotografía fumando. Parece que va a convencerte. Fue muchas cosas: mujer de la limpieza, trabajadora en una clínica de urgencias, profesora particular, profesora pública, niña bien, hija de diplomáticos, divorciada que tiene que atender a sus hijos… A mí me parece más sugerente que un curriculum académico. Parece que ha vivido, que no ha gastado el culo en un sillón. No garantiza que sea buena escritora, pero sí promete algo de frescura, de viento de vida en los libros.

Pero tampoco era ninguna aficionada, sabía de sobra en qué consiste la literatura. Conocía lo que se puede hacer con las palabras. Y no porque fuera a talleres literarios, yo no creo en ellos. Pero, desde luego, escribir para ella no era ningún hobby de fin de semana. Es una escritora-escritora, no una limpiadora que escribe, aunque alguien quiera vendernos eso.

Trata con soltura las frases. Encuentra los tonos. Te habla con desgarramiento, con desparpajo.  Le da fluidez al estilo y, al mismo tiempo, contundencia. Sabe qué hacer con nosotros. Las palabras se apoderan del mundo, le dan una atmósfera. Habla con ironía y con cierto toque de lirismo. No se hace ilusiones falsas con nada. Habla como si no la engañaran, pero al mismo tiempo la vida para ella tiene encanto. Lo bueno no es que fuera limpiadora o tantas otras cosas poco heroicas o académicas, lo bueno es que haga literatura con eso. Que te condense esas cosas y haga un aguardiente con las mañanas cotidianas. Que nos parezca interesante, simplemente, esperar a que se seque la ropa en la lavandería.

Y nos demuestra que escribir es una salvación. Puede escribir de manera fluida, seca, sensible. En cualquier caso, la vida parece interesante con ella, como hacen los buenos escritores. Tengo que reconocerlo, me gustó su aspecto: tenía cara de escribir bien. Con esa mirada mezclaba el encanto y el desparpajo. Tenía cara de aguantarlo todo y de sacar algo denso con todo. Y me acompañó durante 50 páginas.

Claro, después la he leído más veces, con más atención. Me he leído casi todos los cuentos que publica Alfaguara en Manual para señoras de la limpieza. Y he de reconocer que me seduce. Tiene soltura y tiene gracia. Tiene densidad y tiene textura. Me gusta como habla de un indio que le mira las manos en la lavandería. Se fija con lucidez en los gestos. Establece amistad con las personas casuales, con las actividades. No todo tiene que ser el amor de tu vida, pero todo suelta un licor.

Me gusta como habla de las personas que aparecen en la clínica de urgencias. Lo extraños que parecen todos. Y de repente aparece casualmente el amor perdido que tuvo un día. Siempre hay un toque de nostalgia, de que la vida es un montón de oportunidades perdidas. A veces aparece un relámpago trágico, un asomo de plenitud imposible, un destello de romanticismo borroso. Pero por si acaso ella saborea la vida en sus momentos. Arrastra su mirada por todo. Uno siente como está mirando las cosas, con rapidez y al mismo tiempo con atención.

Dice que estudió con Ramón Sender en Albuquerque, pero no hacía más que reñirle. A menudo, llegados a un punto, uno tiene que romper con los maestros, uno tiene que encontrar su propia vida. Me gusta como retrata Nuevo México, ese lugar desolado y fascinante que aparece en las series televisivas de calidad de Vince Gillighan. Y ella también le saca el jugo.  Nuevo México se parece a su estilo, con sequedad y con viento extraño. Con imágenes humildes y con presencias de los indios. Con retamas y viento y ciudades sin pretensiones.

Así escribe ella, sin que parezca pretenciosa. Pero con sabiduría y audacia. Sabe dar el toque justo, sabe qué palabras recogerán un ambiente. Sabe qué escoger de una historia. Toca una especie de música, pero no pretende hacer sinfonías. Y en ese descreimiento está su fuerza. Escribe como una limpiadora, pero como una limpiadora que ha luchado con las palabras.  Por eso también quizá sabe como limpiar las palabras

Sus consejos a las limpiadoras son irónicos y entrañables. Se burla de las progres que pretenden tratarlas de modo especial. Se burla de todos los clientes maniáticos. Nos cuenta que roba pequeñas cosas. Nos habla de la desolación de las casas de los muertos que hay que limpiar para la venta. Me resulta camusiano o de un lirismo estropajoso esa escena en que contempla como lloran dos hermanos por su padre muerto y no la dejan hablar. Ella está apartada, aprende cuál es su lugar. Pero saca mucho partido de su lugar

También saca partido de todos los oficios que observa. De los amores y amistades que se le cruzan en el camino. De las progres bienintencionadas que no saben tratar a sus protegidos. De las monjas que meten prejuicios infernales a las niñas. De los vagabundos que inyectan experiencias celestiales a las viudas.  De los abuelos que asombran con sus manías a las nietas. De esa América de carreteras donde se cruzan miles de personajes solitarios y un poco absurdos en medio de las luces de neón. A veces, recuerda de lejos a Edwar Hopper. Pero ella no se detiene tanto en los escenarios. Sabe que su mirada tiene que ser algo pasajero o no será nada. Para que diga mejor lo que sueltan las cosas.

Me sedujo en el hotel de Ronda. Me sedujo primero por su manera de coger el cigarrillo en la portada… Por su mirada llena de encanto en que decía que nadie la embaucaría, que sabía de qué iba la cosa. Luego me sedujeron sus cuentos, en ellos también sabía de qué iba la cosa. Pasé unas horas intensas con ella en el dormitorio. También eso parece propio de sus cuentos. Tal vez es propio de Estados Unidos, de Nuevo México. Ella sabe español y sabe que Estados Unidos es tierra de contubernios de culturas, de encuentros en las carreteras. Y ella y yo nos encontramos en un hotel. Y le dije: volvamos a vernos.

Tuvimos un buen encuentro en aquella habitación, Lucía. Empezamos una buena amistad. Y aprendí bastante de ti.

EscritoraLucía BerlínReseña
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Antonio Costa Gómez

 

Nacido en Barcelona en 1956, se crió en Galicia desde muy pequeño. Estudió Filología Hispánica e Historia del Arte y hoy es profesor de Literatura en enseñanza media. Ha publicado libros en todos los géneros literarios: ‘Revelación’, ‘Delirio del fuego’, ‘El tamarindo’, ‘Las campanas’, ‘La reina secreta’, ‘La seda y la niebla’, etc. con los que ha sido galardonado con numerosos premios: la Estafeta Literaria en 1976, el del Ministerio de Cultura en 1981 o el de Amantes de Teruel en 1985. Con ‘Las campanas’ llegó a la última votación del Premio Nadal en 1994 y del Premio Planeta en 2001. Colaborador en más de una treintena de diarios y revistas, ha viajado por los cinco continentes.

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© 2019 MITO | REVISTA CULTURAL. Prohibida la reproducción total o parcial del contenido protegido por derechos de autor. ISSN 2340-7050. NOVIEMBRE 2019.

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