Mi abuelo echa a caminar todos los días a la siete de la mañana desde que está jubilado. No han de quitarle mérito alguno a esto, yo por ejemplo llevo sin despertar antes de esta hora desde que la universidad me lo permitió. Si se trata de voluntariedad, en nuestra defensa diré que nosotros sí que hemos caminado a esta hora más de un día, no con tanto rigor y serenidad que mi abuelo, aunque con el esfuerzo y la pesadumbre de una noche movidita. Él pasa todas las mañanas por delante del cementerio, cuya alameda rebosada de pinos parece haberse quitado el pijama fúnebre y sentencioso para saludarle con una sonrisa luminosa de rayos, que hasta le ciegan la vista y tiene que proteger con un sombrerillo clásico. A nosotros, en cambio, nos dicen “¡buenos días!” las calles brillantes de relente y una infinidad de coches con cuatro ruedas. Mi abuelo no se cansa, ni desiste, ni se aburre, y por eso su voluntad es y la nuestra no, que nos dormimos, maldecimos e incluso vomitamos. Yo me divierto con él porque la parsimonia de sus paseos matutinos sostiene sus historias de la guerra y la posguerra, del hambre y del ayuno, de su campo y su cortijo, de su frio y su calor, de su trabajo. A él lo despertaba su Negrín -cuando el pobre animal aún vivía- a las cuatro y media de la noche; la patita del perrillo acariciaba su mano caída y juntos salían al silencio oneroso del madrugador. ¡Qué lealtad y firmeza tienen estos animales! Por más que les miro y les hablo inútilmente, no soy capaz de explicarme por qué. La lealtad, en aquel entonces, era la libertad de dejar correr a Negrín por entre los trigales parduscos del verano y por entre arbustos, encinas y malas hierbas del otoño. Negrín no desobedeció nunca porque jamás tuvo un amo en mi abuelo, sino un cómplice, y ambos se alimentaban de lo poco que daban las gallinas, las cabras y los cerdos. Esto es voluntad inocente, que nace instintivamente en las existencias humildes y placenteras, naturales. Y por eso esta voluntad es fuerte y curtida y la nuestra no, que es intermitente, irregular y mínima. Por ello no somos cómplices más que de nosotros mismos, y nos miramos y nos queremos, pero no nos ayudamos, dejando rodar nuestro mundo falsificado, burdo e inconsciente de ello.
La gracia del vivir es, según parece, que uno está cuando vive y deja de estar cuando muere. Sin embargo, mi abuelo y yo nos figuramos que también puede ser del revés, porque como él lamenta, uno no vive a no ser que sea el Rey, y si no se vive no se está, y como en algún momento se ha de estar, pues creemos que será cuando uno pille la nave que nunca ha de tornar. Decía Gabo que la vida podía ser una ocasión única de voltearse en la parrilla y seguir asándose del otro costado por noventa años más. Mi abuelo tiene cerca de ochenta y cuando esto le dije, soltó una carcajada muy campera y me respondió con que ese señor estaría muy quemado y que seguramente habría fallecido ya. Le contesté que quizá por estar tan quemado querría el hombre asarse por el otro lado. A mí no me preocupa especialmente lo que nos estén preparando después de la muerte, aunque igual no es nada, pero si así es, ya hay algo. La inanidad es algo, tal vez lo de siempre, lo del vivir. No piensen mal, no quiero parecer nihilista ni nada de eso, pues cuando le propuse a mi abuelo lo de que no somos nada ni nadie existe, me vino a dar un coscorrón y me dijo que espabilase, que yo he tocado a una mujer al igual que él y sabía lo que se sentía. Claro que he tocado a una mujer, y la he acariciado y disfrutado, pero también he acariciado y sentido en soledad con el mismo resultado. Sin embargo, no soporto la idea de asemejar un acto solitario con uno acompañado porque uno nunca anhela los momentos en los que únicamente reina su propio protagonismo, y por esto me digo y me repito constantemente lo que es la memoria para una persona. En esto si coincido con mi abuelo, ambos creemos que la memoria es compañía, y al recordar uno estas compañías vitales es cuando le viene realmente el espíritu sensible y su existencia se transfigura en la mente (mi abuelita moza y chispeante, en los pórtales y en las frescas veredas que trae la primavera, respirando el aire de la orilla; mi abuelo la recuerda así, tan sumamente feliz, porque no es ningún Donjuán de los de ahora). Son momentos que quedan guardados en la memoria bajo la llave del recuerdo, aunque en ella no se permite el acceso a todos los momentos vitales, solo a aquéllos que cuando sean evocados afirmarán la “razón” de la existencia, o su desazón. Uno guarda los momentos con el amor y no con la burda imaginación solitaria. Quiero así creer en la idea de que la memoria es nuestro ente sensible, por no creer en la inanidad de estar, en la que uno, in situ, solo es capaz de sentir el tacto físico del cuerpo, pero no alguna clase de emoción o sentimiento, y que este solo emana cuando se indaga en el recuerdo, cuando pensamos anheladamente. Que estas memorias son las que nos despiertan intuiciones, instintos y emociones, pero que no las sentimos, solo las pensamos porque todo está ahí arriba. No obstante, sospecho que esta idea es solo una excusa para no afirmar la creencia en la torpeza existencial en que nos hallamos y su inanidad persistente, peligrosa y religiosamente inocente.
No me divierten los hombres acribillados y desangrados, que son todos. Estos son hombres disecados, ya insustanciales, cuya alma y conciencia fueron violadas con el primer sol de su existencia y de la existencia de todo. Hombres pertenecientes a la trivialidad huera, esto es, cuando lo trivial pierde su significación de tribu y la significación de vulgar, popular y ordinario mata a la primera; que aún en tribus el hombre conservaba algo de honorabilidad y verdad. No nos divierten, por tanto, los políticos, los institucionalistas, los periodistas de oficio, ni cualquiera trivializado maquinalmente y acribillado por mensajes simbólicos de los mass media y su evolución internauta. Estas instituciones comunicativas serán cabeza de turco de la creación de una insustancialidad terrenal porque son la panacea de la simulación. Estos elementos se han encargado de generar un caos disfrazado de orden y cotidianeidad, avalados, impulsados y nutridos de unas instituciones sociales utópicas, que por ser sociales vienen a estar y constituirse en cimientos de valores y conceptos inmateriales, fruto del imaginario colectivo y la opinión pública. Esta opinión ha sido alimentada, desde sus primitivos orígenes, con el pan de la necesidad práctica. Estas instituciones, formadas por todos y cada uno de nosotros, han acribillado al individuo con plagas de ideas que han creado valores y significados sociales, pero que genealógicamente son inexistentes. Hemos creado la obligación de la necesidad, cuando la necesidad no es obligada, sino instintiva. La necesidad de alimentarse, de vestirse, de trabajar, de reír, de soñar, de amar: vivir. La necesidad es instintiva en cuanto que hay que comer, no hay que pasar frio, hay que calmar las exigencias corporales, hay que dormir, en definitiva, sobrevivir. La necesidad se ha reinventado para ser comercializada, adquiriendo el atributo de obligación, pero es esencial recordar que toda obligación fue antes pactada. Así, una engañosa necesidad estructura nuestra vida en sociedad, en la que tejemos terrenos de juego construidos con simulacros. Ya no se trata solo de la simulación continua de las ideas aprendidas que, como sentenció Baudrillard, constituyen nuestra falsa hiperrealidad. Merced de los elementos de comunicación actuales, nos sumergimos profundamente en una hiperrealidad recreada e infinita, auspiciada por el hombre, un ser masoquista involuntario que sin saberlo (o a sabiendas, depende) se engaña cuando se comunica con signos comunes. Somos creadores de nuestra propia realidad existencial, mientras más la creamos, más falsa e insustancial nos ha de resultar. No puede quedar ya nada de nuestra primogénita alma. Esto se hace más evidente cuando observamos el doble espíritu objetivista del individuo: de un lado, el objetivismo como meta que alcanzar. Como aquel político de turno cuyo sueño es ser el Presidente, un objetivo utilizado para dar sentido a la vida, cuando verdaderamente la vida del politicucho carece de sentido alguno. A esto llamaremos falso pragmatismo, puesto que el único objetivo de la vida, en el caso que esta existiera, sería la muerte. No hay otro final, ni del yo ni de la historia. De otro lado, el objetivismo capital, el empeño por traspasar nuestra inexistente alma a objetos, lo que Baudrillard denomina objetivización del ser, por ejemplo, ese aletargado capricho eclesiástico por dotar de divinidad a la materia. Al final, el objetivismo -de All Star y Champions o de capilla y sotana- conforma al hombre masoquista involuntario, que al exponerse al resto de hombres iguales, se transforma en hombre disecado: un hombre que inconscientemente va quemando su vida a golpe de horarios, de desayunos repetidos, de pasos prestos, de volantazos y frenazos, desintegrando así su vida natural e instintiva, su viveza. En este mundo hiperreal, las instituciones mediáticas y, dentro de ellas, las políticas (formadas igualmente por hombres disecados), son la cumbre de la simulación, en cuanto a su función creativa de símbolos que penetran en la opinión pública. Símbolos insustanciales por supuesto, que agitan y aceleran las relaciones entre individuos ayudando a conformar nuevas formas de vida ultrasimuladas. El poder simbólico que presentan tales instituciones, por el que sobreviven encumbradas, no es sino la explotación concienzuda del instinto visual y el instinto de cobardía del hombre: un individuo que se muestra fotográficamente (visual) y en repetidas ocasiones en una posición en la que puede ser observado por la mayoría como ente superior y privilegiado (cobardía). Por ello, el poder simbólico puede disfrutarlo cualquiera, aunque, poderoso o no, harán y existirán para lo mismo, en definitiva: para no existir.
—¡Agua para el buey y vino para el rey! —Me dice mi abuelo de una forma muy elocuente, y yo me río con él y me río de la condición humana. Qué bruto es el hombre -me digo-, que pasan dos milenios y sus refranes no caducan, y más tratándose de este país tan mozo en su constitución y tan vetusto en su mente. Pero mi abuelo no es ningún sabio de esos que usan palabras escondidas, ni yo soy quién para decir si lo es o no. Mi abuelo tan solo es (en caso de ser algo) un hombre que hizo de la inanidad primitiva de la sierra, su campo y su casa, de la mocedad pura de una mujer, mi abuela, y de la complicidad leal de dos supervivientes, una familia con esperanzas. Quizá a estas personas sencillas, honradas y machacadas entre hoces, cementos y astilleros la vida les haya mostrado ya mucho del sentido de la existencia, que tiene por capricho mostrarse muy diferente a los abundantes cantamañanas de cuna y toga que hoy colman los medios. Y que entre martillazos y golpes de calor o frio, ellos ya han meditado lo suficiente como para saber que en la vida, como en un arroyuelo, solo hay que dejarse llevar por la corriente que más nos plazca, y que si la corriente es o no verdadera es indiferente, porque la mar donde va a parar el arroyo, como la muerte, es infinita e inescrutable.
Imagen de portada: Los que nos divierten © Ania Lucero Ibisate
¿CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO? : «Los que nos divierten». Mito | Revista Cultural, nº 20. 12 de abril de 2015. URL: |
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