Género(s), sexo y gramática
Terminológicamente, no puede hacerse equivaler ‘sexo’ a ‘género’, ya que el primero refiere tanto a las diferencias biológicas entre machos y hembras como a las relaciones íntimas entre las personas, mientras que el segundo alude, por un lado, a la condición gramatical de masculino o femenino, y por otro lado, a la construcción sociocultural que se hace del sexo (en la primera de las acepciones indicadas). En estas distinciones semánticas puede encontrarse parte de los malentendidos a los que tanta tinta se ha dedicado en los últimos años.
No se puede pasar la oportunidad, en un número dedicado a las mujeres, de hablar de la forma en que la lengua española configura la percepción de las féminas a través de sus categorías gramaticales (y léxicas).
En efecto, el género gramatical en español es ese rasgo lingüístico que indica si una palabra es femenina o masculina. Para algunos se encuentra en la morfología, como cuando se opone gat-o a gat-a, de forma inherente a la palabra; mientras que para otros se encuentra en la sintaxis, es decir, la palabra es masculina o femenina porque aparece complementada por determinantes masculinos (el gato) o femeninos (la gata), respectivamente. En castellano, en concreto, hay dos géneros (y restos de un tercero en ciertos pronombres neutros como lo): masculino y femenino.
Parece evidente que no se debe confundir, pues, el concepto de género (gramatical) con el concepto de sexo (biológico), por lo que hemos de entender que si decimos los niños nos estamos refiriendo a niños y niñas, porque por cuestiones históricas de la lengua, el género no marcado es el masculino, por lo que el plural masculino incluye a los referentes de sexo femenino, pero no a la inversa, es decir, el género femenino, marcado, es exclusivo de este grupo, lo que viene interpretándose por ciertos hablantes nativos (y desde su respetable intuición lingüística), como una concepción masculina de lo femenino, es decir, una inexistencia absoluta de la mujer en el lenguaje… otra esfera más en la que se muestra la masculinidad de la sociedad.
En cambio, si decimos las personas nos estamos refiriendo a todos los seres humanos, pero no porque la inclusión se encuentre en el artículo femenino plural (gramaticalmente, no hay un genérico femenino, hoy por hoy, que abarque a hombres y mujeres), sino porque consta en el sustantivo mismo: el procedimiento en este caso es, pues, léxico, y no morfosintáctico (mediante el artículo).
A este respecto, no debería dejar de mencionarse, en la otra cara de la moneda, el argumento de una mujer germana que se quejó en su día de que en el artículo determinado alemán no había género (gramatical) propio de las mujeres, ya que el artículo die se emplea, en dicha lengua, tanto para el femenino singular (die Frau ‘la mujer’, der Mann ‘el hombre’) como para el plural genérico (die Frauen ‘las mujeres’, die Männer ‘los hombres’), algo de lo que, hasta ahora, parece no haberse quejado nadie para la lengua española con lo masculino (¿porque se da por sentado que ha de ser así: lo femenino sólo contiene lo femenino, pero lo masculino contiene lo femenino y lo masculino?), lo que deja entrever que cuando hablamos de género (gramatical) parece que estamos yendo mucho más allá de un simple análisis lingüístico y rozamos concepciones socioculturalmente construidas.
Efectivamente, la palabra “género”, polisémica ella, denota un significado mucho más complejo que el utilizado en gramática: también alude a la concepción social del papel de la persona en función del sexo atribuido sociocognitivamente, idea complejamente desarrollada en los últimos decenios en las ciencias sociales, como la sociología, la antropología o la psicología.
Tenemos, por tanto, que desde esta perspectiva, ‘sexo’ no es equivalente a ‘género’, independientemente de que también aquél haga alusión, además de a la diferencia biológica entre machos y hembras, a las relaciones íntimas que se dan entre las personas. Puede ejemplificarse esta diferencia si traemos a colación la tan (desgraciadamente) mencionada ‘violencia de género’, que no puede equivaler a ‘violencia de sexo’, parafraseable ésta por ‘violencia sexual’. En el primer caso, se efectúa la violencia (física, psicológica o sociosimbólica) contra la persona (generalmente, mujer) porque se entiende que está “incumpliendo” el papel que la sociedad le ha otorgado por haber nacido con el sexo (la diferencia biológica entre machos y hembras) con el que ha nacido. Si es mujer, y se efectúa violencia de género, se puede entonces entender, terminológicamente (y de manera extremadamente simplista), que se la está maltratando, por ejemplo desde una perspectiva tradicional, porque no le plancha el pantalón al marido.
La violencia sexual, por su parte, sería aquella violencia que tiene por objetivo la autosatisfacción sexual (normalmente, la masculina), independientemente de la voluntad de la otra persona (por lo común, femenina), a la que se acaba dañando psicológica y físicamente. La violencia doméstica no cabe, en realidad, más que en aquellos casos en que se da violencia dentro del hogar (¿incluiría este término la violencia infantil?), y cuenta con la peculiaridad de que oculta las diferencias establecidas en los roles de género (social), por no mencionar la reclusión al ámbito privado de una serie de actuaciones que son públicas, por forjarse en la esfera de lo social (la ideología de género NO es natural, sino que se aprende en sociedad, por lo que sus causas son modificables, y sus consecuencias, evitables) y porque, como consecuencia, se han de tratar desde la política pública, como un problema de conciencia ciudadana que atañe a tod@s, no desde la iniciativa privada de un solo individuo que ha de solucionar sus propios problemas en casa.
Y es que estas diferencias de género (social) no tendrían sentido si fueran neutras y objetivas, pero no lo son. Estas diferencias esconden luchas de poder simbólico que se plasman, entre otros sitios, en el lenguaje.
A este respecto, conviene resaltar varias ideas. En primer lugar, a la lengua no le ocurre absolutamente nada porque convirtamos una –o en una –a, y pasemos a ser filólogas, médicas o arquitectas, igual que al martillo no le sucede nada porque lo pintemos de blanco o de rosa.
Pero tampoco sufre la lengua si añadimos una –a a palabras como concejal, juez o profesor, o si con ella sustituimos la –e del participio de presente latino en términos como dependiente, cliente o presidente, de la misma manera que al citado martillo no le pasa nada porque le añadamos un mango de hierro o un mango de madera: su función sigue siendo la misma.
En segundo lugar, a quienes sí puede ocurrirles algo, expresado en frases del tipo “esto suena muy mal”, es a los hablantes, pero no a la lengua. Los hablantes son los que crean esas palabras porque sienten que hay una invisibilización de la mujer. Son también los hablantes los que deciden si aceptar los cambios propuestos por otros hablantes o no; y son, finalmente, los mismos hablantes los que acaban permitiendo la expansión de la forma innovadora o rechazándola de pleno.
Desde una perspectiva morfosintáctica, se puede acusar al sintagma la filóloga de ofrecer la categoría género (gramatical) de manera redundante, una vez en el artículo (la) y otra vez en el morfema –a del nombre (filóloga). Si bien esto es cierto, no menos cierto resulta ser que este tipo de redundancias forman parte de la lengua española, en su misma versión en masculino (el filólogo) y en plural (los filólogos, las filólogas), por lo que no se está transgrediendo ninguna norma gramatical.
En los demás ejemplos en los que no hay una clara correspondencia entre –a para el femenino y –o para el masculino, la intuición lingüística prefiere utilizar el artículo femenino con una terminación en –a en el sustantivo (la concejala, la jueza, la profesora, la dependienta, la clienta o la presidenta), porque no se siente, en caso contrario, que se haga referencia real a una mujer. Y este sentimiento tiene su base en la ideología de género (social) construida en occidente durante siglos, dado el constante desempeño de estas profesiones por varones.
Por tanto, si un grupo de hablantes decide seguir utilizando el masculino genérico inclusivo para referirse a hombres y mujeres y otro grupo decide utilizar el femenino plural para distinguir exclusivamente a los hombres de las mujeres (o incluso para incluir a estos dentro de aquellas), todos están en su derecho de hacerlo, aunque al emplear uno u otro darán a conocer su ideología de género (social) a través del género (gramatical). Y será finalmente el uso común (basado [o no] en un cambio de mentalidad sociocultural, apoyado sin duda por cuestiones de poder simbólico y tomando, quizá, un poco de aquí y otro poco de allá) el que acabe ofreciendo soluciones, tal vez previsibles, tal vez inesperadas, como siempre ha sucedido en la historia de la lengua.
Y todo ello debido a que esta funciona como un instrumento de comunicación, pero se utiliza para muchas otras cosas: construir identidad, crear opinión, establecer lazos afectivos… aunque también se emplea para insultar, zaherir y humillar al otro. De la misma manera que la principal función del martillo es golpear los clavos, también puede utilizarse para hacer un agujero en la pared o para abrirle la cabeza a alguien. Y el que sufre, seguro, es esa (o ese) alguien, no el martillo. Es así como parece que se debe entender la famosa frase de Amelia Valcárcel La gramática no es la vida, porque, en efecto, hay cosas más importantes que, en ocasiones, la gramática parece esconder.
Para saber más…
Ignacio Bosque: «Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer», El País, 4 de marzo de 2012. Disponible aquí.
Entrevista a Amelia Valcárcel: «El feminismo no tiene nada de qué avergonzarse», La Nación, 23 de marzo de 2011. Disponible aquí.
Nieto, J. A. (ed.) (2003): Antropología de la sexualidad y diversidad cultural, Madrid: Talasa.
Portada: Man and woman, amboo who?
Fotos: Man and woman, BiblioArchives / LibraryArchives | Women, amboo who? | Violencia Machista, Kenny Rivas | Woman at words, DeeAshley | That Special Woman, Trevor