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Mito | Revista Cultural
Crítica  

Leer a Bolaño en los túneles del siglo XXVI

Por Gianfranco Selgas De Silvi el 14 abril, 2014 @GianSelgas

La obra de Roberto Bolaño como puente entre siglos

La literatura de Roberto Bolaño (1953 – 2003) ocupa un espacio icónico y medular en el entramado literario de lectores y creadores. La influencia de sus textos no sólo suponen el intercambio fluido entre tradición y renovación, sino que dan cuenta de la escena global que empezará a abordar la literatura en el siglo XXI

 

“Marcel Proust entrará en un desesperado y prolongado olvido a partir del año 2033. Jorge Luis Borges será leído en los túneles en el año 2045”. Roberto Bolaño, Amuleto

 

México, Distrito Federal, 31 de diciembre de 1975; apunta Juan García Madero en su diario. Ese día, dos escritores de sospechosa andadura, una prostituta y él, un joven poeta adolescente, salen disparados hacia el Estado de Sonora conduciendo un Impala a alta velocidad, ahogados por el desierto mexicano, en busca de la mítica poeta Cesárea Tinajero.

Con una estética que oscila entre ficción y realidad, donde la correlación de lo melancólico ligado a lo histórico y el sentido ético del oficio de escribir y literario se erigen por encima del todo, abre la última entrada de la primera parte de Los detectives salvajes, la primera novela-río que le valió al escritor chileno consolidarse como uno de los narradores más importantes de finales del siglo XX. La obra le supuso, en 1998, el Premio Herralde de Novela, y, un año más tarde, el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, llevando a Bolaño al primer plano de los autores hispanohablantes tras entregarse, durante más de veinte años incansables –con empleos menores y una existencia casi al límite en el entretiempo–, a la literatura.

Collage Bolaño © Ines Seidel

Sin embargo, por más que se presuponga, la obra narrativa y lírica de Roberto Bolaño no se instala de lleno entre los grandes narradores del siglo pasado tras la publicación de esa sexta novela, al recibir el reconocimiento de la crítica especializada y los lectores de dos continentes. Bien podría decirse que Los detectives salvajes sí que asestó ese primer gancho a la mandíbula –como le hubiese gustado decir al mismísimo Bolaño– del establishment literario que dominaba el mercado del momento. Pero lo cierto es que la relevancia y perdurabilidad de los textos del chileno como textos necesarios y transgresores ya venía fraguándose desde mucho antes, cuando el autor empezaba a publicar sus primeros relatos y novelas.

Esta incansable labor y vida del escritor, plasmada en la mayoría de los trabajos de Bolaño, asumió las veces de factor detonante para reinterpretar más adelante su producción textual; una obra marcada, como una vez apuntó Juan Antonio Mansoliver Ródenas, como uno de los proyectos más lúcidos, inteligentes y atrevidos de esa última década del siglo pasado. La literatura de Roberto Bolaño coexistió en un espacio que le potenció y moldeó: al margen pero influenciado por esa famosa y nociva generación que lideraron los protagonistas del boom latinoamericano; con una narrativa de corte posmoderno y una extensión de visión del mundo de un escritor marcado por su trashumancia (véase la biografía de Bolaño y se entenderá el porqué de esa necesidad de explorarse más allá del espacio físico que se ocupa en un momento determinado); y vástago del que por seguro tuvo que ser uno de los períodos más oscuros de la historia política latinoamericana, cuando el continente estuvo manejado, en su mayoría, por dictaduras abocadas al conservadurismo de derechas. En esencia, lo que se extrae de la sumatoria de este –apenas desarrollado– esbozo contextual, resulta en dos vertientes posibles y, netamente, geniales. Por un lado, la concreción de la potente obra del que tal vez sea el autor latinoamericano más influyente que podrá leerse dentro de la literatura finisecular del XX; y por el otro, la función que a partir de ese momento pasará a ejercer la obra de Roberto Bolaño como puente que cierra un siglo y abre otro, y que se reproducirá –o que, mejor dicho, ya se está reproduciendo desde hace mucho– en la narrativa contemporánea.

Esto, por supuesto, puede traer consigo ciertas pegas y reticencias. ¿Por qué Bolaño –se preguntará con razón el lector de este artículo– y no Piglia o Vila-Matas, por citar dos ejemplos cercanos al chileno y que se han posicionado como gigantes de la narrativa en castellano del siglo XX? Claro, además, que hay muchos otros nombres que pueden ocupar ese espacio comparativo. Pero, de formularse esta pregunta, si esto es así, ¿por qué, entonces, Bolaño y no otro?

Jorge Luis Borges, 1968 © Sara Facio

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La ficción borgiana y la estética de lo fragmentario: visos de una identidad

Hablar sobre Jorge Luis Borges es, y será, necesario siempre que se pretenda entender qué derroteros ha seguido la literatura hispanoamericana contemporánea. Razones del porqué hay muchas. Borges no sólo ha sido fundamental para redimensionar lo que se puede entender hoy por hoy como literatura, un espacio donde la confluencia de textos es necesaria –no obligatoria, no un capricho– y donde la estructura textual da pie al argumento. Sus acólitos, que son –seguirán siendo– cuantiosos, han seguido, con los lances de su época, ese trazo que dejó Borges para siempre: un mapa de ruta de eso que se debe entender como ficción en un mundo que cada vez parece mutar más entre lo que se escribe y lo que se hace en el plano de la experiencia del individuo.

Siguiendo esta línea, en Bolaño se encuentra, por una parte, la concatenación de voces e historias urdidas en una experiencia episódica (véase su obra en conjunto, una gran pieza literaria que se fragmenta en su poesía y su prosa: una historia que es, más bien, un universo borgiano) y, por la otra, la prefiguración de una identidad que pretende responder, desde la estructura misma de la novela (sus juegos metatextuales, sus referencias, lo fragmentario e inconcluso de su narración) a la elaboración del «yo» contemporáneo. Éstas son, grosso modo, las señas de sus obras, uno de los tantos efectos de la influencia de Borges –y tantos otros autores[1]– sobre Bolaño.

En su ensayo Roberto Bolaño, realmente visceral[2], Jorge Carrión analiza la metaliteratura del chileno uniendo puntos que, al final, dibujan el rostro del escritor –al puro estilo, nuevamente, borgiano, en el que cada individuo o, digamos bajo estos preceptos, autor, tiene un rostro, y suscita en torno a ello un mundo–. El punto de vista de Carrión tiene intención bífida. Su propuesta no recae sólo en hablar «sobre» Bolaño, sino hacer de su ensayo un texto que, desde su propia revisión, revise la interpretación que el mismo Bolaño hubiese hecho de sí si, por seguirle el juego al ensayista, estuviese escribiendo un cuento sobre su vida. La postura de Carrión no es casualidad. En efecto, la narrativa bolañiana está basada en estas contingencias donde el individuo se recrea en el texto como vía para encontrar y explorar su identidad y la de los demás. No hay otra salida posible, es, como diría Carrión: la ficción sobre la ficción asumida visceralmente como realidad.

Y lo cierto es, pues, que la ficción bolañiana se crece en esta dialéctica. El texto de Bolaño es destacado y citado con frecuencia porque logra fusionar dos instancias que hoy por hoy emergen con plena naturalidad en nuestros días: primero, que no hay forma preestablecida sobre la que discutir, que todo está en un continuo devenir maleable –algo que, por otra parte, casi ha destruido, de por sí, la concepción de una literatura enmarcada en los parámetros de la novela decimonónica; y sobre esto hay muchísimo que decir, pasando por la estructura del cuerpo de un texto hasta el alcance psicológico que puede tener–; y segundo, que, aunque todo se cubra bajo esa extensa sábana que llamamos «ficción», la literatura, en sus casos más destacados y aplaudidos aunque también en los más invisibles y, hasta cierto punto, aborrecidos –es decir, en la creación literaria entendida por el canon como la-buena-literatura en contraposición con la-mala-literatura– es un proceso en el que el «yo», en soledad, se confronta y libera a sí mismo, escindido,  explayando, en una prótesis llamada texto, la variedad de alternativas que le presenta el mundo. La literatura, en general, y la ficción, en particular, son los diálogos del «yo» frente a otros «yoes»; y sobre esto, Bolaño dijo tanto como pudo.

En su cuento Detectives[3], Bolaño sostiene que los muertos siempre nos miran. Y ésta es su peculiar forma de dar a entender no sólo una metáfora de lo que implica una problemática que apunta a lo moral, sino también el vislumbrar el efecto que tiene el pasado sobre lo moderno, la tradición literaria sobre la nueva creación literaria. En este sentido, lo que permite a Bolaño elevar una estructura que conecte con solidez un siglo literario con otro es precisamente su intelección del hacer narrativo. Esto no quiere decir que sus novelas, cuentos o poemas sean buenos o valgan la pena por cualquiera que sea la razón –que, aunque esto se sobreentiende, no hay discusión de su calidad–, sino más bien porque apela ciertamente a la conjunción de una literatura entendida como un intento de biografía, de recrear los «yoes» en un espacio segmentado por lo fragmentario de un mundo cada vez más aislado a pesar de las brechas que recorta la tecnología. Es éste uno de los logros más destacables de Bolaño. Sus novelas y textos forman parte de un proceso en el que se aborda a cada momento una crisis de lo identitario, de lo que es ser humano, y que se va reafirmando, página a página, en el corpus textual. Esta concepción es una preconcepción del mismo Bolaño sobre su forma de ver la vida, y es ésto lo que cae, se reproduce y salta del texto al lector; es, en definitiva, lo que hace a Bolaño dar un paso adelante, plantarse frente a los demás, y hacerse, entonces, un autor lo suficientemente determinante para que el curso de la narrativa contemporánea tomase nuevas direcciones.

 

El Bolaño futuro

En el documental Bolaño cercano, de Erik Haasnoot, Juan Villoro decía sobre 2666, esa gigantesca novela póstuma de Bolaño, que  es una de las primeras novelas en dar cuenta de la realidad global que acusa el principio del siglo XXI, una novela total no sólo en el sentido de los muchos temas que abarca, sino por la sensación de estar trabajando muchos lugares al mismo tiempo.

Portada de 2666, de Roberto Bolaño

El razonamiento de Villoro es de lo más acertado. El Bolaño que vemos en el futuro, es decir, eso que ha quedado, tras su muerte, en las obras que están leyendo las nuevas generaciones, es una reproducción de un desguace entero a la tradición literaria, una tradición que el escritor circunda, llevando de la mano al lector y que además da cuenta de esa estructuración-del-ahora, de eso que llamamos «el hoy». Para Bolaño estamos asomando el rostro al abismo, pero él ha dejado los puentes para atravesarlo con valentía. Esa es la labor del Bolaño futuro que supo emular a Borges y compañía para entender que la literatura es en sí un acto biográfico por naturaleza donde el autor explaya y consolida, en el proceso, una identidad. Una literatura hecha con estas características apunta a una dirección determinada. En este sentido, ya no se está hablando de ficción-por-hacer-ficción, sino, en cambio, de la intención que se tiene cuando se forma parte de este juego de lo literario. Hay, en definitiva, una intención más allá del simple hecho de entretener al otro; hay una necesidad de ver la literatura como espejo del sujeto.

Decía Juan Francisco Ferré en una entrevista reciente que nuestra necesidad a la hora de buscar refugiarnos intelectualmente en la ficción se debe a dos razones de peso. La primera, debido a una falta de acceso al saber real, al conocimiento –algo que, si se repasa siquiera la historia de la filosofía moderna se entrará en un debate interminable por definir y describir conceptos abstractos que nos son tan cotidianos como los de «verdad» o «conocimiento»–; y la segunda, porque la ficción es el único instrumento que nos permite hacernos una idea gráfica de lo que es el mundo neutralizando la influencia de otros modelos de ficción (mitológicos, religiosos, morales, políticos, etc.) que dominan nuestra visión del mismo[4].

Tanto Los detectives salvajes como 2666 –nombrando las dos macroestructuras de la narrativa bolañiana que actúan como ejes o puntos de encuentro para el resto de sus textos– son puentes que enlazan los caminos que se cierran y abren en dos siglos de historia de la literatura hispanoamericana. El texto de Bolaño busca esa conjunción, esa representación del «yo» que se persigue a sí mismo, como un detective, en la metextualidad, en el mundo fragmentario y contemporáneo. La validez de su ficción se encierra en intentar tomar nota, de alguna forma, de la visión que tenemos sobre una visión revisada.

Ya muy cerca del final de Los detectives salvajes, Iñaki Echavarne, crítico literario (y guiño a Ignacio Echevarría), comenta la relación entre el escritor, la obra, la crítica y los lectores. En el texto, Bolaño en la voz de Echavarne, dice: Durante un tiempo, la Crítica acompaña a la Obra, luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto, luego los Lectores mueren uno por uno y la Obra sigue sola, aunque otra Crítica y otros Lectores poco a poco vayan acompasándose a su singladura. Luego la Crítica muere otra vez y los Lectores mueren otra vez y sobre esa huella de huesos sigue la Obra su viaje hacia la Soledad.

Así, la Obra de Bolaño continua viajando, vagando a través de ese espacio que cohabitamos todos hasta que se alcanza el punto final marcado por la finitud del ser humano. A Bolaño lo leerán en los túneles de este siglo y de los que vienen, al lado de Borges y otros transgresores viscerales de la literatura. Su significado y el porqué de esto se encierra en la trashumancia que exudan sus textos, en la reutilización de la tradición como herramienta para abordar con mayor escrutinio lo moderno, en la  prefiguración de un «yo» de múltiples facetas, de tantas miradas. Leer a Bolaño entendiendo alguno de estos aspectos no sólo supone el recorrido por uno de los narradores más interesantes de las últimas dos décadas. Leer a Bolaño entendiendo alguno de estos aspectos supone arrimarse a esa última frontera borrosa, indistinguible y diferente para cada quien, y luego avanzar e intentar dar el primer paso sobre el puente retorcido, ese que se alza por encima del abismo.

Portada: Vacaciones, leyendo 2666 de Roberto Bolaño, Roberto Herrera Pellizzari


[1] Sobre este punto vale la pena comparar, para establecer un ejemplo ya casi evidente, La literatura Nazi en América (Bolaño 1996) con Historia Universal de la Infamia (Borges 1935), Vies Imaginaires (Schwob 1896) y La sinagoga de los iconoclastas (Wilcock 1981), donde cada obra parece retroalimentarse de la otra. La influencia de la tradición es un aspecto clave en los textos de Bolaño, donde constantemente se encuentran referencias entre líneas a personajes determinados que han aportado ciertas estructuras y formas a lo que el escritor produce en un momento determinado.

[2] En Paz Soldán, Edmundo y Gustavo Faverón Patriau. 2008. Bolaño Salvaje. Barcelona: Candaya.

[3] Cuento publicado en Llamadas telefónicas (Bolaño 1997, Barcelona: Anagrama).

[4] En la entrevista Juan Francisco Ferré: “El fin del mundo será como un programa de televisión eterno”, por Ana March para su Blog en Culturamas, 20 de marzo de 2014. El texto entero puede hallarse en el enlace.

[5] Los detectives salvajes, 1998, 510-11.

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Gianfranco Selgas De Silvi

Gianfranco Selgas De Silvi

 

Licenciado en Comunicación Social (Universidad Central de Venezuela). Máster en Estudios Comparados de Literatura, Arte y Pensamiento (Universidad Pompeu Fabra). Actualmente cursa el Máster en Literatura de la Universidad de Estocolmo. Su blog personal es: http://gianfrancoselgas.blogspot.se/

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© 2019 MITO | REVISTA CULTURAL. Prohibida la reproducción total o parcial del contenido protegido por derechos de autor. ISSN 2340-7050. NOVIEMBRE 2019.

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