No era el hombre más desgraciado ni el más pobre, pero era un hombre manco. Se llamaba Diego de la Palma, había ejercido como malabarista en un circo y era natural de La Manga, Murcia. Consciente de su desdicha, el De la Palma nunca asumió su invalidez y siempre luchó por mejor vida; honorable causa y complicada empresa. Su existencia era una aventura constante, puestos a vivir, que mejor que amanecer con un reto cada día, se decía el Don Diego. Pero donde dijo Diego, dijo digo. Y reto tras reto tras reto, hacía de sus días toda una odisea.
Cuando el pobre manco decía de cepillarse los dientes, no podía disponer de otro cepillo que su propia lengua. Pero al ser muy corta, no se llegaba a las muelas postreras, lo que le producía infección y las picaba. Así que cuando podía llevarse algo a la boca –con los muñones- no le quedaba otra que mascar con los incisivos, pareciéndose a una ardilla dentuda. Peor suerte corría el triste manco cuando tenía que hacer cámaras. ¿Quién iba a limpiarle lo que él no podía? Viviendo solo, ¿a quién iba a pedir ayuda? A la única compañía que tenía: su perro. Oliendo el chucho las frescas heces, iba correteando (ya bien adiestrado) a aclararle la olorosa suciedad a su amo. El inconveniente era que el canino, al olfatear culo y mierda familiar, comenzaba a defecar también en el mismo lugar que su dueño, haciendo del proceso de limpieza fecal un continuo bucle. Y no quieran saber cuándo a Don Diego le andaba revoltosa la tripa. Sus zozobras de tullido no podían tener alivio alguno en las mujeres; sin dinero ni atractivo, no le quedaba otra que acudir al onanismo como única fuente de placer. Difícil tarea. Si el calentón le resultaba ya incontenible, se ponía manos a la obra y saltaban chispas, no por la excitación, sino por la contundente fricción que sufría al agitarse con los muñones.
Don Diego siempre tuvo por vocación la pintura, pues tenía ojo y perspectiva, y además, era diestro con el pincel. Su desdicha fue nacer zurdo. Entonces decidió hacerse sastre y confeccionar vestidos con manga, que este era el negocio familiar. Grave infortunio sufrió el manco triste al comprobar que no existían dedales de su talla. Harto crispado por su discapacidad, el pobre manco quiso ganarse la vida como fuere, y por ello aceptó trabajo como friegaplatos. Pero, ¡Virgen Santísima, qué desgracia! Fue a dar con un vil jefe que lo puso de manitas en la calle por no usar guantes para lavar los platos. Al Don Diego, triste, pobre y en régimen de buscón, no le quedó otra que hacer lo que todo inútil e incompetente hace en este cojo país: hurtar. Así que se metió a político. Su colmo fue que Manos Limpias le pillara la treta y la Justicia le metiera en prisión con los grilletes en los codos.
¿CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO? : «Las aventuras del manco triste». Publicado el 11 de mayo de 2015 en Mito | Revista Cultural nº.21 – URL: |
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