Un gesto esboza ya el concepto. ¿Acaso no empezó el habitar con la primitiva intención de protegerse, de pervivir en el instinto básico de supervivencia? La reacción inconsciente e inmediata de cubrirnos con las manos o los brazos la cabeza o el cuerpo ante cualquier estímulo exterior que nuestro sistema nervioso identifique como inusual o peligroso es el reflejo básico, a partir del cual, el habitar toma forma.
Cubrirnos, protegernos, marcar un límite entre nuestro propio ser y el mundo que nos rodea nos viene ya dictado desde nuestra misma fisionomía. Todo el conjunto de órganos, músculos, estructura ósea y, en resumen, todas las partes que integran nuestro cuerpo están envueltas por una fina película que define el límite entre lo que soy yo y lo que no soy: la piel.
Ahora bien, nuestra piel ha demostrado ser insuficiente a la hora de conseguirnos las condiciones necesarias para asegurarnos unos determinados niveles de confort. Por ello que nos valemos de otras pieles externas con el fin de adaptarnos al entorno.
Teoría de las cinco pieles © Hundertwasser
Según el artista y arquitecto austríaco Hundertwasser, hacemos uso de cinco pieles diferentes. La primera de ellas es la nuestra, la epidermis; la segunda, la vestimenta; la tercera la casa, los edificios; la cuarta piel es la identidad, es nuestro entorno más cercano, nuestra familia, nuestro barrio o ciudad, en resumen, todo aquello ajeno a nosotros que nos ayuda a definirnos. Por último, la quinta piel es la Tierra, nuestro planeta, el mismo que con su atmósfera protectora nos permite vivir, generándonos un ambiente que nos aísla del resto del hostil y frío universo exterior.
Nosotros aquí nos vamos a referir a la tercera piel. A ese límite que separa el interior de un espacio del exterior de éste. La fachada, el muro, el cerramiento. Ese elemento que va formando, por acumulación, el escenario de nuestras ciudades y, que a la vez, nos permite protegernos de ellas para mirarlas y admirarlas a través de una ventana. Su misión es acogernos en su interior, marcar una barrera en cuyo seno podamos recrear un universo ajeno al exterior; pero a su vez, no nos aislamos del todo, no queremos dar la espalda a aquello que sucede más allá de nuestro hogar, sino que necesitamos comunicarnos, de un modo u otro, con el resto del mundo; ver cómo transcurre el día, cómo se suceden las estaciones, enmarcar una vista o abarcar todo el paisaje. Y, sobre todo, lo que necesitamos es poder cruzar ese límite y decidir, en cada momento, en qué cara de la moneda queremos estar.
Este límite teórico adopta multitud de formas, asume múltiples funciones, nos narra la historia y nos define espacios; materializándose en una gran variedad de respuestas que atienden a las necesidades requeridas en las diversas situaciones. No obstante, este abanico de opciones no ha sido siempre tan amplio. Su flexibilidad ha ido cambiando conforme han ido progresando los avances técnicos y, desde el grueso muro romano -o griego, o egipcio, o persa u otomano- hasta las fachadas inteligentes de este siglo XXI, el camino recorrido ha sido largo.
Históricamente, la fachada estaba ligada al concepto de estructura. Debía ser estructural y, básicamente, su función principal era soportar techo y cubierta. Para ello, se sobredimensionaban los muros, se hacían profundos y espesos. Todas las energías de la fachada se centraban en ayudar a sustentar al conjunto y a ella misma, quedando poco espacio para abrir huecos. Para abrirlos, se recurrió a los arcos y dinteles, pero aun así, las opciones eran escasas; especialmente cuando se pretendía construir edificios de grandes dimensiones y espacios amplios, donde las cargas que más forzaban los muros no eran las verticales, que descendían hasta el suelo fácilmente, sino los empujes laterales de la cubierta, ya fuese plana, en pendiente o abovedada. Esto implicaba mayor grosor, para evitar que el edificio se desplegase sin más, llegando a conseguir fachadas tan gruesas que se convertían en las naves de las basílicas de los primeros cristianos. Al fin y al cabo, solo importaba el grosor total del muro; por tanto, su núcleo podía estar vacío y proporcionar mayor espacio al interior del templo, como sucedía en la Basílica de Majencio.
Basílica de Majencio, Roma (Italia), Pablo F. J.
Los siglos pasaron, los romanos quedaron atrás, y también muchas de sus enseñanzas, por lo que las primeras iglesias medievales, y sus castillos y fortalezas, se caracterizaron por interiores tan oscuros como la época misma; con diminutas ventanas, alargadas y estrechas, que permitían el paso mínimo de la luz y acentuaban el aspecto de muralla acorazada. Sin embargo, con el gótico se esbozó un nuevo concepto de fachada, donde ésta se entendía a la vez, como elemento estructural y como elemento límite; y así, los soportes y contrafuertes y el arco apuntado, empezaron a marcar un cerramiento en el que se distinguían diversas situaciones: habían partes que recibían carga, y partes que no. Se consiguió dirigir las fuerzas hasta los elementos puntuales que se destinaban a ello, mientras que el resto quedaba libre de cargas, traduciéndose en amplios ventanales y grandes cristaleras, también posibles gracias a los progresos en la fabricación del cristal.
Tuvieron que pasar muchos siglos hasta que la fachada adquiriese otros matices. No fue hasta el siglo XIX cuando las mejoras de las propiedades del hierro hicieron que este material se contemplase como elemento estructural. Al principio no se exhibía, pues se consideraba deshonrado en comparación con los granitos, mármoles, caliza o calcárea que habitaban las calles más solemnes y significativas, pero con el tiempo empezó a ganar protagonismo. Una parada en este camino debe hacerse en 1851, con la Exposición Mundial de Londres. En ella, Joseph Paxton construyó el Crystal Palace; un edificio de hierro y vidrio en el cual la fachada ya no era un muro, sino una retícula de hierro y vidrio que enseñaba las tripas al exterior sin pudor alguno. La tercera piel, que hasta el momento había permanecido rotunda, ahora aparecía como un límite difuso con voluntad de pasar desapercibido.
La aceptación, en la conciencia social, de que tal cosa podía suceder y era decorosa, fomentó la evolución de la fachada en una nueva dirección. Se incorporó el hierro en la estructura, la vista y la no vista; y las calles, poco a poco, se fueron llenando de grandes aperturas que asomaban curiosas desde los edificios. En un principio, se aplicó a las construcciones fabriles, para más adelante generalizarse su uso en todo tipo de edificaciones. Se empezó a conocer esta arquitectura como la arquitectura de hierro y cristal y, puesto que los materiales se enfocaron desde una nueva perspectiva, así mismo lo hizo el estilo y aspecto exterior de los edificios. Se superaron los órdenes y la arquitectura historicista surgiendo, en la segunda mitad del siglo XIX, un movimiento que pretendía crear un nuevo estilo, propio de la nueva arquitectura y los nuevos materiales, que se desvinculase del pasado. Este movimiento, llamado Modernismo en España, adoptó diferentes nombres según el país de origen -Art Nouveau, de Stijl, Sezession…- y se caracterizó por las formas sinuosas que retorcían el hierro para asemejarse a la naturaleza. Arquitectos como Gaudí o Víctor Horta fueron importantes representantes de esta nueva forma de entender la arquitectura.
El Modernismo, no obstante, fue un movimiento con fecha de caducidad. Aunque tuvo una gran difusión en su recorrido por el siglo XIX, a principios del siguiente, pasó de moda y se quedó atrás. Esto se debe a un cambio en el modo de entender la arquitectura, pues al ir abandonando los órdenes, se optó por una arquitectura más funcional, que se despojaba lentamente de los ornamentos y apostaba por un aspecto más sobrio y sincero, en el que los materiales se mostraban como eran y las formas tendían hacia geometrías ortogonales y racionales. En las fachadas esto se traducía en composiciones sencillas, con un mínimo de elementos, donde se podían leer los distintos materiales, entender su jerarquía y comprender la relación que existía entre ellos. Por tanto, eran caras que se mostraban tal como eran; pero, no solo en lo referente a su materialidad, sino que también se sinceraban como elemento límite, hacia la ciudad: abrían sus huecos y disponían sus materiales de modo que narraban hacia el exterior, aquello que sucedía en el interior; existía la correspondencia.
Uno de los personajes que más criticó las decoraciones inapropiadas e innecesarias en la arquitectura, y que marcó el paso hacia una construcción sobria fue Adols Loos. En su artículo «Ornamento y delito«, Loos criticaba el ornamento en todas las artes, al cual achacaba de primitivo; y afirmaba que, el hombre moderno, lo era porque había logrado vencer al ornato y había sabido apreciar la naturaleza de las cosas. Este modo de pensar, allanó el camino hacia el Movimiento Moderno.
Villa Muller, Miaow Miaow
Paralelamente a los avances con el hierro y el acero, tuvieron lugar algunos experimentos que contribuyeron a convertir el hormigón en un material viable para la construcción; el cual, empezaría a adquirir protagonismo con la entrada del siglo XX, y ampliaría las posibilidades a la hora de pensar los edificios y su relación con el exterior.
El siguiente gran cambio que revolucionó la forma de entender el cerramiento fue la desvinculación de la estructura con respecto a la fachada. El peso de los edificios ya no tenía que ser soportado por la piel, sino que podía descender por pilares que eran ajenos a ésta. Una vez la fachada se liberó, literalmente, de la carga, de tener que soportar al resto del conjunto del edificio, las opciones se multiplicaron. Aparecieron construcciones en las que la totalidad de su envolvente vertical estaba compuesta por paños de vidrio; también aparecieron las ventanas corridas, grandes brechas horizontales que ponían en manifiesto, orgullosas, que el cerramiento ya no tenía porque trabajar sustentando al resto de elementos.
Estos cambios se dieron con el Movimiento Moderno y, quienes más trabajaron y exhibieron las nuevas posibilidades que los materiales ofrecían fueron Mies Van der Rohe y Le Corbusier. Por un lado, Mies buscaba un estilo internacional, en el que el hierro y el vidrio fuesen los elementos básicos que componían el edificio. Fue él quien construyó la casa Farnsworth, una caja de vidrio en la que el límite entre interior y exterior prácticamente desaparecía por completo. Así mismo, también fue él el responsable de iniciar la estética de los rascacielos envueltos en vidrio, siendo la torre Seagram de Nueva York uno de sus mejores ejemplos.
Farnsworth House, David Wilson
Por otro lado, la novedad que aportó Le Corbusier fue su teoría de Los Cinco Puntos de la Arquitectura. En ella, defendía el uso de una estructura basada en los pilotis, que permitían una planta libre, en la que los elementos de partición se podían disponer a voluntad propia. Al desvincularse estos pilotis de la fachada, también la dejaban libre y ofrecían la posibilidad de abrir ventanas corridas que permitían iluminar más uniformemente las habitaciones, y ofrecían una mirada panorámica hacia el paisaje.
Villa Savoye, Yo Gomi
Las décadas pasaron, y los cerramientos con los nuevos materiales y sistemas constructivos evidenciaban sus defectos. Se empezó a exigir un determinado nivel de confort en el interior de los edificios, por lo que poco a poco la piel fue sumando capas que respondían a las necesidades de aislamiento térmico, aislamiento acústico, impermeabilidad al vapor y control de la entrada de luz y radiación solar. Con esta finalidad, el estudio de nuevos materiales y estrategias para conseguir un ambiente interior agradable aceleró el ritmo.
En la actualidad, todos estos parámetros no paran de desarrollarse. Se buscan nuevas técnicas que, además de proporcionar el confort interior sean respetuosas con el medio ambiente y puedan adaptarse a las necesidades de cada momento. Se investiga en cerramientos que sean sostenibles, que permitan calentar el interior cuando hace frío y refrescarlo y evitar que se caliente cuando el tiempo es caluroso; que la luz entre, cuanto más profunda mejor, y así evitar el uso de fuentes artificiales; que el ruido no entre si no se desea, para que la música que se escuche sea la que uno desee, y no la que suene en la calle; que el aire interior sea sano y se renueve, el edificio debe respirar.
Watercube EFTE Diagram. Courtesy of PTW Architects
Con todo esto, las funciones que tiene que asumir la tercera piel se multiplican. Desde el profundo muro antiguo, que fue disminuyendo su espesor, para pasar desapercibido y casi desaparecer, la piel ahora aumenta su grosor otra vez; pero ya no es homogénea como lo fue antaño, sino que se superponen diferentes capas que atacan a cada uno de los diversos problemas a resolver. Las nuevas tecnologías favorecen su evolución, encontrando día a día nuevas opciones para mejorar sus propiedades, asemejándose cada vez más a nuestra propia epidermis. Se desarrollan fachadas inteligentes que reaccionan de modo distinto según las condiciones exteriores; y el concepto de cerramiento del edificio se va acercando al de piel, que envuelve el esqueleto estructural y los espacios que forman el cuerpo.
Finalmente, acabamos volviendo a nuestros orígenes. Empezamos habitando protegiéndonos con nuestro propio cuerpo, marcando ese límite que evolucionó hacia formas complejas, que ansiaban ofrecernos espacios de gran calidad en los que nos sintiésemos acogidos. Y ahora, tras varios miles de años, nuestra tercera piel aprende e imita, más que nunca, a la primera que nos protegió. Al fin y al cabo, ésta ha estado ahí todo este tiempo, inmune e impasible al paso del tiempo, comunicándonos con el mundo y reaccionando a sus cambios para que, así, pudiésemos aprender de él.
Portada: Water Cube, Craig Maccubbin