La encontré en la carretera de Valencia. No tenia donde ir y un tipo me había dejado allí. Pasó ella con todos sus compañeros en motos y se pararon, me preguntaron si quería ir con ellos. Subimos por la carretera del Mediterráneo. En Barcelona nos estuvimos emborrachando por el Raval. Luego subimos serpenteando por Europa, hasta llegar al mar Báltico.
Ella tenía cerca de ochenta años. Vestía ropa de cuero y llevaba el pelo recogido bajo una gorra. Sus ademanes eran decididos como los de un capitán en el mar. De vez en cuando tenía arranques de delicadeza.
Los jóvenes la seguían desde hacía unos cuantos años. De vez en cuando alguno se iba y no paraba de escribirle cartas, y llegaban otros. Habían dado vueltas por toda Europa en todas direcciones. Habían llegado hasta Sebastopol en el mar Negro y por el otro lado a las costas de Bretaña o de Escocia. De vez en cuando se perdían por los Alpes o los Pirineos. A veces se quedaban una semana en las grandes ciudades, como Berlín, Paris o Estrasburgo.
Ella llevaba una caja llena de libros en el trastero de la moto y leía a Proust y Schopenhauer. Recuerdo cuando me hablaba de Schopenhauer al anochecer a la orilla del mar. Una vez me explicó las grandes metáforas de “El hombre como voluntad y representación” en un chiringuito en Klaipeda que se asomaba al mar del Norte. El arco iris sobre la cascada y cosas así. Y otra vez íbamos ella y yo solos entre los árboles de un bosque muy espeso en Carelia. Sentí que me enamoraba de ella, que entre sus arrugas surgía un ser que estaba más allá del tiempo, escondida detrás de toda su vida. Casi la beso al lado de un abeto.
A veces le daban ataques de melancolía y no quería hablar con nadie. Se quedaba ella sola dando vueltas por todas las tabernas de Munich o se iba por todos los clubs de jazz de Berlín. Masticaba todos los matices de la melancolía y quería sentirlos en todos sus sabores. Una vez que la vi cuando iba a empezar una de esas etapas, me sentí un poco asustado. Luego nos llamaba por teléfono y nos citaba en las afueras de la ciudad y todo volvía a empezar.
Todos le tenían una adoración incondicional. No había nada que hicieran sin pedirle a ella un consejo. Parecía que la consideraran una visionaria o una profetisa. Incluso Mac Oc, un irlandés jovencito fue a consultarle qué hacer cuando Bob lo perseguía a todas horas con sus confidencias.
Cuando llegamos a Venecia nos sentamos todos con nuestras ropas de cuero en la piazzeta y estuvimos escuchando a Chopin. Un tipo ruso que se nos había pegado empezó a contarnos cosas que le había dicho su bisabuelo sobre la vida a principios del siglo en el Palacio de Invierno. Pero la isla de San Giorgio temblaba más allá del canal y todo se notaba tan ligero que me parecía que fuéramos de cartón.
Ella sabía como arrancarnos de los momentos pesados y a veces cuando nos sentíamos atascados cogía su moto y nos llevaba durante horas y horas por carreteras y bosques hasta que se nos acababa la gasolina. Entonces teníamos problemas para volver a repostar. Pero era el momento que escogían todos para hacerse confidencias. Y en uno de esos momentos fue cuando Clara se quitó la ropa delante de nosotros, nos enseñó la buba que tenía en un costado y se puso a llorar.
A veces ella se emborrachaba, tomaba cantidades ingentes de alcohol. Pero apenas se le notaba nada. Solo que hablaba sin parar y soltaba frases con ramificaciones como si fueran líquenes colgados de los árboles. Y aparecían trozos de su pasado de una forma fantástica.
Cuando subíamos un invierno hacia Laponia, yo me tuve que quedar en Copenhague porque quería comprender una frase de Shakespeare. Y por desgracia no volví a enganchar con ellos. Tiempo después me dijeron que se había caído con su moto al mar en el puente de Suecia a Dinamarca.
Portada: Motos | Bill Zelman
¿CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO? : «La motera que leía a Schopenhauer». Publicado el 29 de octubre de 2016 en Mito | Revista Cultural, nº.38 – URL: |
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