Si a un hablante de una zona monolingüe de, pongamos, España, se le pregunta por la cantidad de lenguas que se hablan en su país, lo más probable es que, tras unos instantes de recuento, responda con un claro “cuatro” o “cinco”.
Se le pide entonces amablemente que defina a qué lenguas se refiere, para lo que seguramente enumere las que sociopolíticamente se consideran las lenguas de España: castellano, gallego, catalán, valenciano y vasco. Nada dirá, probablemente, de otras lenguas que se hablan en nuestro país, como árabe, chino, búlgaro, rumano, wolof, persa, suahilí; o inglés, francés, alemán, portugués o italiano, por ejemplo. No mencionará, posiblemente, el sistema de comunicación de la comunidad sordomuda, esto es, las lenguas de signos que existen en España, de las que, desde 2007, son oficiales la catalana y la castellana. Y, por supuesto, aparte quizá del asturiano, no citará seguramente más lenguas no oficiales, como puedan ser el aranés o el aragonés, reconocidas sin embargo en sus respectivos estatutos de autonomía. Plantearse en estos momentos la naturaleza lingüística del andaluz puede resultarle a nuestro hablante bastante extraño, incluso aunque toda su familia provenga, pongamos por caso, de Málaga.
Y es que no es fácil acordar un concepto para definir lo que es una lengua. En primer lugar, porque al hablante nativo (y al experto lingüista) le resulta sumamente complicado eliminar los prejuicios que forman parte de la concepción metalingüística de la sociedad en la que se ha criado, como por ejemplo, la oposición lengua vs. dialecto. ¿Qué es una lengua? ¿Qué es un dialecto? ¿Tiene que poder escribirse un dialecto para poder ser considerado lengua? ¿Tiene que tener un país, una nación, un Estado, un ejército para que sea lengua? ¿Es obligatorio que cuente con una gramática y un diccionario? No es fácil responder a estas preguntas y mucho menos si nunca nos las hacemos porque damos por hecha la respuesta.
En segundo lugar, también resulta complicado delimitar qué es una lengua porque la natural condición etnocéntrica del ser humano permite, entre otras cosas, que un mismo idioma sea denominado de distintas maneras, dependiendo del pueblo que se refiera a él.
En nuestro país tenemos múltiples ejemplos de lo dicho, pero vamos a resaltar uno: el aranés se llama así, “aranés”, cuando se contempla desde el sur de los Pirineos; si se ve desde el norte de la cordillera, la denominación común es “occitano”, cuyas variantes son el gascón, el provenzal o el languedoc. Entonces, ¿cómo la contamos: como la misma lengua o como lenguas distintas? ¿Debemos fiarnos de la denominación que los hablantes dan a su lengua…? ¿O hacemos caso de los lingüistas que defienden que se trata del mismo idioma?
Por cierto, ¡qué transparencia hay en el término languedoc…! La langue d’Oc, ‘lengua de Oc’, se habla(ba) al sur de Francia. Cabe distinguir su nombre del que se le dio a la lengua hablada al norte del país, originariamente langue d’oïl, por las distintas formas de decir oui ‘sí’: en el sur, tendían a decir oc; en el norte, tendían a decir oïl… que es la forma que finalmente se expandió. Y estos nombres (provenzal, gascón, languedoc…) nos recuerdan a gestas medievales, novelas caballerescas, amores corteses y otras tantas peripecias épicas difíciles de olvidar… Y todo ello tan español como francés, tan provenzal como aranés y tan ignorado como poco valorado.
Mapa lingüístico de Francia, Promotora Española de Lingüística
En tercer lugar, cuesta distinguir entre lengua y dialecto porque la categoría de ‘inteligibilidad’, utilizada a veces para distinguir entre idiomas, está frecuentemente condicionada por factores subjetivos (el interés que un individuo pueda tener en entender al otro) y sociales (ideas preestablecidas acerca de los límites entre las lenguas). Así, ¿cuántas veces se ha topado un castellanoparlante con un aldeano norteño o con un ceceante del sur y le ha costado francamente comprenderlos? ¿En cuántas ocasiones ha comentado un colombiano o un cubano que le resulta difícil entender a un cántabro? ¿Qué ocurriría, por ejemplo, si juntásemos a una analfabeta murciana con un iletrado mexicano? ¿Se entenderían sin dificultades o les sería complicado llegar a un acuerdo?
Este último ejemplo, que puede parecer baladí, debe hacernos pensar en el tremendo papel que desempeña la fuerza unificadora tanto de los medios de comunicación (entre los que cabe incluir la radio y la televisión, pero también la literatura, el cine e Internet) como de la escuela (cuyo principal objetivo es homogeneizar por medio fundamentalmente de la escritura) y de las instituciones que “cuidan el lenguaje” (en nuestro caso, las academias de la lengua española).
Entonces, si nos cuesta tanto ponernos de acuerdo en cuáles son las lenguas que hablamos en España (que no coinciden, como ya hemos visto, con las que son [co]oficiales: un nivel es el legal o de iure y otro es el real o de facto), ¿se sorprendería alguien si se le dijera que el número de lenguas que se hablan en el mundo actualmente se encuentra entre 5.000 y 7.000?
En efecto, de una cantidad que ronda las 6.000 lenguas, tan sólo un 4% se encuentra en Europa, lo que demuestra, en el fondo, una pobreza considerable. El continente lingüísticamente más rico es Asia, seguido de África, con más de 2.000 lenguas vivas cada uno.
Seguramente al observar estas cifras, uno deje llevarse por sentimientos etnocéntricos que justifiquen que las lenguas europeas sean cuantitativamente menos variadas, pero cualitativamente más fáciles de aprender, o estructuralmente más complejas porque pertenecen a sociedades “cultas y civilizadas”…
Mapa de lenguas africanas, Promotora Española de Lungüística
Nada más lejos de la realidad. Tomemos, por ejemplo, una frase del wolof (una lengua africana de la familia cordo-kongofán, que se habla fundamentalmente en Senegal) como Li nga uax, dögga la ‘Lo que dices es verdad’. En ella, la palabra li, equivalente aproximado a nuestro ‘lo [que]’, es una categoría gramatical con función clasificadora. Nga equivale al pronombre de segunda persona del singular ‘tú’. Uax es el infinitivo del verbo ‘decir’, mientras dögga equivale a ‘verdad’ y la funciona como el verbo ser en tercera persona del singular del presente de indicativo (‘es’).
Si profundizamos un poco más en el análisis, y tratamos de comparar este ejemplo con sendas frases del inglés (What you say is true) y del alemán (Was du sagst, ist wahr), lenguas más familiares para nosotros, vemos que estructuralmente no se diferencian demasiado: en wolof, aparece un clasificador li equivalente funcional al inglés what y al alemán was (‘lo que’); un sujeto nga que también se da en estas lenguas (you en inglés, du en alemán); un verbo en infinitivo uax (como en inglés say), que en realidad queda conjugado gracias al pronombre personal nga (you y du, en inglés y alemán, respectivamente). La única diferencia importante radica en que en inglés, alemán y español, la oración principal que contiene el verbo atributivo ‘es’ (ingl. is, al. ist) sigue el orden {verbo + atributo} (es verdad, is true, ist wahr), mientras que en wolof el orden es de {atributo + verbo} (dögga la ‘verdad es’). No obstante, esta costumbre de poner el verbo al final aparece en lenguas sobradamente conocidas por nosotros, como el mismo alemán, entre otros cotextos, en oraciones subordinadas con ciertos nexos (Ich glaube, dass es wahr ist, literalmente: ‘yo creo que ello verdad es’) y, recordémoslo, el latín Alea iacta est ‘La suerte está echada’, por lo que el wolof no está actuando de una manera, en realidad, tan extraña.
Vemos, por tanto, que la idea que nos hacemos acerca de la complejidad o la facilidad de las lenguas depende más de motivos sociopolíticos e históricos (la conquista de medio mundo que llevaron a cabo los europeos entre los siglos XV y XIX, por ejemplo) que de la estructura puramente gramatical (o fonológica o léxica o pragmática…) de las lenguas en que cada momento nos interesemos, tan codificada (o no) como otras cualesquiera.
Y vemos también que, si efectuamos con otras lenguas (por ejemplo, con aquellas que consideremos dialectos) un análisis semejante al hecho con el wolof, podremos comprobar que no hay diferencias desde la perspectiva del código, puesto que todas ellas muestran una complejidad fascinante, solo desentrañable tras años de investigación y estudio. La diferencia, por tanto, entre lengua y dialecto resulta totalmente irrelevante para analizar un idioma (y mucho más para hablarlo) desde una perspectiva interna, y solo cobra sentido –de tenerlo– si estudiamos la lengua desde una perspectiva externa, que haga alusión a las fuerzas sociopolíticas y económicas que mueven al hablante a utilizar una variedad lingüística u otra.
Por esto creemos que intentar defender los derechos de los idiomas en la sociedad globalizada en la que todos nos encontramos, no sólo permite comprender la natural diversidad del homo sapiens, sin la cual cabe difícilmente la supervivencia de la especie, sino también aprender a apreciar el valor de las lenguas como capital cultural común… a todos los seres humanos.
Gracias en distintos idiomas, woodleywonderworks
Para saber más…
Etxebarria,M. (2002): La diversidad de lenguas en España, Madrid, Espasa.
Moreno Cabrera, J. C. (2002): Curso universitario de lingüística general. Tomo I. Teoría de la gramática y sintaxis general, Madrid: Síntesis.
Moreno Cabrera, J. C. (2002): Curso universitario de lingüística general. Tomo II. Semántica, pragmática, morfología y fonología, Madrid: Síntesis.
https://www.ethnologue.com/ Ethnologue – Languages of the World
http://www.proel.org/ – Promotora Española de Lingüística