Tributo, símbolo, semiótica…
Apuntabamos recientemente que las primeras vanguardias del siglo XX se sintieron fascinados por el exotismo, el negrismo, el infantilismo y el arcaísmo del entonces llamado arte negro (esculturas africanas y de los pueblos de Oceanía, en particular de la Polinesia, de donde los mercaderes coloniales traían algunas piezas en sus viajes de retorno a Francia).
Los cubistas dedujeron una lección formal sin precedentes, se vieron especialmente sacudidos por la fuerza de síntesis que en las esculturas predominaba sobre cualquier valor plástico.
En la pintura de Franz Marc predominan los venados y caballos. En “El pequeño caballo” emanan, como vemos, el aura arcaica de las pinturas rupestres. Uno de ellos contempla un lugar imprecisable; el otro, inclina su cuello hacia unas gramíneas que nacen de una tierra cuyo densa tonalidad azul lo aproxima al aspecto de aspereza de algunas piedras. Sobre este fondo el caballo, y en otras de sus pinturas los venados, son seres que se acercan a la condición de los animales pintados en la roca de la pintura rupestre y prehistórica. En el lienzo de Franz Marc labran un puente encantado hacia honduras nunca alcanzables únicamente con el intelecto.
El fauvismo derivó de los fuertes colores y las vehementes pinceladas de Van Gogh; de las formas simplificadas y los atrevidos esquemas decorativos de Gauguin y del desprecio que ambos demostraron por las cualidades académicas formales de la composición.
Henri Matisse, primera figura del grupo original fauvista, en su Danza, dejó presente la intensidad fauvista del colorido y su predilección por la pintura rupestre.
El gusto por la estética de las estatuas y máscaras africanas, la admiración que profesaban por el arte de los pueblos primitivos no era imitativo, sino que encontraron en el Arte de la Prehistoria un evidente alejamiento de las formas naturalistas para tender a la esquematización.
El mayor paralelismo entre el cubismo y el arte de vanguardia llega en julio de 1907, a partir de la visita al Museo del Hombre en el Trocadero de París por parte de Pablo Picasso. De aquella visita salió conmocionado al conocer en directo las esculturas de las máscaras negras. Percibió en el acto esa evidencia de la relación entre el hombre y la naturaleza, esa traducción tan viva e inmediata de sensaciones profundas y ancestrales que experimenta el hombre, como el miedo, el terror o la alegría.
“En las señoritas de Avignon”, Picasso culmina esos nuevos aprendizajes con una disciplina plástica de geometrizaciones de los volúmenes macizos, dominando la tensión de la brutalidad de las deformaciones y la evidente esquematización, aún más evidentes en los bocetos preparatorios; todo ello en sintonía con el arte prehistórico. Las señoritas de avignon es una obra que pertenece a las vanguardias pictóricas del siglo XX.
Las bases de esta obra están influenciadas por una reinterpretación de las figuras alargadas de El Greco, habiéndose señalado en particular su Visión del Apocalipsis; su estructura ambiental, que rememora los Bañistas de Cézanne y las escenas de harén de Ingres; esos tonos ocre-rojizos que son característicos de su época negra.
El arte contemporáneo puede que arranque con Picasso y de la esquematización inspirada en el arte negro, convirtiéndose, por tanto, en el eje principal y de referencia de toda la vanguardia artística.
Los artistas cubistas pintaban superficies planas: la perspectiva dada a la obra era aparente, lograda por medio del alargamiento de las líneas y ángulos. El color fue virtualmente suprimido, subordinándose a las formas y, por tanto, al dibujo. Los cubistas crearon la superposición a través de la visión polifacética y simultánea del objeto.

Señoritas de Avignon (1907), Pablo Picasso e Interpretación de las Señoritas de Avignon, Antonio de Felipe
.
Los postimpresionistas a partir de los impresionistas
«De vuelta a la pintura, después de una excursión por la arquitectura y la escultura que inaugura la modernidad»... Efectivamente, este era un recorte de una de las obras más interesantes y representativas del pintor del pelo rojo, del genio incomprendido y atormentado, Vincent Van Gogh. Pintor que, aun cuando no conoció el éxito en vida, halló en la pintura el medio para expresar la emoción de vivir a través del color. En él se hace vida el lema que guía ese modesto blog: el arte existe porque la vida no es suficiente.

Descanso de mediodia (1890), Jean-François Millet y Campesinos durmiendo la siesta (1890), Vincent Van Gogh
Quizá sea ésta la obra más emblemática de las ochenta imágenes realizadas por Vincent durante sus dos meses de estancia en el pueblo de Auvers-sur-Oise, al noroeste de París, donde había sido enviado por Theo, cansado de Arles. En esa estancia estuvo atendido por el doctor Gachet. Las luces nocturnas siempre llamaron la atención de Van Gogh, bien fuese la luz de las estrellas –Noche estrellada– bien la de la luz artificial –Terraza del café de Arlés-. De nuevo, recurre a la luz nocturna, siendo protagonista una pequeña iglesia gótica; ésta adquiere, por el efecto lumínico, una sorprendente sensación fantasmagórica. Como buen impresionista (no olvidemos que Van Gogh aprendió de Pisarro) se preocupa por captar la sombra de la construcción, apreciándose claramente tanto en el sendero como en el césped al tomar un tono más oscuro. La pincelada del artista es cada vez más personal; si bien es cierto que partió del puntillismo de Seurat y la estampa japonesa, conseguirá alcanzar una libertad y una seguridad en el trazo incomparables. Esos pequeños toques de color, que se aprecian con facilidad en el lienzo y otorgan mayor ritmo a la composición, son únicos en el mundo. Por el contrario, las líneas de los contornos están muy marcadas, fruto de la influencia del cloisonnismo de Bernard y Gauguin, y del deseo de Vincent por demostrar sus logros con el dibujo, su gran reto. La zona del cielo tiene mayor planitud, empleando una pincelada a base de espirales, con gran intensidad del color; los tonos que utiliza también son muy personales. Los malvas, verdes, amarillos y blancos caracterizaban buena parte de su producción, añadiendo pequeñas superficies de color naranja para aludir a los colores complementarios. La figura de la mujer que camina por el sendero proporciona mayor vitalidad y realismo a la escena: un conjunto insuperable.
Las relecturas de Eduardo Arroyo
Eduardo Arroyo se exilió voluntariamente en París en diciembre de 1958 asfixiado, según él mismo dice, por la situación que se vivía en España. Allí entró en contacto con los círculos del arte de vanguardia internacional y mantuvo una importante relación con el grupo de exiliados españoles. Aunque fuera de nuestras fronteras, su obra siguió teniendo mucha relación con lo español; emprendería un combate artístico contra la dictadura española.
Desde su niñez, el artista madrileño muestra una clara vocación por la palabra: existe en él una necesidad visceral de contar. Su incursión en la pintura no le separa de esta actividad, más bien la amplía, siendo la imagen un medio de expresión más universal y que él concibe como si de una composición literaria se tratase. El lenguaje pictórico escogido será la Figuración Narrativa, corriente de la que se considera mentor, que aúna ambas disciplinas y que comienza a desarrollar en la década de los sesenta junto con otros artistas.
En 1967 comienza a realizar la serie “Miró rehecho o las desgracias de la coexistencia”, a la que pertenece “España te Miró” (1967), una modificación de “Desnudo con espejo” (1919), realizada por Joan Miró. Con esta serie, Arroyo hace una crítica brutal al arte de Miró, que no a su persona, a través de los títulos y las reinterpretaciones de sus propias obras, sustituyendo los símbolos mironianos, por alusiones directas a lo español y al régimen franquista para convertirlos en denuncias.

Desnudo con espejo (1919), Joan Miró, Mujer ante el espejo (1932), Pablo Picasso y España te miró (1967), Eduardo Arroyo
En este cuadro vemos que Arroyo conserva la composición y los elementos fundamentales del lienzo de Miró para que la obra sea reconocible por el espectador. Pero también apreciamos significativas diferencias, como la desaparición casi total de elementos decorativos de la alfombra y la variación de los colores originales de ésta y del asiento hacia unos tonos más relacionados con patrio. El artista traslada a la cortina los adornos de pasamanería que decoraban el sillón, como elementos secundarios, y cambia la mariposa que había en el asiento por un mapa de la Península Ibérica. El cuerpo de la mujer conserva los rasgos postcubistas que usa Miró, excepto en el rostro, que es más naturalista. La mujer originariamente tiene una trenza, que Arroyo corta, pero no desaparece; la mantiene en el lienzo, como alusión a algunos métodos represivos usados por el franquismo. El nuevo rostro que Arroyo le da a la figura, recuerda a las Majas de Goya, que él mismo había versionado anteriormente.
Miró era en España un ejemplo de artista comprometido, sometido a un exilio interior, y un consagrado vanguardista. Por eso, el ataque de Arroyo no fue aceptado por la sociedad española. Sin embargo, el artista pretendía con esta serie, precisamente, criticar la mitificación que la sociedad había hecho de él y la proyección internacional de su arte, porque a través de él se daba una imagen exterior de España equivocada: no había un arte libre, sino que se sufría una profunda represión y una censura atroz. Arroyo acusa la superficialidad de las obras de Miró que no atacaban a la dictadura por contener un simbolismo y una “abstracción” no dañinas para el Régimen.
Su trayectoria artística tiene carácter rompedor que va más allá. No sólo se centra en la situación política de España, sino que, mediante la Figuración Narrativa, valiéndose de la ironía, la acidez, la modificación y la desmitificación del arte y de ciertos personajes, trata de romper los estereotipos, los prejuicios y los convencionalismos culturales y sociales que inundan nuestra sociedad.

Autorretrato (1640), Diego Velázquez, La velazqueña, José Segrelles y Velázquez, mi padre (1964), Eduardo Arroyo
Cuando Francisco Calvo Serraller se dedicó con pasión a redactar el Diccionario de ideas recibidas del pintor Eduardo Arroyo, quizá la empresa literaria que ha emprendido con mayor gozo y divertimento, incluyó, como no podía ser menos, la voz «pastiche», que es un término clave en la vida y en la obra del infatigable artista madrileño. Le frustró entonces no encontrar recogida esta palabra en la mayor parte de los diccionarios serios de nuestra lengua, quizá por ser su uso un barbarismo, cuyo origen, entonces erróneamente atribuyó al francés. El propio Eduardo Arroyo aclaraba la cuestión en su libro, Los bigotes de la Gioconda, publicado este año al alimón los museos de Bellas Artes de Bilbao y el Reina Sofía de Madrid, pues en él explica que la procedencia del vocablo es el italiano pasticcio, que significa una mezcla de varias imitaciones destinada a convertirse en un peculiar estilo de parodiar el arte y la realidad. Esto último es lo que, a la postre, le ha interesado a Arroyo del pastiche, a cuyo irónico ejercicio ha dedicado mucho ímpetu y talento, rematando la faena con la fantástica publicación citada, que es una personal interpretación de esta práctica artística a través de diversos ejemplos característicos contemporáneos. El formato original de este proyecto era una exposición temporal de realización imposible, porque, en el fondo, jamás ésta habría alcanzado el arrebatador fulgor que ahora irradia gracias a la mayor holgura que le proporciona el ser un libro ilustrado. ¡Y, mamma mia, qué libro!
Eduardo Arroyo ha publicado hasta la fecha un número considerable de libros, que el lector devora porque son siempre fruto de las desatadas pasiones de su autor, odios y amores, con frecuencia entremezclados, como las paródicas imitaciones lo están en el pastiche. Así ocurre con Los bigotes de la Gioconda, pero con la peculiaridad en este caso de que la traca de los hilarantes furores y las anécdotas aleccionadoras, que Arroyo reparte sin dar respiro en cualquiera de sus libros, aquí arman o entretejen uno de los panoramas más esclarecedores sobre la esencia y el devenir de nuestro revolucionario arte contemporáneo, cuyos principales y más fecundos asideros han sido el collage y el pastiche, respectivamente un método de construcción y de destrucción por igual creadores. En cualquier caso, para un arte revolucionario, reconozcámoslo, lo más constructivo es la destrucción.
Lo fantástico de este Arroyo «de bigotes» es que traza la poética del pastiche mediante conversaciones cruzadas con algunos de los mejores artistas pasticheros del siglo XX, desde Picasso, Picabia, Duchamp o Dalí hasta Bacon, Guston, Alberto Greco o Adami. Habla de ellos y habla de sí mismo, discutiéndolo todo, a todos y con todos. Es la charla más animada a la que jamás he asistido, hasta el punto de que, en cierto momento, mientras leía, yo mismo, hablando solo, me he incorporado a la conversación. Pero ¿qué hay detrás de esta asombrosa deambulación de Arroyo en torno al pastiche? El último párrafo de Los bigotes de la Gioconda contiene la más estremecedora confesión creadora acerca del desigual combate que entabla el pintor con todo lo que pinta: «Ocultar y borrar, es lo que quisiera hacer y no hago, porque cuando se termina un cuadro se muere un sueño». Este destrozo se remienda mejor con un pastiche que con un collage.
El retrato que Velázquez pintó del Papa Inocencio X durante su segundo viaje a Italia (1649-1651), ha ejercido una profunda fascinación en artistas posteriores. La penetrante mirada y el gesto firme del papa poco tienen que ver con el tópico del pastor de almas de mirada benévola y gesto compasivo. Velázquez pintó al hombre de estado, no al jefe de la Iglesia Católica, aunque también. El vicario de Cristo en la Tierra no es el cordero que se entrega mansamente al sacrificio, sino uno de los hombres más poderosos de su época; tal vez por esa razón el Papa quedó turbado ante la franqueza que el pintor supo arrancarle. Una franqueza que carecía de adulación, como era norma en los retratos de la época. La obra, como es evidente, traspasa todos los límites del género; la pompa y circunstancias que rodean la figura del Papa quedan difuminadas, a pesar de la intensidad del rojo sobre rojo que impregna toda la obra, ante la severidad del retrato y su profundo realismo. El Pontífice no dejó de reconocer, a pesar de ese «pequeño» contratiempo, la calidad del pintor sevillano, por lo que fue obsequiado por éste con una medalla y una cadena de oro.
Francis Bacon, pintor angloirlandés fallecido en 1992, realizó unos cuarenta retratos-variaciones del realizado por Velázquez sobre Inocencio X. El carácter atormentado y desgarrado de este pintor se aprecia en el modo en que «recrea» la imagen del papa, llena de fuerza y dramatismo. En sus variaciones el rostro y la figura se deforman para acentuar la expresividad del personaje. De la boca entreabierta parece surgir un grito de horror que poco tiene que ver con el Papa y sí con las angustias y zozobras personales del artista. Bacon se adscribe a las corrientes figurativas expresionistas del s. XX, desarrolladas después de la Segunda Guerra Mundial.
Velázquez constituye por sí solo uno de los baluartes más representativos de la pintura Barroca, pero a su vez es también uno de los ejemplos más brillantes del arte de la pintura en toda la Historia del arte.
Prácticamente todos los elementos plásticos que deben de valorarse para aquilatar el magisterio de una obra maestra, los posee Velázquez en su obra: su dominio de la técnica para transmitir las texturas de los objetos hasta alcanzar un realismo preciso y de enorme calidad visual; la perfecta ordenación de sus composiciones; la diversidad de sus soluciones y repertorios; la profundidad psicológica y gestual de sus retratos, llenos siempre de una hondura y una verdad que los hace tan humanos; y por encima de todo dos aportaciones insuperables, de un lado su tratamiento de la pincelada suelta y libre, vibrante siempre y llena de una agitación y vitalidad que se convierte en el sustrato de la emoción que es capaz de transmitirnos y que tanto impactará en los futuros impresionistas. De otro lado su tratamiento de la luz, que potencia sus colores y crea en sus espacios atmósferas tan reales que pareciera que en sus obras se respirase realmente el aire.
La Infanta Margarita vestida de azul
La obra de Velázquez es amplia y rica y siempre digna de aparecer en un repertorio que va rebuscando la belleza entre los repliegues de la Historia del arte. Bastaría buscarlo entre sus retratos más logrados, o en obras de especial calidad técnica o en otras que destaquen por el esplendor del color. Pero puede ocurrir como es el caso del cuadro que hemos elegido, que todas estas cualidades se concentren en una misma obra. De ahí que La Infanta Margarita en azul resulte tan especialmente bella y adecuada. La infanta Margarita, hija de Felipe IV y de su segunda esposa Mariana de Austria, fue una niña agraciada, dulce y alegre, que debió de encandilar con su vivacidad al pintor de Corte, porque aparece en numerosos retratos realizados por Velázquez: es ella precisamente la protagonista de Las Meninas, y también la de otro retrato que le dedica el mismo año que le realiza este que hoy nos ocupa (Infanta Margarita).

La infanta Margarita en azul (1949), Diego Velázquez, Infanta Margarita María (1957), Pablo Picasso, La Perla (1981), Salvador Dalí, Menina (escultura y dibujo), Manolo Valdés y Menina (1970), Equipo Crónica
Sus cuadros por otro lado servían también para informar al prometido de la infanta, Leopoldo I emperador de Austria, de los cambios que se iban produciendo en la niña con la que se casaría cuando ella cumpliera los quince años. Esa es la razón de que estos retratos fueran a parar a Viena y que se hallen ahora en esa ciudad.
En esta ocasión la niña aparece a los ocho años, pintada un año antes de la muerte del artista. Y si atendemos a la estructura del cuadro y la posición de la infanta no encontraríamos demasiadas diferencias con cualesquiera de los retratos al uso de la época. Lo que hace tan distinto este retrato de cualquier otro son una serie de recursos magistralmente empleados por Velázquez que convierten la pintura en algo más, en una obra maestra.
En primer lugar la pincelada, esa pincelada suelta y palpitante, tan característica del estilo del pintor y que parece aletear sobre el lienzo cargando de vida la actitud, por lo demás tan estática de la niña. La pincelada libre y cargada de mancha de color, que como ocurrirá siglos más tarde en las obras impresionistas es la que nos impacta sobre la vista como un imán cuyo magnetismo nos impidiera dejar de mirar a la niña.
En segundo lugar la penetración del retrato. Su alcance humano y personal. Margarita no es que aparezca especialmente risueña ni debía de estar muy contenta durante la realización de la obra, como lo demuestra su actitud rígida y su rostro poco expresivo, pero aún así, Velázquez no puede reprimirse en insistir en su encanto como hace en todos los demás retratos de la princesa. Tal vez sean sus ojos tan grandes y abiertos, su pelo dorado, siempre agitado por sus rizos, y su piel sonrosada, llena de vida. Tal vez, la precisión de sus facciones o simplemente ese hálito de convicción que le da siempre Velázquez a sus rostros, y que los hace tan humanos, tan próximos.
También la luz. Violentamente contrastada hasta enfatizar a la niña en un foco único de luz. Al final de su vida Velázquez tiene poco ya del primer Velázquez tenebrista, sin embargo sigue dominando plenamente el efectismo del juego de luces y sombras, y es eso lo que hace en esta obra, oscureciendo el fondo del cuadro para restallar en luz toda la figura de la infanta.
Por último, y en mi opinión, por encima de todo está el color. Un color inimitable, poderoso, de un azul eléctrico, lleno de intensidad y de brillo. Su tonalidad radiante amplificada por sus luces metálicas actúa como una aparición de la que no pudiéramos despegar la vista.
El resultado es todo elegancia y majestuosidad en el porte y la pose de la niña, pero es además una imagen viva y atractiva, un cuadro tan extraordinario que no es de extrañar que ante él, nos tengamos que rendir al magisterio de Velázquez.
El caso de ‘Las meninas’
Las Hilanderas y Las Meninas, ejecutadas por un Velázquez maduro en todos los aspectos, son sin duda la tesis de toda la pintura velazqueña y probablemente de toda la pintura del barroco. El lienzo de 310 x 276 centímetros recoge, dentro de una gran sala decorada por grandes cuadros, en primer plano, a un enano que apoya el pie sobre un perro tumbado, una bufona, una dama que mira fijamente a una niña que es atendida por otra dama y, cerrando este plano, un pintor, que no es sino Velázquez, delante de un gran lienzo que mira hacia el exterior del cuadro.
En un segundo plano dos personajes de los que uno, una monja, habla con el otro, mientras éste fija su mirada en la tela que se está pintando; en un tercer plano, en el fondo de la escena, otro personaje observa el interior de la estancia a través de una puerta abierta; en un espejo colgado de la pared se difuminan otras dos figuras, los monarcas a los que Velázquez está retratando en el lienzo que tiene delante de él y a los que parece mirar. Todas las figuras están hechas casi a tamaño natural.
Observando a los reyes estaría la infanta Margarita, acompañada de dos meninas: una, Agustina Sarmiento, que le ofrece de beber mientras hacia ella mira Isabel de Velasco. Junto a ellas, Maribárbola, la bufona, y el enano Nicolasito Pertusato. Detrás, Marcela de Ulloa conversa con Diego Ruiz de Azcona, mientras en el fondo el mayordomo José Nieto observa toda la escena.
La composición de esta obra es muy compleja y le sirve al pintor para realizar un autorretrato. Velázquez emplea una serie de recursos para conseguir la perspectiva y profundidad. Las figuras se suceden en tres planos distintos que ilumina a través de una ventan el primer plano para ir progresivamente acentuando la penumbra a medida que se aleja hacia el fondo. De repente, esta penumbra se rompe bruscamente por un nuevo foco de luz que, penetrando a través de la puerta amplía enormemente el espacio y aclara el fondo. También es la pincelada la que se va haciendo cada vez más difusa y menos compacta a medida que se aleja del ojo del espectador. La definición de los personajes del primer plano también contrasta con el tratamiento esbozado de los elementos que decoran el recinto. Como se ha dicho repetidamente, Velázquez ha sabido pintar la atmósfera, el aire, la luz que circula por el interior. En este cuadro podemos apreciar cómo ha evolucionado la técnica de Velázquez a lo largo de su carrera artística, cómo ha conseguido una iluminación natural, un aire casi respirable y una perspectiva increíble. Esa circulación atmosférica es lo que ha venido en llamarse Perspectiva aérea, en la que Velázquez es un maestro único.
La paleta del autor se llena de colores cálidos y se constata una vez más la influencia de Tiziano y Rubens en ella. La pincelada es suelta y estirada, acrecentándose este aspecto cuanto más se aleja el espacio pictórico del espectador. Así mismo, podemos apreciar el esmerado cuidado en los detalles que Velázquez utiliza cuando su obra se trata de un retrato.
El dominio de la perspectiva en Las Meninas es magistral; de la lineal con esas ventanas, que ya Palomino nos dice «que se ven en disminución, que hacen parecer grande la distancia»; con el suelo de la habitación «con tal perspectiva que parece se puede caminar sobre él, y en el techo se descubre la misma cantidad»; y con la aérea, con el color y la luz, con «a degradación de cantidad y luz», con esa alternancia de planos lumínicos entre el primer plano, el plano medio en penumbra y la puerta de atrás iluminada.
El efecto de profundidad espacial, la gran conquista del Barroco, conseguida, no por medios racionales dibujísticos de una perspectiva lineal, sino a través de recursos sensoriales, en los que cuenta, particularmente, la gradación de tintas, la luz, el color y la concepción pictórica de la realidad vista como mancha, con brillos o fundidos, se expresan precisamente en Velázquez con una maestría y con una variedad de matices y efectos no alcanzados por ningún otro pintor de su época. Jugando con la luz, haciéndola incidir sobre los personajes en primer plano, sumergiendo en penumbra a los que se alejan, con una paleta que, clara, luminosa, rica de color y matices, también recrea lo que está más cerca del espectador. La nitidez de las figuras va relacionada con la distancia y con la luz que reciben.