«Hasta ahora, nuestro concepto de espacio se relacionaba con la caja. Sin embargo, nos damos cuenta de que las posibilidades de disposición que forman el espacio-caja son independientes del espesor de las paredes de la caja. ¿No sería entonces posible reducir dicho espesor a cero, sin que el resultado de esta operación sea la pérdida del espacio? La naturaleza de esta operación es, en cierto modo obvia; así pues, en nuestro pensamiento quedará el espacio sin caja, es decir, algo autónomo.” Albert Einstein, 1928
El aire nos rodea libremente, se acumula en remolinos y se mueve por corrientes a nuestro alrededor. Lo inspiramos y expiramos, lo abrazamos al vivir. El aire vaga por el mundo en su forma indefinida y los arquitectos nos empeñamos en atraparlo, en moldearlo, en hacer de su presencia un material.
Si imaginamos una llanura infinita, todo lo que vemos es aire, aire que se extiende hasta el horizonte, donde la tierra y el cielo se saludan tangentes, se besan. En esa llanura, cualquier punto que pisemos tendrá la misma condición, ninguno es diferente al anterior. No obstante, cuando avanzamos hacia otro punto, tras nosotros queda el camino andado, un recorrido de huellas que empiezan a esbozar un nuevo matiz sobre la tierra isótropa que se extiende bajo nuestros pies; definiendo así, una línea que adquiere una identidad diferente a todo lo demás.
A las puertas del Sahara © Núria Forqués Puigcerver
Si en esa llanura colocamos ahora un árbol, ese matiz de diferencia se acentúa e, instintivamente, nos sentiremos atraídos hacia el nuevo elemento: es algo distinto, queremos averiguar el porqué. Aparece un hito en el paisaje, un cuerpo magnético que inmediatamente convierte el pedazo de llanura que se esconde bajo su copa en un espacio en el que poder cobijarse del sol abrasador.
Sí, introducimos el concepto de espacio. De entre la gran masa de aire que se extiende desde el suelo hasta la atmósfera y a lo largo de toda la llanura, el aire que rodea al árbol es especial, está condicionado por la presencia del elemento vegetal. Descubrimos así las sombras, los reflejos en las hojas, las texturas en las ramas, los aromas frescos… una zona que nos ofrece opciones diferentes al resto, que nos produce curiosidad y emoción, que nos proporciona un techo; un espacio que gira en torno al tronco del árbol y bajo sus hojas.
Para haber podido identificar ese área hemos necesitado de otros elementos ajenos a ésta; dado que, en sí mismo, el espacio se compone solo de aire, aire que no seríamos capaces de identificar sin su contexto. Así pues, no hay espacio sin luz; pues la luz genera sombras, y es ese diálogo entre luz y penumbra lo que nos permite percibir los límites entre los que nos encontramos. Del mismo modo, sin esos límites, la luz se extiende hasta los rincones más alejados del universo, sin tropezar con ningún obstáculo en su camino y ofreciéndonos la nada. Por esta razón, tanto la luz como los límites son esenciales para poder definir un espacio, para poder percibirlo; ambos elementos son esenciales para poder hablar de arquitectura. Como dijo Le Corbusier, «La arquitectura es el encuentro de la luz con la forma«.
Atardecer en el Convento de la Tourette © Núria Forqués Puigcerver
Imagínate un espacio. ¿Qué forma tiene? ¿Qué lo define? Cuando pensamos un espacio, es común materializarlo en la mente con la forma de una caja, encerrado en ella; al fin y al cabo, nos pasamos la mayor parte del tiempo en habitaciones prismáticas. No obstante, el concepto de espacio es mucho más amplio y ofrece un interesante juego como materia prima capaz de ser moldeada a merced de quien se atreve a jugar.
Imagínate un espacio. En el interior de una caja, el espacio es hermético, cerrado. No fluye. Pero cuando empezamos a imaginar variaciones y a mover los muros, el espacio se va abriendo. Las paredes se deslizan por el suelo; pueden permanecer unidas o se pueden separar unas de otras, unas más y otras menos, unas sí y otras no; algunas paredes pueden aumentar su altura, otras disminuirla; algunas aumentar su transparencia, otras reducir su densidad; pueden cambiar su materialidad, desde gruesos muros hasta sutiles velos, su permeabilidad, su textura,… La cubierta puede ser plana o inclinarse hacia arriba en un punto o quebrarse por la mitad o dividirse en diversos planos a distintas alturas o abombarse o arquearse llegando a fundirse con el plano vertical. Así, una tras otra, infinitas posibilidades se suceden en la mente a la hora de imaginar un espacio.
No obstante, con imaginarlo no basta, la arquitectura es mucho más. La arquitectura se piensa con el fin de construirse, de viajar desde el mundo de las ideas hasta nuestra realidad material. De este modo, el espacio no lo es hasta que no se materializan sus límites, los cuales pueden ser más definidos o más difusos, más o menos visibles, pero siempre presentes.
La primera piedra © Núria Forqués Puigcerver
En arquitectura, se habla de dos formas de materializar los límites; así, distinguimos el espacio tectónico del estereotómico. La estereotomía consistirá en conseguir inyectar una masa de aire en el interior de otros materiales a base de excavar, de extraer, de perforar,… Por otro lado, la tectónica consiste en encerrar esa masa de aire a base de sumar materiales a su alrededor, de unirlos, juntarlos, trabarlos,… Sin embargo, no necesariamente se ha de trabajar de una forma u otra para conseguir sus respectivos ambientes; sino que, es posible conseguir un aspecto estereotómico a base de trabajar y unir diversos materiales tectónicamente e, igualmente, aunque menos común, conseguir un aspecto tectónico a base de trabajar la excavación.
Al final, lo importante es el concepto, entendiendo por estereotomía el tipo de construcción en la que todo el conjunto trabaja como una unidad másica y continua ante la fuerza de la gravedad; mientras que, en la tectónica, los elementos aislados colaboran uno a uno en el conjunto, transmitiendo sus esfuerzos de unos a otros hasta que el peso llega a tocar el suelo a través las cimentaciones.
En esta dualidad constructiva, los límites que definen el espacio actúan de forma diferente frente a la luz. En la primera, desde el núcleo oscuro, se excava en busca de ella, se perfora y desgarra la superficie para dar paso al sol, para que éste bañe el interior. Sin embargo, en la construcción tectónica se procede a construir, alrededor de ese interior, barreras que protejan de la radiación y la intemperie, y que constituyan filtros materiales entre éste y su contexto.
Interior de una iglesia en Finlandia © Núria Forqués Puigcerver
Y así, juntos, la luz y los límites de un espacio influyen en nuestra aprehensión del mismo; por lo que, jugando con ambos elementos en sus múltiples variaciones, podemos condicionar las sensaciones y emociones que éstos generan en nosotros.
Imagínate un espacio. Constrúyelo. Pero sé consciente que, aquello que construyas afectará directamente a tu percepción y a la de los demás. Sí, la arquitectura es para las personas, nace de ellas y se postra ante ellas, ante nosotros. Por tanto, los lugares imaginados deben girar en torno a nuestras necesidades, nuestras emociones, nuestro modo de entender el mundo y de relacionarnos con él. Entra en la ecuación la escala; la proporción de los espacios en relación a las personas. Hay que considerar la altura, la anchura, la profundidad, en resumen, las dimensiones de las cosas. Para ello, se utilizan módulos, se investigan las proporciones del cuerpo, en sí mismas y en relación con el mundo que nos rodea. Se trata de adaptar los espacios que se van a construir a la escala del hombre, con el fin de generar en éste unas o otras impresiones.
El Modulor de Le Corbusier © Núria Forqués Puigcerver
Ejemplos como el Hombre del Vitruvio de Leonardo da Vinci o el Modulor de Le Corbusier explican esta necesidad de conocer nuestro propio cuerpo en el sentido más práctico y matemático; pues, una vez interiorizadas nuestras dimensiones, podremos proyectar espacios adaptados a ellas, pudiendo realizar desde estancias protectoras y acogedoras, hasta edificios monumentales ante los que nos sentimos sobrecogidos sin saber muy bien porqué.
Imagínate un espacio. Ahora otro. Y otro. Al fin y al cabo, el mundo es una sucesión de espacios que se relacionan íntimamente. Por esta razón, no solo hay que imaginar un lugar, no solo nos afecta la percepción de éste, sino también la de su contexto y la forma en que ambos conviven. Pasar de un interior oscuro a una gran plaza amplia bañada por el sol, no es lo mismo que salir de ese interior y caminar bajo un porticado que se abre hacia la plaza en la que, ahora, existen árboles que filtran la luz. En el primer caso, nos encontramos ante un cambio brusco, un golpe de luz que nos sorprende; mientras que, en el segundo, aparecen filtros que nos van guiando, poco a poco, hacia el siguiente paso.
El pensar múltiples espacios nos invita a imaginar cómo son, independientemente y en su conjunto, pero sobre todo, en cómo se relacionan entre ellos. Estas relaciones se evidencian en los límites, y el cómo se materializan estos límites, como hemos comentado, nos hará percibir, de formas completamente dispersas, un mismo espacio, así como su transición y conexión con el resto. En ese contexto, uno tras otro, los lugares se suceden, y nosotros avanzamos intentando descubrir el siguiente paso.
La Casa Farnsworth © Núria Forqués Puigcerver
Imagina la luz, los límites, las formas, la materialidad, la escala,… imagina todos esos elementos que nos permiten construir los espacios; espacios que tienen como fin el servir a las personas, protegerlas, emocionarlas. Imagina ahora esos espacios, sus relaciones y sus diálogos, imagina la arquitectura. Una arquitectura que tiene la capacidad de poder hablar y comunicarse con un lenguaje que parece universal, pudiendo generar un paisaje que satisfaga nuestros sentidos, creando espacios que se adapten a nuestra vida. Un lenguaje y una construcción que permanecen en el tiempo, que nos hablan desde las épocas antiguas y que les hablarán a quienes todavía están por venir. Un lenguaje y una construcción basados en la relación entre los espacios, consigo mismos, con su contexto y, sobre todo, con nosotros, las personas.
Sí, imagínalo, todo ello; piensa, crea, moldea el aire, juega con él, deja que tu mente vuele, déjate emocionar. Como decía Einstein, en nuestro pensamiento el espacio es algo autónomo, algo libre. Sin embargo, el reto de la arquitectura consistirá en traducir esos espacios que nuestra mente recrea, en lugares que podamos disfrutar, pisar, habitar; en traducir lo imaginado al mundo real.
Portada: Biblioteca del Museo Arqueológico de Cartagena © Núria Forqués Puigcerver