Para definir el concepto “mito” (μῦθος), la Real Academia Española expone cuatro acepciones, entre las que destacan las siguientes:
- m. Narración maravillosa situada fuera del tiempo histórico y protagonizada por personajes de carácter divino o heroico. Con frecuencia interpreta el origen del mundo o grandes acontecimientos de la humanidad.
- m. Historia ficticia o personaje literario o artístico que condensa alguna realidad humana de significación universal.
En esas líneas, la denotación del concepto deja en el aire su profundidad tradicional, pues fórmulas así corren el riesgo de convertirse en moneda corriente, que da lugar a acepciones tan vacías como “cuento, fábula, discurso, mito”,[1] o como las enunciadas, y que origina nuevas definiciones que devalúan por completo la palabra: el logos. ¿Y por qué considerar de otra manera el mito, si todo lo referido con él indica falsedad, falacia? La superchería más infantil suele calificarse de “mito”. Hay un problema, sí; aunque el peor de los escenarios ocurrirá cuando el mismo ser humano no sea siquiera un mito sobre la faz de la Tierra.
Lejos de redundar en torno de la transición que va del mythos al logos (otra moneda corriente en una filosofía agonizante), habría que considerar una resolución cultural que motive una vuelta de tuerca; de manera que esa transición lleve de vuelta al mythos, tal como quizá sucedía en civilizaciones cuyo pensamiento mágico procuraba una explicación profunda, “metafísica”, de los orígenes y los destinos del Hombre. Con la filosofía de la Antigüedad clásica, el proceso que va del mythos al logos hizo inevitable el imperio del racionalismo, por el carácter especulativo de pueblos que mercaban ideas, además de productos tasados ahora con una moneda de cambio: se consideró, sí, el problema siempre vigente llamado Ser Humano, sin embargo, se lo midió no con los valores de la cualidad, sino con los de la cantidad.
Atalanta © Cliff1066™
Del logos al mythos: una inversión seduce porque ayudaría situar al hombre en un lugar que le pertenece (en el centro del universo, en la vorágine de toda discusión y de toda preocupación); sólo ahí es posible una verdadera reflexión en torno del problema. No una racionalización del problema (filosofía e historia), sino reflexión sensible, con la cual motivar un reflejo en el otro y ser uno con él y con el entorno, asumiendo sus limitaciones “históricas” de tiempo y espacio (la duración y la extensión que son abolidos en la mitología).
Consideremos con el español José A. Pastor Cruz que “etimológicamente, mythos proviene de la raíz my, la cual se refiere, en una primera acepción, a la onomatopeya (emitir e imitar sonidos) y, en un segundo sentido, al acto de mover boca y labios al hablar”, y que “no quiere decir nada distinto de ‘discurso’, ‘proclamación’ o ‘notificación’”.[2] No obstante, agreguemos con Gómez de Silva que mu es una sílaba indoeuropea “que imita sonidos inarticulados”, como en el griego “mýein: ‘cerrar (o sea, contraer, entrecerrar) los ojos; cerrar los labios’”, y que en tal medida mu debe relacionarse con el griego my laleín: ‘murmurar, hablar entre dientes’”.[3] Se trata en efecto del silentium mysticum que todo iniciado (epoptes) debe conservar a fin de no profanar el saber adquirido en el templo de iniciación (el Telesterión). Sabido es, en este sentido, el celo con que el gran sacerdote de la iniciación preservaba los misterios sagrados, y si tomamos en cuenta que el concepto “misterio” proviene de mýstes y de mýein (“cerrar los labios, mantener secreto”),[4] debemos considerar también el hecho de que la transmisión del saber por excelencia se daba por medio de mitos, para mantenerlo vivo. El mito vela con una forma simbólica los arcanos que deben mantenerse secretos. ¿Cómo?: “cerrando los labios” para guardar el secreto o “hablando entre dientes”. Ello es posible por el mandato de no dar “las cosas sagradas a los perros” ni echar “vuestras margaritas a los puercos” (Mateo, 7-6). La amonestación: “no sea que [los puercos] las pisoteen y después se vuelvan contra ustedes para destrozarlos”, indica el peligro de desvirtuar los valores sagrados de nuestra herencia cultural, que ha puesto ya en entredicho al logos (palabra, creación, poesía, luz).
Contrariamente a la opinión de muchos, Mythos sigue siendo una forma de expresión que señala las vías hacia la armonía y el equilibrio en el cosmos, ya que el mismo concepto se compone con la letra número 12 del alfabeto griego (My), la cual posee un valor simbólico de tres: considerado el número más sagrado, que expresa la perfección absoluta. Además, está determinado con la letra número ocho del alfabeto griego: Theta, cuyo ideograma (Q, θ) parece indicar la intención de poner en evidencia el límite, la medida[5] con que está definido la noción de Hombre (Áνθρωπος, con theta también). La polis más civilizada de griegos antiguos poseía como divinidad principal a la diosa de la Sabiduría, cuya tutela dio nombre a la cuidad del Logos: Atenas. Ahí se perfeccionó la creación literaria, arquitectónica, escultórica, en fin: toda poética que fijaría la belleza de las Artes. Quizá el mithos pudo constituir, antes incluso que el logos, el motor que llevó al ideal de la composición armónica y motivó en hombres como Fidias la creación del Partenón (templo y morada de Atenea), cuyas ocho columnas frontales saludan al sol en su cíclico renacimiento milagroso: arquetipo de la iniciación.
Partenón © Antonio Campoy
Sí, otra vez aludimos al número ocho, que se presenta geométricamente en formas octogonales, como la llamada Torre de los Vientos ateniense o como los baptisterios o las pilas bautismales de la arquitectura románica y gótica. Y es que ese número simboliza el equilibrio, es decir, la mesura y la templanza, vehículos para la reflexión y la búsqueda de una justa medida,[6] como lo escribió el sabio Pitágoras en sus Versos de oro: “Aprende lo necesario para que tu vida sea más feliz. Lo mejor en todo es la justa medida. Reflexiona sobre todo tomando como guía la recta razón”.[7] Se trata de la noción aristotélica del “justo medio”, llamada posteriormente “templanza” o “virtud”, que a su vez refieren el acto de mirar o con-templar, pues en efecto, las raíces indoeuropeas tem– y vid– significan eso: mirar, observar; lo que constituía una vía para lograr un equilibrio interior o “centramiento” necesario.
Cuando los mismos dioses empezaron a ser “humanos, demasiado humanos” y la simbiosis dialéctica Dios-Hombre sólo tendía ya a explicar el aspecto perverso del corazón (inclinado a una sensualidad cada vez más grosera), la ética y la moral desplazaron a los dioses hasta los confines del inconsciente, colectivo e individual, pues el éste (hecho de tierra,[8] “a su semejanza”) ya no los necesitaba, siquiera para achacar a ellos su desgracia, o para comprender sus tinieblas interiores.
¿Pudo ser de otra manera que el mito edípico haya sido considerado como pretexto de un mero complejo de preocupaciones y culpas en torno de cierta constelación simbólica del parricidio? Más preocupado por la virtud y la templanza del alma, que de asuntos metafísicos, Sófocles dejó de soslayo la esencia del mito; a saber, el dilema con que se enfrenta el héroe y con él todo viajero de esta tierra: ¿Cuál es el animal..? En otras palabras: ¿Quién soy yo, quién eres tú, quiénes somos nosotros?; un dilema cuya solución ofrece la posibilidad y la necesidad de considerar el entorno: el yo y su circunstancia que deben ser “salvadas”, como piensa Ortega, en aras de un equilibrio microcosmos-macrocosmos.
Pero debemos considerar una letra más para complementar esta premisa, y es la letra Phi (F, f), número 21 del alfabeto griego (símbolo nuevamente del número tres), que destaca en un círculo una línea vertical. Aquí, el ideograma señala el camino que lleva al ideal de la armonía y de la perfección: el eje dentro del círculo representa al hombre mismo en actitud vertical situado en un círculo; lo que es igual a: 20 (por sus veinte dedos) + 1 (el círculo) = 21 = 3. Virgilio afirmaba que (todo número tres es perfecto”, pues desde el punto de vista de la matemática,[9] la phi (de palabras como Philosofía o Phidias) expresa la “sección áurea” que grava la armonía del arte griego, y perfecciona con el logos, la tendencia a la desmitificación y a la remitificación virtuosa. Tal como “explica” Leonardo en El Hombre de Vitruvio, cuya proporción supone equilibrio en cuerpo y alma, belleza y salud (la luz de la sabiduría), el círculo trascendente circunscribe al Hombre en su integridad absoluta.
Da Vinci Vitruve © Luc Viatour
Letras del justo medio y de la armonía, respectivamente, la theta y la phi expresan en conjunto la estructura física del hombre, expresado en los diámetros que lo “crucifican” en el cosmos, con la impostura de situarse en el centro. La cosmovisión simbólica presenta un esquema como el que sigue:
Sabido es que el iniciado en los misterios sagrados recibía el título de mýstes (initiati o sacrati, entre los romanos), y no es casual, por tanto, que en los ritos de Eleusis, en la Grecia antigua, el mistagogo por excelencia se llamara Iaco; nombre que asocia los significativos nombres propios de Santiago y Diego, y que comienza con el sonido de nuestra vocal i; lo cual encierra una verdad de considerable importancia. Aquí cabe señalar que en la tradición mítica indoeuropea, la noción del “justo medio” o “justa medida” ha asociado ya el simbolismo de lo uno (1) con el “motor inmóvil” o “medio invariable” extremooriental, que es el eje del mundo (I). Esa letra concentra una cierta voluntad propia del simbolismo, consistente en la expresión críptica, mistérica, del saber por excelencia, y que a su vez se concentra en la noción de lo justo (ius, iuris). Si el mito vela con imágenes simbólicas, el logos desvela mediante el discurso racional y especulativo; pero la pugna entre ambos modos de considerar un sujeto o un objeto, tornó menos inteligible la imagen mitológica.
Un gran puñado de mitos de la Grecia arcaica refiere ya cómo el simbolismo de lo uno, de la perfección se expresa mediante la noción aristotélica del “justo medio” o, “justa medida”, la cual se halla en conexión con el simbolismo de este “motor inmóvil”, situado en el centro, donde convergen las líneas vertical y horizontal de nuestra anterior figura (ejes respectivos de las letras theta y phi). Evidentemente, el centro es el punto de partida y de llegada del despliegue germinal para todo ser manifestado; de modo que la representación gradual de la germinación nacimiento, presenta un avance concéntrico (a partir del centro), cuyo desarrollo en espiral simboliza la energía vital de todo ser: su virtud-fuerza y, misteriosamente, su voluntad de ser infinito. Tal voluntad de ser implica en el mito la de ser infinito, es decir, no definido, no delimitado; pues así como se logra horizontalidad que lo situará espacialmente en un tiempo, también se logra verticalidad, constituida por las virtualidades o pilares de un crecimiento espiritual armónico[10] que trascienda las limitaciones del tiempo mismo.
Aún más, la letra phi explica la denominación del camino o la vía que debe seguir el ser humano (el Tao extremooriental). Se trata de un camino de trascendencia, una trayectoria (tra-iectus) simbolizada por la letra I o por el número 1; valores que expresan el eje del mundo (axis mundi). No está demás considerar aquí que el sonido de la letra i no sólo comienza nuestro verbo latino ire (ir), que conforma las palabras iniciar e iniciación (in-ire); sino también el misterio que indica la vía o el camino para la conquista de una iluminación espiritual, además de nombres significativos de grandes iniciados. En efecto, como sacerdote Iaco, Jesús y los dos Juan otorgan una doctrina de la luz y de la salvación por el bautismo (nuevo nacimiento) y por el Evangelio.
La letra I indica simbólicamente que la vía consiste en lograr la unidad trascendente, asumiendo las limitaciones espacio-temporales de nuestra naturaleza horizontal; es decir, ser uno con el principio eterno, mediante una trayectoria mesurada, justa, consciente de sus límites y capaz de reconocer la trascendencia como una necesidad (anankhé) para religarse con la esencia espiritual y, pese a la moralidad, ser “humano, plenamente humano”. Habrá de considerarse, entonces, la idea de una “lingüística” del simbolismo que dé razón del contenido tradicional de las herencias culturales para atenuar el algo la tendencia a devaluar conceptos como mythos y logos; de manera que la escritura poética no sólo se confine en los horizontes de un entorno sincrónico escasamente vital, situado “a ras de tierra”, sino que también se oriente verticalmente hacia aspectos de la imaginación simbólica; aspectos del ser que el mito siempre presentará como lo más trascendental de la humana existencia.
[1] Guido Gómez de Silva. Breve diccionario etimológico de la lengua española. p. 461.
[2] Véase el ensayo: “Mythos y logos” de José A. Pastor Cruz, en: Corrientes interpretativas de los mitos.
[3] Véase: Guido Gómez de Silva. op. cit. pp. 459, 461, 471.
[4] Véase el artículo “misterio”, en: íbid. p. 461.
[5] Métron, en griego; mensura, en latín. Estos términos provenientes del indoeuropeo me-, med-: “medir” (comparables por lo demás con el sánscrito matra: “medida”) pertenecen a una constelación semántica por demás significativa, pues están asociadas con el concepto “hombre” (men, mann, manas, en inglés, en alemán y en sánscrito, respectivamente) y con la facultad de reflexión de la “mente” (en latín: men, menes, y en griego: mneme). No es casual que a ello se agrega la palabra “luna”: en ingles moon, y en griego mene.
[6] El magisterio de tales nociones “aristotélicas” prevaleció muchos siglos y sólo pudo ser abolido cuando mythos y logos se disociaron, de manera que se desdeño el carácter tradicional del primero. El entusiasmo racionalista del siglo XVIII se agotó en el XIX, cuando todo lo que olía a metafísica se comenzó a desdeñar y ante la muerte del Theos (Nietzsche).
[7] Tomado de: http://www.x.edu.uy/pitagoras.htm.
[8] Valga recordar aquí que la palabra “humano” proviene del latín humus, humi: tierra.
[9] Según Pitágoras el concepto matemáticas significa “lo que se conoce”, “lo que se aprende” (del griego μάθημα: saber, conocimiento, derivado del verbo mánthano: “aprender”, “pensar”, “aplicar el espíritu”). El concepto presenta asimismo la letra theta (¿de them-?), puesto que la ciencia del número puede constituirse en camino de la sabiduría: el filósofo de Samos pensaba que la contemplación intelectual y el asombro por los principios de un orden (kósmos) constituyen el requisito indispensable para alcanzar la virtud.