El mundo como un Aparecer es algo que resalta la filosofía fenomenológica de Husserl y Scheler. Y detrás de ella Heidegger. Para Heidegger los sabios son los poetas y los artistas. Los filósofos se han limitado a levantar construcciones en el aire, al margen de la vida. Hay que mirar de nuevo el ser directamente como los presocráticos griegos, dejar que salte delante de nosotros, volver al ser primigenio y su impulso. La verdad para él no es la adecuación entre el pensamiento y la realidad, sino que es un des-velamiento, un apartar las cortinas, un ver de verdad el ser. Y se muestra sobre todo en las imágenes poéticas, como él estudió en Georg Trakl.
También Nietzsche es un visionario que trastornó la cultura occidental académica y encajonada. Se volvió directamente a la vida, la vio con toda su fuerza en su impulso y su voluntad, en su esplendor inagotable, y lo expresó en imágenes poéticas poderosas, a pesar de que decía que los poetas mienten demasiado. Al final los filósofos más sabios se acercan a la poesía. La vida se convirtió en una visión alborotada ante los ojos entusiasmados de Nietzsche, que vio la ruptura de las barreras, el eterno retorno, el ir más allá del bien y del mal convencionales, el temblor de Dionisos más allá de las limitaciones de Apolo.
Pero antes un filósofo visionario había sido Schopenhauer. Recuerdo cuando leí deslumbrado a los veinte años en Lugo “El mundo como voluntad y representación”. También en él abundan las imágenes poéticas, me acuerdo especialmente del arco iris sobre la cascada que escribe para señalar la presencia de lo permanente por encima de lo variable. Y el arte para él es también la culminación del conocimiento . Una Voluntad sin fin es el origen de todo el universo. Esa voluntad se manifiesta primero en Ideas (que no son conceptos abstractos, sino formas creadoras y vivas) y el arte capta con su visión esas Ideas. Pero la música, el arte más profundo, capta directamente la Voluntad. La música es el arte más visionario de todos.
En lugar de hablar sobre el mundo, el visionario lo mira radicalmente, salvajemente. Tiene un contacto apasionado con el mundo. El mundo está vivo genesíacamente de nuevo para él, tiene su vitalidad sin paliativos. El visionario se desnuda totalmente, se desgarra los vestidos, y toca al mundo y lo ve en toda su fuerza. Y le llegan todas las imágenes poderosas y reprimidas, todas las revelaciones secretas que nuestros encajonamientos rutinarios y burgueses no nos permiten recibir. El visionario pone todo su ser en la mirada y por eso puede morir pronto. El visionario es un ser trágico y es un testigo y un mártir. Porque esa mirada sin límites, ese entrar torrencialmente la vida, tal vez no puede aguantarse mucho tiempo. Por eso dicen las religiones que el que ve a Dios completamente muere, y por eso nos asustamos ante la entrada del caballo de Fussli por la ventana de la mujer totalmente tendida sobre la cama.
Wladimir Soloviov fue el maestro de los simbolistas rusos, de él bebieron Alexander Blok, Fedor Tiutchev, Andrei Biely, incluso tuvo efectos en Dostoyevski. Fue el gran visionario de Rusia a finales del siglo XIX, el que soñó y se apasionó por todos ellos. Yo lo descubrí casualmente hace más de veinte años cuando vagabundeaba por las bibliotecas de Compostela en busca de materiales para este libro, y en la facultad de Derecho encontré dos obras suyas traducidas al italiano.
En “Crítica de los principios abstractos” señala los límites del conocimiento intelectual, dice que la ciencia nos da la letra de la naturaleza pero no su espíritu, nos señala su exterior pero no su cauce, no capta la vitalidad secreta de la naturaleza, marca las leyes pero no el amor. Afirmaciones muy similares hace Balzac ( otro gran visionario al que solo se valora por sus retratos burgueses) en “Serafita”. Y Soloviev apunta un conocimiento de la entraña del universo a través del amor, que está personalizado en último extremo en Sofía o la Sabiduría Suprema, uno de los nombres de la Virgen María. El cristianismo ortodoxo es más místico que el católico, tiene más misterio y fervor, y Soloviov respira en ese ambiente. Sofía sería el amor supremo por el cual nos acercamos a lo divino, descubrimos la divinidad en nosotros y nos vemos profundamente. Es la religión cálida de Maria, presente en la poesía europea desde la Edad Media, la Mujer en la Divinidad, una de las metamorfosis de la Diosa Blanca de Robert Graves.
Soloviov propone ver el mundo a través del amor, a través de mirarlo apasionadamente, entonces el mundo se mostrará ferviente y extraordinario, nos dará la visión suprema. Los conceptos, los principios abstractos, no nos acercan al mundo, solo nos dan su esqueleto muerto, necesitamos verlo a través de la experiencia concreta, de la experiencia amorosa.
Este mensaje culmina en las “Lecciones sobre la Divinohumanidad”. En esa obra Soloviev le da todo su sentido apasionado al cristianismo, dice que en el cristianismo lo divino y lo humano se unen y se reconvierten, se transforman el uno en el otro. Dios viene al mundo y habla con nosotros, y sufre y duda, pasea con nosotros por las calles, se acerca a nuestro lenguaje y a nuestra experiencia. Pero al venir alumbra nuestro mundo (quiero prender fuego a la tierra, dice Jesús en algún lugar de los Evangelios), lo incendia, lo llena de secreto, hace que reviente su entraña, lo convierte en un sueño. Y nos salva del aburrimiento, y de nuestros prejuicios, de nuestra incapacidad de ver, de nuestra impotencia para amar. Dios es algo concreto, se hace carne a nuestro lado. Y a la inversa el hombre descubre su lado secreto y apasionado, se diviniza, se hace invisible y supremo como diría Rilke, se angeliza. Vive la tierra tan apasionadamente, tan profundamente, que ésta se vuelve invisible, se vuelve perdurable, como quería Rilke. Rilke nos salva con la poesía y Soloviev con su sabiduría poética. Su filosofía inflamó a un montón de poetas y les proporcionó visiones y sugerencias para toda una época.
Soloviev habló de Sofía, y Alexander Blok de la Bella Dama, y Sonia en “Crimen y castigo” de Dostoyevski salva a Raskolnikov de su incapacidad de percibir a los demás como seres valiosos, incluso la vieja avara, de ver el valor de la vida. Igual que “El idiota” al que todos desprecian es el único que los ve a todos de verdad. Lo que los intelectualistas llaman idiotez (oh qué inteligente es demostrar de modo irrefutable que el movimiento no existe y que Aquiles nunca alcanzará a la tortuga) es una humanidad visionaria, es temblar y sentir el temblor de los demás. Y ese hombre del subsuelo de Dostoyevski , que desconfía de las seguridades de la ciencia y de su felicidad enlatada, tiene el mismo secreto ferviente de Soloviev, la misma desesperada esperanza, como después manifestaría León Chestov en “Kierkegaard y la filosofía existencial”.
Soloviov abrió todo un mundo a través de símbolos evocadores, que hicieron a muchos poetas ver el mundo de otra manera, con otra hondura, con otra palpitación. Y ese visión palpitante sobrevive, sobrevivirá siempre, a pesar de los reduccionismos racionalistas. Su filosofía , como la de Platón mucho antes, y de la cual deriva en último término, fue una poesía quintaesenciada, un ver el mundo a través de las metáforas y los símbolos. Y manifiestan a un escritor entusiasta que trata de salvar a varias generaciones del aburrimiento, del creer que el mundo no tiene hondura ni entraña.
Henri Bergson es el filósofo visionario por excelencia, con razón se acercó a los místicos. Es uno de los que mejor superaron nuestro simplismo racionalista. La inteligencia no explica la vida, nos dice, es algo mecánico, pegamos cortes en la vida, pero la vida es un continuo que no se deja cortar. La inteligencia en todo caso solo explica lo inerte, lo muerto, es una serie de regularidades y de leyes que no se cumplen en muchos casos. La inteligencia se pasa de lista, podemos razonar todo lo que queramos, dar vueltas en nuestra cabeza, pero de ese modo no captaremos de verdad el fluir de la vida, está más allá de todo eso.
Y de repente surge la intuición, el ver, qué importa que los razonamientos de Zenón de Elea demuestren que el movimiento no existe, de repente pegamos el salto y vemos que existe, nos libramos de esas zarandajas, comprobamos que está ahí, lo vivimos. Entonces nos damos cuenta de “Los datos inmediatos de la conciencia”, entonces nos pasmamos ante “La evolución creadora”. Y nos damos cuenta, como en “La religión dinámica y la religión estática” que la religión dinámica es que de verdad conecta con los secretos íntimos de la vida.
El movimiento, el dinamismo del cosmos, se nos hace evidente, se adentra en nosotros, si nos volvemos lúcidos, aunque no leamos a Bergson, y ya no nos importan los razonamientos. Del mismo modo que en “Los europeos en Abrantes” , ese texto visionario y sarcástico de Vicente Risco, los científicos planeaban racionalmente los movimientos necesarios para nadar, que se hacían complicadísimos, parecía imposible nadar, y otros sencillamente nadaban. Igual que si otros se pusieran a razonar científicamente sobre lo que es un beso y los procedimientos para realizarlo.
Begson, con su lucidez visionaria, más allá de las trampas de la mente académica, capta la evolución creadora, la vida como invención y sorpresa continua, el dinamismo inclasificable. Y explica que solo la religión dinámica (la de los místicos y los poetas, no de las jerarquías y los teólogos) nos lleva a la divinidad que mueve todo. Las disquisiciones mentales no sirven para nada, la mente solo es un obstáculo, una cortapisa que nos impide ver. Cuando la vida llega a nosotros y nos sacude ya no necesitamos las elucubraciones de la inteligencia. La vida sorprende continuamente a la inteligencia, va más allá de ella, la hace trastabillar, la asusta con sus paradojas y sus rupturas.
Y si la inteligencia se emperra en sí misma se perderá la vida. Para ella todo consiste en un mecanismo, en una ilusión óptica , pega cortes en la vida, igual que los fotogramas en el cinematógrafo , pero , indica Bergson, no hay tales fotogramas, sino un fluir unitario y continuo, una corriente. Los cortes los hacemos nosotros, igual que cuando clasificamos el mundo en reinos, especies, subespecies, con la mayor rigidez, y eso nos parece muy científico, es decir, muy serio. Pues será entonces que la vida no es sería. En la naturaleza no hay nunca esas rigideces, ni existen nunca de verdad esas divisiones.
Bergson nos invita a mirar, a atender. Y eso, como él sabe muy bien, se hace mejor con los métodos de la poesía, de la mística. La mística consiste en captar el secreto (viene de mistes, secreto) , en ver lo interior, lo escondido. Y si seguimos ese camino no nos ponemos a razonar con la vida, sencillamente la miramos. Es decir, la amamos. Pero enseguida vuelven los cachazudos, los intelectualistas, los sesudos, tan satisfechos de sí mismos, y empiezan a acusar a Bergson de esto y de lo otro. Es decir, no se han dado cuenta de nada, solo sueltan una y otra vez sus manidos prejuicios. Es como si ellos se pusieran de espaldas de un río a razonar sobre él, a soltar disquisiciones. Pero Bergson de repente se da la vuelta y mira el río.
Hay que mirar el río, mirar como se mueven las ramas en su corriente, como hace Tarkovski en sus películas, especialmente en “Solaris”. Comprobar como el aire agita las hojas. Pero rara vez cogemos esa visión, solo soltamos deyecciones. Sin ver de algún modo no se podría realmente vivir, en el fondo todo el mundo es visionario en alguna medida, de lo contrario nos caeríamos en los pozos que no miraríamos mientras razonamos sobre ellos. Pero si todos estamos vivos es porque en realidad de alguna manera vemos donde estamos y quienes somos, por muchos rollos que aprendamos y enseñemos. En el fondo todo el mundo mira en algún momento por donde va y dónde se encuentra. No podríamos vivir de puros razonamientos, igual que no podemos vivir en una celda de aislamiento sin mirar alguna vez el mundo exterior. Igual que no podemos filosofar todo el rato sobre el pan, de vez en cuando tenemos que echarle un mordisco.
Toda la tradición occidental, más o menos a partir de Sócrates, concibe la verdad como la adecuación entre el pensamiento y la cosa. Algunos llevan al máximo el solipsismo de la razón y dicen que verdad es todo pensamiento coherente. Así el pensamiento da vueltas de manera estéril sobre sí mismo y se olvida de las cosas. La fenomenología a partir de Husserl y Scheler habla de volver a las cosas, de dejar a las cosas manifestarse sin taparlas, de captar sus esencias ideales.
Pero más claramente Heidegger rompe con el encierro racionalista y vuelve a los presocráticos y a su mirada inocente y no viciada. Entonces la verdad es la aletheia, el no-ocultamiento, el des-velarse las cosas. La verdad es correr el velo, apartar la cortina, volver a ver. En esto Heidegger coincide con las tradiciones orientales. Y ese des-velamiento ocurre en determinadas experiencias profundas, que nos arrancan de la existencia inauténtica, el Man, y nos permiten acceder al Ser, volver a verlo. Y el Ser es básicamente inquietud, cuidado, angustia.
Ese des-velamiento o visión lo tienen sobre todo los poetas, y por eso Heidegger se ocupa mucho de los poetas, especialmente de Georg Trakl. Y a despecho de su lenguaje casi siempre terriblemente abstracto lo que dice es tremendamente poético, y acaba adoptando un lenguaje también poético, como cuando habla de “sendas perdidas”. Pero incluso si parece que juega con las palabras está cargado de sentido y no se permite ni un átomo de frivolidad. Todo lo que se propone es hacernos ver, convertirnos en visionarios. Por ejemplo cuando dice que “la esencia de la verdad es la verdad de la esencia”. Porque la cuestión es si existe una esencia, si puede darse una metafísica, si el ser tiene un contenido, si hay algo que ver.
Y la poesía demuestra que sí. El Ser se muestra a los poetas, les produce inquietud profunda, los arranca de sus despistes, les da visiones. La visión se da cuando un hombre sale de su man, de su anonimato y se descubre existiendo y empieza a vibrar, a vivir de verdad. La visión es la experiencia metafísica, es la inquietud radical que según Heidgger nos revela el Ser.
Una vez más la filosofía se libra de todo sistematismo, mal que les pese a los intelectualistas agobiados por el peso del papel impreso, y se resuelve en poesía. Porque en realidad solo la poesía con sus símbolos y sus imágenes contiene una verdadera sabiduría, una saber sobre esa esencia que no se puede sistematizar. A pesar de su lenguaje abstracto (“Ser y tiempo” puede llegar a aburrir mortalmente) Heidegger está diciendo que la verdadera sabiduría nos la da la vida, en los momentos más visionarios, y que se muestra en los poemas. Recuerdo cuando yo tenía veinte años y en aquellas tardes de Lugo el escritor Celestino Fernández de la Vega, el mayor conocedor en España de Heidegger, me explicaba de una forma luminosa las ideas de Heidegger. Y acababa viviéndolo al atardecer en la sala de estar junto a la ventana.
Entonces el poeta se rasga la vestidura y se vuelca en su sinceridad trágica , en su delirio apasionado, en su maldición, como Georg Trakl. Porque maldición es no estar de acuerdo con el sistema, es ser un ángel expulsado, es hablar por lo que no cabe en ningún cielo. Es hablar en nombre de la inquietud esencial.
Y no importan las lecturas sesgadas a que haya dado lugar el pensamiento de Heidegger o las propias tendencias políticas que el autor haya manifestado. Es como si juzgáramos a Balzac porque defendía la monarquía absoluta. La obra de un autor está muy por encima de las afirmaciones ideológicas que haya hecho en determinados momentos, incluso de cómo él mismo interpreta su obra. Ocurre lo mismo con infinidad de autores. En cualquier caso la aportación de Heidegger es fundamental para la cultura contemporánea, por muy nazi que haya sido, igual que las obras de Dostoyevski son extraordinarias aunque tuviese manías, o la visión literaria de Celine es indiscutible por muy racista que se pusiera ( y sin embargo se puso a ayudar como médico a los humildes franceses o a los africanos en condiciones terribles, como nunca lo hicieron los bienpensantes de gabinete). Y la prueba de que Heidegger no era un buen nazi es que amó a una judía y provocó amor en ella.
Heidegger estaba muy por encima de sus propias mezquindades, y no sirve de nada echar de modo mezquino habladurías y chismorreos sobre él. Su idea de la sabiduría poética abre surcos inagotables para la cultura contemporánea. Deshace el nudo gordiano del racionalismo y nos muestra qué ridículo es el solipsismo de la razón. Trata de insuflar, después de Nietzsche y de Schopenhauer, un poco de vida y de visión en los gabinetes polvorientos de Europa.
Sí, todavía recuerdo cuando Celestino Fernández de la Vega, que conocía tan a fondo toda la cultura alemana, me explicaba a los veinte años la filosofía de Heidegger. Las palabras que parecían áridas se iban llenando de espíritu y de significación a medida que él me las explicaba en su sala de estar y luego en su cocina por las noches. Y se abría todo un terreno de visiones deslumbrantes ante mis ojos.
Portada: Un filósofo (detalle), 1637. José de Ribera | Los Angeles County Museum of Art
¿CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO? : «Filósofos visionarios». Publicado el 9 de noviembre de 2015 en Mito | Revista Cultural, nº.27 – URL: |
1 Comentario
Excepcional artículo, Don Antonio.