París siempre será París, digan lo que digan. Ya lo dice el protagonista de “Un sueño siciliano” de Leonardo Sciascia. El sueño del siciliano es vivir en París. También es el mío. Y me comprendería el protagonista de “Medianoche en París” de Woody Allen, el hombre que ama Nueva York y París, las capitales de la bohemia.
Por París se movieron mujeres que dejaron en sus calles su sensibilidad, su fantasía, su pasión. Ellas contribuyeron a dibujar lo que entendemos por París, ayudaron a darle sabor a su nombre. Jean Rhys describe sus vagabundeos por París en “Viaje a la oscuridad”. Fue la escritora desdichada y vibrante que en “Ancho mar de los Sargazos” nos contó quien era la mujer metida en el desván por su marido en “Jane Eyre”, por qué esa mujer que representaba la vibración y la sensualidad del Caribe acabó loca a causa de la frialdad británica de su marido y se convirtió en carne malograda de desván. La neocelandesa Katherine Mansfield vagaba por el mundo para curar su tuberculosis, sintiéndolo todo con el borde de su piel, y estuvo en París en los años veinte , y en su “Diario” apunta que algo la conmueve sin saber qué es, una aspiración alegre y dulce, un momento en que parece que todo va a descubrirse.
Irene Nemirovsky nos cuenta en “Suite Francesa” como organizó su huida de París de los nazis y vaga por Francia entre caravanas de fugitivos, y cuenta instante por instante como se viene abajo ese mundo de vitalidad y cultura porque llegan los bárbaros racistas. Marguerite Duras pulía “El amante” en su apartamento de Saint Germain des Prés, que luego le alquilaría Enrique Vila Matas, y con el sabor de las panaderías deliciosas y los bares intensos se animaba para convertir cada frase de su novela en una bomba de literatura y de sensualidad trágica, cuya hondura solo captaría la protagonista cuando estaba una noche a solas en mitad del océano. Alejandra Pizarnik ganó una beca para escribir en París en los años sesenta, y allí se relacionó con Cortázar y con Georges Bataille, y escribió “La condesa sangrienta” y “Extracción de la piedra de la locura” y en el parque Montsouris se identifica con las hojas amarillas que al caer danzan solitarias como si aquella fuera su última danza, “como una mujer loca diciendo adiós con un pañuelo” (“Diario”).
Colette vivía en la parte de atrás del Palais Royal, un palacio real que solo lo fue muy poco tiempo en el siglo XVIII, antes de convertirse en lugar de escritores, casa de putas finas, refugio de artistas en sus jardines y sus bares. Y ella en la parte de atrás escribía los “Cuentos de las mil y una mañanas” y se identificaba con una gata en un armario y decía “Imito la malicia en acecho, la exigencia acariciadora, la eléctrica turbulencia de una gata en celo”. La inglesa Cristina Rossetti, que siempre me ha fascinado, estuvo en París en 1861, se alojó en un hotel cercano a la estación Saint Lazare, dándole vueltas a su inolvidable poema “Eco” donde dos sombras se encuentran de una forma absoluta en lo más infinitamente secreto y sutil :
“ Ven a mí en sueños para que pueda darte
latido por latido y aliento por aliento,
habla bajo y acércate
como en aquellos tiempos, amor, ya tan lejanos”.
Anais Nin fue a París con su marido banquero Hugh Guiler (que más tarde se convertiría en Nueva York en un director de cine bohemio con el nombre de Ian Hugo), y allí escribía sobre David Herbert Lawrence y su genialismo sexual, y sobre Henry Miller y su vértigo vitalista, y sobre Antonin Artaud y su locura visionaria, hasta que tiene que irse en un vapor porque Europa como el Titanic se hunde en la guerra y escribe antes marchar: “Era el final de nuestra vida romántica”. Consuelo de Saint Exupery, una salvadoreña de la que se enamoró el autor de “El principito”, aguantaba en París los desprecios de la familia altanera y racista de su marido, y las infidelidades de éste, pero sembró en el escritor las bases del libro ( los volcanes de El Salvador, el baobab que es una ceiba, la rosa que era ella misma) hasta que mucho después lo contaría todo en “Memorias de la rosa”. Maria Luisa Bombal, la solitaria que describe los sueños de mujeres silenciosas llenas de vida acallada en “La última niebla” y “La amortajada”, también daba vueltas por París fermentando sus libros breves y profundos sobre mujeres escondidas en la noche y en las habitaciones solitarias.
Marie Baskhirseff era un torbellino de vida, de palpitación, su “Diario” y sus cartas a Maupassant están llenos de exclamaciones, de asombros, de ebullición, de gracia, parecía que tanta vida no podría acabarse, debió de dejarlo asombrados a todos. Pero sus días estaban contados, murió a los 25 años en 1884 en París y desapareció como un meteoro incandescente. Francoise Sagan en los años 50 y 60 escribía sobre esos días de diversión y alocamiento que llevan a la melancolía y la desgana (“Buenos días, tristeza”), sobre esos amores melancólicos en que se desgastan las horas porque estamos hechos de tiempo (“¿Le gusta Brahms?”), con una tristeza de fondo que prolonga los ecos del existencialismo llevándolos al gran público .
Pero ya en el siglo XV Christine de Pisan, hija de un alquimista y dama de la corte de Carlos V de Francia, escribía un libro que decía “Solita estoy y solita quiero estar”, atacaba a los hombres matones que juran y presumen, criticaba el amor cortés que hieratizaba a las mujeres, hablaba de mujeres destacadas del pasado, defendió a Juana de Arco y expresó opiniones originales sobre todas las cosas.
Siglos después la venezolana Teresa de la Parra (nacida en París en 1889 porque su padre era diplomático) camina por París en los años veinte, y en “Ifigenia, diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba” la protagonista descubre el valor liberador de la literatura y escribe “ ya no me considero en absoluto personaje secundario, estoy bastante satisfecha de mí misma, me he declarado en huelga contra la timidez y la humildad, y tengo además la pretensión de creer que valgo un millón de veces más que todas las heroínas de las novelas que leíamos en verano, las cuales me parece ahora que debían estar muy mal escritas”. La argentina Luisa Futoransky pasó media vida en París, donde trabajó en el centro Pompidou y la nombraron Chevalier (tiene gracia, tendría que ser Dama) de las Artes y las Letras, y escribió “Paris desvelos y quebrantos” y dijo:
“Y te duermes, nena, con tus juguetes acariciados con largueza,
los nombres de ciudades ultramarinas donde pierdes leyes y ceñidores,
ebria de absoluto en zoológicos y bazares donde impera desconcierto”.
Un siglo antes George Sand tuvo que ponerse nombre de hombre para publicar sus novelas y mostró una personalidad independiente y enseñó a vivir a Musset e hizo crítica social y rechazó a las gentes trogloditas de Mallorca que le ponían mala cara por verla viajar con Chopin (“Un invierno en Mallorca”) y escribió infinidad de libros animosos y reunió recuerdos de pasión e independencia y vitalidad que ahora se muestran en el “Museo de la vida romántica”, cerca de los bulevares, que fue la casa del pintor Ary Scheffer.
En los años treinta Djuna Barnes llevaba su encanto misterioso por París, arrebataba a Anais Nin que le escribía cartas pidiendo verla, y pergeñaba la pasión nocturna de “El bosque de la noche” donde la joven Robin Vote es como un precipicio demoníaco que destruye a todos y el doctor O´Connor es como un Pitoniso lleno de verbosidad que lo suelta todo sobre la noche y sus trapos sucios. Solita Solano en aquella época, novia de la periodista Janet Flanner, parece que no hiciera más que posar para la foto maravillosa con Djuna Barnes en el café de Sain Germain des Pres, pero después de la guerra mundial, se convirtió en la sucesora de Gurdjieff, el sabio armenio de los nueve despertares y de la metafísica del sexo que fascinó a tantas personas, y escribió sus enseñanzas: “Gurdjieff y las mujeres de la Cuerda”.
Mercé Rodoreda, que había amado al trotskista Andreu Nin, vivió en los años cuarenta en Saint Germain des Pres, pensando en Proust y en Virginia Woolf, y en ángeles y en mujeres de agua, y tramando “La plaza del diamante”, donde una mujer pierde su personalidad y se convierte en otra y quiere ser ella misma y al final suelta “un grito que debía hacer muchos años que llevaba dentro, era mi juventud que se escapaba con un grito que no sabía bien lo que era”. A principios del siglo XX , la chilena Teresa Wilms Montt, se escapa de un convento con la ayuda de Vicente Huidobro, viene a España donde se hace amiga de Gómez de la Serna y de Valle Inclán (que dijo: “¿de qué mundo remoto nos llega esta voz cargada de siglos y juventud?”) y se va a morir a Paris de una sobredosis, y si la visitamos en el Pere Lachaise podemos recordar su libro “Mi destino es errar” y que escribió en su Diario: “así desearía yo morir, como la luz de la lámpara sobre las cosas, esparcida en sombras suaves y temblorosas”, y que “En la quietud del mármol” se dirige a un amante misterioso:
“El abismo de sus ojos tragose todas las sombras y en mi cerebro se hizo la luz habló su boca sin palabras como los viejos órganos de las catedrales y dijo: duerme, duerme, el sueño es la aurora del día eterno”.
París siempre significó libertad, arte, creatividad, rebeldía, novela. En París surgió el gótico, la democracia, el arte moderno, el existencialismo con su invitación a existir antes que pensar, el jazz europeo, la bohemia, la vida de los estudiantes, la imaginación. Y las mujeres contribuyeron decisivamente a ello.
Portada: Alfons Mucha (Paris 1900, musée du Petit Palais). Détail de la frise décorant le pavillon de la Bosnie-Herzégovine à l’Exposition Universelle de 1900 à Paris. Jean-Pierre Dalbéra
¿CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO? : «Escritoras en Paríso». Publicado el 1 de septiembre de 2015 en Mito | Revista Cultural, nº.25 – URL: |
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