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Mito | Revista Cultural
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Entrevista al escritor Emmanuel Lorenzo

Por Leonor Taiano Campoverde el 27 enero, 2015 @LeonorTaianoC
Hemos tenido la oportunidad de conocer la perspectiva del autor argentino sobre sus propios trabajos literarios, especialmente sobre su última publicación Pájaros detrás de las paredes. Perspicaz y talentoso, Emmanuel Lorenzo habla abiertamente sobre el significado que la literatura tiene en su vida y comparte con nosotros uno de sus relatos titulado Los albatros mueren en el cielo.

 Por José Sarzi Amade y Leonor Taiano Campoverde

Emmanuel Lorenzo nació en el partido de Gral. San Martín, Buenos Aires, el 17 de marzo de 1987. Es egresado de la Licenciatura en Comunicación Social y Periodismo y, actualmente, estudia el Profesorado Superior en Letras. Coordina talleres de literatura para chicos, jóvenes y adultos, y de narración oral para niveles iniciales. Además, se desenvuelve como editor de Diario Ecos y profesor de la cátedra Lengua y Literatura en el Plan de Finalización de Estudios Secundarios (FinEs).

Ha publicado sus relatos en distintas revistas y periódicos de alcance local y provincial, y fue distinguido en certámenes literarios organizados por el Municipio de Gral. San Martín y entidades privadas. Entre los reconocimientos obtenidos se destacan los alcanzados en el Certamen de narrativa y poesía del Círculo Literario de Gral. San Martín (CiLSaM), en el Concurso “Rayuela” de la Municipalidad de Gral. San Martín, en la convocatoria de la revista “La Lupa Cultural”, en la Selección internacional de cuentos “52 motivos para no morir” de la editorial Dunken y en el Concurso internacional de relatos “Pluma, tinta y papel” de la editorial Diversidad Literaria, de Madrid, España.

También fue invitado a participar por la Subsecretaría de Cultura del Municipio de Gral. San Martín en los actos por la “Memoria, la Verdad y la Justicia” del 24 de marzo de 2012, marco en que presentó el cuento de su autoría “Confesiones del llanto”.

Emmanuel Lorenzo 2

Revista Mito: Buenos días Emmanuel, muchas gracias por haber aceptado esta entrevista.

Emmanuel Lorenzo: No, por favor, es siempre un placer dialogar sobre literatura con revistas culturales que dan lugar a escritores nacientes, en desarrollo o consagrados como la suya.

 

R.M.: ¿Cómo definiría usted su obra Pájaros detrás de las paredes?

E.L.: Se trata de una línea genealógica hambrienta de refugios donde la desolación aún no haya calado tan hondo para estropear la esperanza. Y en cada cuento esa búsqueda de paz se desafía a sí misma, a sobrevivir de pie aun en los paraísos de cenizas y a construir a partir de cimientos que parecían anegados por los aguaceros. El libro es el esbozo de una voz, la mía, de tantos otros que me habitan en forma de memoria o presentimiento. Y es, a su vez, como toda obra, una imaginario en blanco que cada lector podrá escribir a través de sus referencias.

 

R.M.: ¿A qué se debe su título?

E.L.: Además de tratarse de una línea presente en el cuento La sombra en sus ojos callados, los pájaros son las realidades que pueblan los pasillos a oscuras, los campos marginados y los cielos, el mío o el tuyo, el de todos, que no es un mismo cielo sino la composición cromática de todos los miedos y felicidades que hemos vivido.

Los pájaros están a nuestro alrededor, sólo debemos escucharlos batir sus alas para comprender que vivimos en constante crecimiento. Y que los ruidos –como ululares o gorjeos- a nuestro alrededor no nos serán desconocidos si no le damos la espalda.

 

R.M.: ¿Por qué el tema del hambre es tan importante en la obra?

E.L.: El hambre es el motor que atraviesa cada uno de los relatos, como una iniciación involuntaria en un recorrido de autosuperación.

Como reza la contratapa de la obra, “el hambre es la más cruda de las negaciones de la libertad y la única necesidad que engrandece al alma mientras desmigaja al cuerpo”. Por supuesto que hablar negligentemente de la angurria padecida por miles de hombres y mujeres en todo el mundo se trataría de un encuadre imperfecto. Concibo en la obra al hambre como un medio de crecimiento. Su tema refiere al anhelo de libertad y confrontación con las realidades ostensibles y veladas que nos sitian en el conformismo y la desazón perenne. Debemos corromper las estructuras injustas para engrandecer el alma.

 

R.M.: ¿Cuál es el papel de la cotidianidad en los diferentes relatos?

E.L.: La realidad puede ser tan verdadera como el escritor pueda transmitirla y un lector, imaginarla. En ese marco, los rangos de la cotidianeidad pueden ensancharse hasta límites imposibles, conjeturando como habitual escenarios utópicos o propios de los relatos fantásticos.

En cambio, las reacciones de los personajes, como seres iguales a nosotros en sus mundos desdoblados, sí intento que se alineen a una cotidianeidad más sutil y cercana a las que conocemos. Desde ese punto de partida las posibilidades de giros y recursos pueden tornarse infinitas, puesto que, aunque a veces lo dudemos, la capacidad del hombre y la mujer para reinventarse no ha cesado jamás de crecer.

 

R.M.: ¿Existen elementos del realismo mágico en sus cuentos?

E.L.: Sinceramente se trata de una tarea muy compleja definir la obra de uno bajo los cánones de géneros. El realismo mágico, como punta de lanza de buena parte de la Generación del `60 que transformó la literatura latinoamericana a mediados del siglo XX, ha influenciado en todos los escritores descendientes de esa laureada camada.

Aunque por pasajes me siento más devoto a surrealismo cortazariano, indudablemente en algunos de los cuentos que componen a Pájaros detrás de las paredes he acudido a recursos del realismo mágico, aunque no de una forma tan plena como lo hicieran Gabriel García Márquez, Miguel Asturias o el propio Juan Rulfo. En relatos como Descendientes de la cruz de Irupé, El alfabeto de Sartre y Del fondo de las redes los personajes asimilan a sucesos fantásticos a su cotidianidad, pero no lo hacen conscientemente. Creo que su verdadera procesión de transformaciones peregrina en sus mentes, por lo que reparar en lo real o inexplicable de lo que acaece a su alrededor se torna un menester de menor prioridad o mundano.

 

R.M.: ¿Definiría Pájaros detrás de las paredes como un exponente de la literatura fantástica argentina?

E.L.: Las complejidades para definir taxativamente los lindes donde termina el género Fantástico y empieza el de Ciencia Ficción siempre han dificultado el encuadre de obras híbridas como ésta en uno u otro.

La Argentina ha sido escenario de prolíferos escritores del género fantástico, como Anderson Imbert, Mujica Láinez, Murena, Silvina Ocampo, Santiago Dabove o el propio Leopoldo Lugones, sin duda un referente comparable con Asimov. Criado bajo el talento de estos eximios prosistas, Pájaros detrás de las paredes se adapta a la introducción en sus cuentos de elementos sobrenaturales como medio de ruptura, intromisión y espanto, pero también como un canal de compresión. En oportunidades, lo aparentemente imposible es el mejor recurso para explicar la consciencia humana.

El intercalado de relatos con dejos fantásticos y otros de raigambre más realista es atinente con una búsqueda de un escenario de confluencias, donde intento que lo irreal y lo necesario puedan converger como sinónimos.

 

R.M.: ¿Piensa usted que la historia de su país está presente en la obra? ¿Cómo?

E.L.: Cada cuento es un extracto de una historia que continúa escribiéndose a nuestras espaldas, en la imaginación o delante de nuestros ojos, sepultada por decenios de años y sucesivas coronas de flores de las que sólo han quedado un puñado de tallos deshojados.

Incluso los cuentos de cariz más fantástico son potencialmente escenarios de Argentina, una tierra lavada a sangre, agua dulce, talento y miedo. Desde El fusilado víctima de la pavorosa gesta de Malvinas, los militantes y antihéroes de Confesiones del llanto signados a transformarse de por vida en la memoria de algunos y la moneda proselitista de otros hasta la inocencia todavía no ultrajada del niño que sobrevive gracias a su imaginario en La salud de Joaquín, todos son órganos fundacionales de nuestra Argentina. Puede que los escenarios elegidos para los relatos mencionados –la violencia de los 70’, nuestras islas usurpadas, un relleno sanitario en la localidad de José León Suárez- disten mucho de la beldad inconmensurable de paisajes que también atesora el país, pero al alma distintiva de nuestra historia podremos encontrarla en los propios personajes, porque sus ojos son el espejo de nuestro pasado.

 

R.M.: ¿Considera usted que sus relatos abren un verdadero espacio para la reflexión?

E.L.: La búsqueda del escritor se abanica entre la catarsis, la necesidad de creación de nuevos mundos y la intención de sembrar una simiente de reflexión. Desde mi lugar, munido de letras e historias, deseo, quizá pretenciosamente, que se despierten los ojos dormidos y griten las gargantas desembozadas. Todos vivimos reprimidos en uno u otra faceta de nuestros laberintos y la literatura puede resignificarse como un verdadero ovillo de hilo que nos incentive en la persecución de la salida.

Escribo para respirar, de otra forma yo mismo sería un prisionero insomne de mis laberintos. En los cuentos se reflejan escenarios ignominiosos de nuestra realidad, pero también mundos maravillosos donde la solidaridad se impone por sobre la inquisición egoísta del individualismo. Esa dualidad intenta ser un portal para el pensamiento crítico.

 

R.M.: ¿Cuáles son sus planes para el futuro?

E.L.: Escribir, ante todo, escribir para no dejar de respirar. Durante el año entrante evaluaré la publicación de mi primera novela. También es plausible que con la poetisa Sol Lorenzo editemos una antología conjunta de poemas de nuestra autoría.

 

R.M.: Lamentablemente la entrevista ha llegado a su fin, le agradecemos nuevamente por habernos permitido conocer un poco más sobre usted y su excelente libro.

E.L.: Reitero mi sincero agradecimiento a todos los integrantes de la Revista Mito por la atención prodigada hacia mi obra y mi perfil como escritor. Los espacios de revisionismo literario y difusión como el suyo son en la actualidad recursos indispensables para que los lectores puedan acercarse a sus autores y viceversa.

Aprovecho la oportunidad para acercarles mi cuento Los albatros mueren en el cielo, distinguido semanas atrás con el Segundo Premio en el Concurso Rayuela por la Municipalidad de Gral. San Martín, Buenos Aires.

Nuevamente, mi sincero agradecimiento y un afectuoso abrazo. Quedo a su entera disposición.

Emmanuel Lorenzo 3


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Los albatros mueren en el cielo

Derechos Reservados © Emmanuel Lorenzo

Inspirado y parcialmente ambientado en los capítulos 28 y 56 de Rayuela, Julio Cortázar, Ed. Sudamericana, 1963.

 

Debe ser porque de mi hijita ni su nombre recuerdan ya. Y es por esa carencia tiznada de cinismo que mi dolor me sobrevive a cuentagotas. Ella era mayor que tu Rocamadour, quince años cumplidos y una frente digna de una virgencita. Si hasta en el pareo celeste en que la envolvieron se percibía el halo beatificante de la jeune mort [1]. Seguramente sentiste lo mismo, Lucía, cuando lo perseguiste en el dédalo de las miradas y en los ojos de tu chiquito encontraste un punto negro que se vaciaba, despidiéndose, hasta convertirse en una bolilla tan blanca como si nunca la hubiera habitado el color. Te dedico esta plegaria, entonces, para estimular el recorrido de tu sangre hasta mis venas. Te ofrezco a la mía, a mi hijita que tan lejos está; te ofrezco mi dolor como consuelo del tuyo. No estás sola, somos dos, y cuando la luna se despedace en hilachas azules quemantes, casi galvánicas, profetizando el final de la vigilia, te darás cuenta que dos somos suficiente.

No tengo duda que son albatros: se me aparecen en medio de la noche y en las primeras horas de la madrugada comienzan a merodear en corro el edificio, abrazando con sus protectoras alas a mi buhardilla y a los desquiciados que viven debajo de mí. A veces me desoriento y creo confundirme, como Oliveira, entre los mamelucos grises de los internos, temo que truequen mi nombre por un número y olviden que no soy uno de ellos, sino el muchacho de limpia. -Soy el conserje, ¿me recuerdan? –les diría a los inspectores-, yo vivo acá, pero no formo parte de ellos –agregaría, señalando a una ronda de locos, en cuyo centro vería a Horacio. Más temo asemejarme a él que a ninguna otra persona de la población del psiquiátrico.

De ella tampoco tengo dudas. A Lucía la amo desde antes que el dolor por Rocamadour le zanjara la sonrisa. A cada palabra que sobre ella me llegaba de los labios de Horacio, más mía era y menos de él. Y a cada encuentro en los pasajes parisinos que él recordaba, se escribía a mayor velocidad el epílogo infausto de la “Era Oliveira” a la par del prólogo triunfal de la mía. Sé que de cuando en cuando Horacio también la piensa; ahora mismo la imagina sobre el raso del patio desde la ventana abierta a través de la que asoma la mitad de su cuerpo, buscando una redención tardía de un remordimiento para el que no encuentra confesiones. Ya es tarde para él, ni Manuel, que es un buen muchacho, lo podrá salvar. Ahora Lucía es sólo mía, más mía que del Sena y de todas las cavilaciones que le dieron una muerte ahogada y temprana en la neblina de la presunción. -¡Qué cobarde fuiste siempre, Horacio! Te fue más fácil imaginarla débil y suicida que olvidándote. Preferiste su desaparición a reconocer la insalvable posibilidad de que ya no te necesitara.

Y sin embargo el destino te puso frente a mí. –Ceferino, un placer. –Me estrechaste la mano firme, y pronto aludiste a un relato del jovencito mapuche Namuncurá, con futuro de beato y pasado de mártir. Y seguidamente cubriste las huellas de tus palabras, aduciendo que no eras católico y que poco podía importante qué ocurriera con las abluciones santiguadoras de la Santa Sede. Apenas quebraste el silencio para agregar: -Horacio Oliveira –a secas. Te sirvió mi oído para escuchar el eco de tus frases cuando Traveller se hastiaba de ellas. A la Maga la llegué a conocer más que vos, pero creo que nunca advertiste el rictus de satisfacción que desprendía mi rostro cada vez que la evocabas. Cuando mencionaste que el pequeño Rocamadour había fallecido a la sazón de una París destemplada, alcancé a derramar lágrimas, de las verdaderas, más cálidas que el puñado de pensamientos que le dedicaste al chiquito durante las horas que deambulabas a espaldas de su funeral.

Desde ese momento te amé, Lucía. Desde entonces me sedujo la idea de llevarte conmigo a la décima ventana del psiquiátrico y abrazarte como lo hacías vos con el pobrecito de Rocamadour. Le hablabas y envolvías su cuerpito muerto mientras los otros se reían culposamente, sabiendo que desde hacía minutos de él ya no quedaba ni la exangüe mirada de enfermo. De esa misma forma sueño con abrazarte, Lucía; cobijar tu recuerdo como una viuda lo podría hacer con el retrato pálido de un soldado, que resucita a cada llanto y mata en cada olvido. Pero yo te arrastraré, te resucitaré del abismo al que te haya confinado el dolor y te traeré de vuelta, pero está vez encontrarás el consuelo que Horacio no te supo dar. Yo te devolveré el cielo que te violaron.

Oliveira ni siquiera se lo imagina, porque me piensa un analfabeto desnudo en su pléyade de vanidades. Tan desesperado está en sus delirios que no podría distinguir una trampa de un firme apretón de manos. Aún sin que lo supiera, lo ayudé a encerrarse en esa habitación, de la que ahora Manuel intenta convencerlo para que salga a través de la puerta y no de la ventana.

Al interno 18, yo le di la idea de los rulemanes; las bacinillas y las palanganas podrían no ser suficientes; a los hilos y las piolas, ya me les había anticipado gracias a tu declarada fascinación. Y los rulemanes vinieron a mí como una herramienta esquiva, un tanto artera, por qué no, de asistirte en ese cortejo fúnebre estrafalario que elucubrabas. Ahora estás encerrado porque nunca lograste escapar de esa habitación de París, Oliveira; elegiste el silencio, el cinismo antes que la confesión, ya que no podías cristalizar el significado de la muerte de una vida que ni siquiera había terminado de desperezarse. Ni siquiera la culpa te convirtió en el santo atribulado que te hubiera salvado; callaste la muerte ante la Maga, pero por no miedo ni asco a su reacción, sino a la tuya. No sabías cómo protegerías a la cristalería donde te habías encerrado a la merced de tus quimeras, si esa muerte, como una nota fuera de lugar en una melodía de Armstrong en el Cotton Club de Harlem, se hubiera alojado lo suficiente en tu realidad. La muerte y la música, un epigrama más wagneriano que de tu entrañable Charlie Parker, pero sabrás entenderme, Oliveira: tu salto al vacío es el ascenso a mi cielo.

Y sobre el cielo, ahí mismo, en la décima ventana que es el umbral de la buhardilla del psiquiátrico, te espero, Lucía. En el segundo piso, desde el que se escucha a Manuel afanándose por no caer en las palanganas acuosas, Horacio no imagina que la rayuela que observa dibujada sobre el baldosado del patio de entrada es un doppelganger, sólo el reflejo espurio de la real que se proyecta virgen sobre la fachada del edificio. A cada piso, determinada cantidad de ventanas en juego con la de casilleros, y la décima ventana, elevándose salvadora justo en el corazón del desván, por sobre la cornisa que desde acá parece desquebrajada, el cielo. Ése es mi lecho, mío y tuyo, Lucía, que debés estar por llegar. Horacio continúa columpiándose; el cigarrillo que acaba de lanzar fue a caer al casillero cinco de la rayuela falsa, la de tierra salada donde ya nada crecerá.

Ya advierto a los pájaros, mejor será que me dé prisa y corra escaleras arriba, pase la falleba a la puerta que conduce a la décima ventana, ignore el escándalo por el salto al vacío de Oliveira y disfrute de los minutos que me separan de Lucía. Los albatros me harán compañía y traerán el desenlace de mi prédica. Serán testigos de cómo se estrellan las palabras vacías de Oliveira sobre la rayuela falsa -seguramente su cara marmórea vaya dar contra el casillero uno y en segundos su mirada seca se extravíe entre los rasgos rectos de la tiza, que lo retendrán ahí, en el primer peldaño, lo más lejos del paraíso posible-. Ni el viento podrá acercarlo al cielo, al igual que a un pájaro mutilado. No como mis albatros, que de sus alas inmensas puedo valerme para llegar a mi ventana.

He escuchado un golpe seco, pero acaso el revuelo me parece inaudible, ni siquiera gritos. Cuantos más escalones desciendo, más me alejo de mi cielo y más me acerco a la ventana donde Horacio tentaba a su muerte. Desde el final del pabellón, lo veo a Manuel: se despide de Oliveira tranquilamente mientras se apresura por atajar a Remorino y a dos enfermeros que entraban a inyectarlo. No saltó, finalmente Oliveira no saltó.

-Ceferino, no te preocupes, Horacio está bien, sólo necesitará algunos días para recuperarse y todo volverá a ser como antes –no se da cuenta Manuel que anunciando el milagro, termina con mis albatros, que paulatinamente deshilachan su identidad, se deshacen en vulgares palomas. –Porque los albatros sólo viven en las costas, Ceferino –ahora recuerdo que me dijo Oliveira días atrás, cuando me encontró oteando distraídamente la noche mientras me refería su opinión sobre los escritos de un tal Morelli.

De pronto las escaleras de vuelta hacia la décima ventana se curvan romboidalmente y los escalones duplican su altitud y se vencen debajo de los pies, aprisionando mis piernas como lo harían sucesivas fosas de barro. Alcanzo fatigado la buhardilla y a través de la ventana creo distinguir a mis albatros. ¡No!, me confundo, ya no están, sólo un alba atroz: en el cielo umbroso veo nacer una quijada que abriendo sus fauces devora mi alma. Es mejor que me acueste –me descalzo sobre el suelo de mosaicos fríos y desordenados-, más tarde seguramente tendré que descender a la oficina del segundo piso y limpiar las ruinas que Oliveira haya dejado tras sus pasos.


[1] N. de autor: En francés, “la muerte niña”.

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Leonor Taiano Campoverde

 

Leonor Taiano Campoverde, PhD en literatura. Ha escrito varios textos relacionados con argumentos diversos, entre los que destacan sus estudios sobre el antisemitismo en ‘El Buscón’, la ensayística de José Ingenieros, el tema de la migración en ‘Perfumes de Cartago’, el mecenazgo de Gaspar de la Cerda, la literatura colonial durante la Guerra de los Nueve Años (1688-1697), el cautiverio en ‘Infortunios de Alonso Ramírez’, la escritura de Reinaldo Arenas, el mito del “hombre nuevo”, los estereotipos en la cultura latinoamericana y la persistencia y desacralización de ‘memento mori’ en la cultura occidental.

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