Si cae la noche antes de que llegue el César entonces lo mejor será salir a esperar a la plaza, no es un pueblo frío, no tenemos que llevar muchas cosa, ese era el anuncio que daba don Anselmo en la plaza del pueblo, tenía que alzar la voz para que lo escuchasen, ya no quedaba nada, menos iban a quedar micrófonos.
La Libertaria era un pequeño pueblito cerca de Nuevo Cuscatlán, se podían contar quizás medio centenar de personas en todo el espacio que cruzaba desde los cañaverales hasta el río. Un pueblo que, por conservar algo, conservaba la capilla erigida en 1885 en honor a San Antonio, patrono de este espacio perdido en el tiempo.
Los jóvenes se habían marchado, los ancianos o habían muerto o ya los daban por muertos, sobre todo porque el sismo que venía iba a hacer caer todo. Seguramente quedaría en pie el santuario lleno de veladoras y flores en honor a la Virgen de los Remedios que compartía con San Antonio un silencio sepulcral.
César tenía que volver, era el único joven capaz de subir al campanario y arreglarlo, pero, si no llegaba, si le ganaba el miedo y se quedaba en la capital; entonces los padres, tíos y abuelos de los jóvenes que se habían ido morirían en el sismo que tendría que llegar.
¿Cómo sabían todos que iba a llegar?, porque la tierra habla y porque aquí todos saben escucharla.
El pueblo fundado como Santa Cecilia se cambió el nombre en 1930, preferían llamarle La Libertaria, de ahí, dicen, salieron los verdaderos revolucionarios de este país, hombres fuertes que no temían a nada o a casi nada.
– Aquí traigo frijoles, están calientitos, si la tierra quiere moverse más tarde, no importa, nos los comemos fríos– Helena traía cada noche frijoles hervidos, los traía calientes y se los comían fríos porque el hambre siempre les llegaba y el sismo, por lo menos hasta ahora, no había llegado.
– Los hombres han preparado un espacio en la escuela para nosotras, justo donde estaba la primaria ahí nos acomodaremos para dormir. Esta noche le toca al Ricardo dormir en el campanario– El campanario servía como la alarma del pueblo, lástima que ahora se había destrozado.
No es que hayan vivido un sismo reciente, ya hace casi tres años que aquí no tiembla, parece que ni la tierra se acuerda de La Libertaria, los jóvenes que han emigrado están prohibidos de volver; las casas derrumbadas ya no se deben reconstruir, para qué se preguntan todos, para qué si va a volver a temblar y este va a ser el peor terremoto que hayamos visto.
Los pocos habitantes se quedan para demostrar que pueden sobrevivir a los infortunios de la naturaleza. La vida desde la espera a lo inminente es distinta a la de otros lugares, incluso a la de su vecinos
Ya nadie tiene tiempo ni para la radio y menos para la televisión. Su ocupación se centra en hacer funcionar esta especie de alarma en cadena. Las mujeres se encargan de la comida que se resume en frijoles y tortillas, los hombres se turnan el campanario.
Por las tardes la plaza se llena de anuncios nuevos relacionados a terremotos, que si el gato a ronroneado distinto, que si esa ave que se ha posado en la banca del parque tiene ojos de mal agüero. Así todos se distraen con el miedo creado por ellos mismos, el miedo que a veces espanta y otras tantas mantiene en pie a los padres de hombres y mujeres que han hecho su vida en Guatemala, en San Cristóbal de las Casas, en el Distrito Federal o en Wisconsin, esos que han dejado lejos el recuerdo de cómo es el crujir de la tierra.
Las calles están llenas de hospitales ambulantes carentes de médicos. Efraín y Eugenia, que nunca terminaron la primaria, hacen de especialistas, conocen bien qué hacer en caso de sismos, hay que controlar los ataques de miedo, dar respiración y calentar, si se puede, los frijoles de doña Helena. Ellos preparan a los futuros médicos, especialidad: atención en terremotos que aún no llegan.
La escuela que comenzó siendo un hotel montado con lo indispensable es ahora el hogar de las mujeres. El segundo de primaria rojo está lleno de tés de manzanilla, pomadas para la artritis, aspirinas y las fotos de los nietos de las mujeres del pueblo sirven como cuadros decorativos de esta habitación compartida.
Los hombres beben aguardientes que les envían sus hijos. El que están probando hoy ha llegado desde Colima. Jaime, el hijo de Ricardo, ha tenido mejor suerte, se ha ido pal norte pero se ha quedado en México, ahí se ha casado con una regiomontana, ya tiene cuatro hijos y siempre que puede le envía queso de Oaxaca, tequila de Jalisco y algún aguardiente o mezcal.
– Este está más sabroso, como que el saborcito a anís lo tiene más fuerte.
– Es que este lo ha comprado en otro sitio, ¡salud! – Y el áspero sabor de aquella bebida entraba en la garganta vieja y lastimada de Ricardo, luego daba una calada al cigarro y miraba al infinito.
– Compadre, sírvete otra copa– Ricardo volvió a verter ese maravilloso líquido llegado desde México y juntos, esperando, Adolfo y él volvieron a dar otra calada a sus cigarrillos.
Mirando el maravilloso cielo azul bebieron y fumaron aquella tarde. Y se quedaron allí sentados, esperando.
Portada: Vista lateral del Templo de Santo Domingo, San Cristobal de las Casas, Chiapas | TillinKa
¿CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO? : «En La Libertaria». Publicado el 30 de marzo de 2016 en Mito | Revista Cultural, nº.31 – URL: |
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