Por Antonio Mérida Ordás
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Hoy leo porque un día leí En brazos de la mujer madura. Creo que acababa de cumplir los 15 años, y consideraba la lectura como algo aburrido, monótono; una experiencia asociada a los deberes del colegio, una obligación que se volvía pesada por la lentitud de la sucesión de palabras que a disgusto iba intentando dar sentido en mi cabeza. Me parecía una experiencia vacía de contenido, y salvo en ocasiones contadas durante los años anteriores, cuando caía en mis manos algo que por accidente me interesaba, leía con cierta motivación. Pero no disfruté realmente de ello, no consideré la lectura un placer, hasta que cumplí los 15 años.
“Este libro está dirigido a los hombres jóvenes y dedicado a las mujeres maduras; y la relación entre unos y otras es mi propuesta.”. Epígrafe de la obra, por el propio autor.
Por aquel entonces, el roce de una chica hacía que me temblasen las piernas. Mi experiencia con las chicas se reducía a algún que otro jugueteo con la lengua y algún intento fallido de meter mano en la última fila de alguna sala de cine en la que ponían alguna película cuyo título no me importaba y donde sólo conseguía un bofetón en la mano. Entonces cumplí 15 años, y era uno de esos chicos de desarrollo tardío, sin un atisbo de barba o pelusilla en la cara, que medía 30 cm menos de lo que llegaría a medir, y por resumir de alguna manera…, por aquel entonces no sabía hacer la “o” con un canuto.
Llegó el verano, y mis padres, siempre interesados en que mis hermanos y yo cogiésemos el gusanillo por la lectura, dieron en el clavo. Era Junio, empezaban las tan deseadas vacaciones, y le dieron a mi hermano gemelo, para que leyese antes de dormir, un libro de tapa dura que no parecía ni demasiado corto ni demasiado extenso, con el que yo seguiría cuando él lo acabara, cuyo título era En brazos de la mujer madura. Para entonces yo ni siquiera sabía quién era Stephen Vizinczey y tampoco me importaba. Pero algo me llamó la atención. Quedé atónito, cuando vi cómo mi hermano pasaba los dos días siguientes aferrado a ese libro; en su habitación, en el salón, en la cocina, en el parque mientras yo daba toques con la pelota… Nada, que no lo soltaba. Y yo, desde detrás de la cubierta del libro, veía su cara colorada, su mirada perseguía las palabras incansable mientras salía de su boca una sonrisa picarona, y las páginas volaban por delante de sus ojos. Era como si su cabeza se hubiese mudado a otro lugar, y era un lugar por el que yo empezaba a sentir curiosidad. Pasaron dos días, sólo dos días, y mi hermano se acercó a mí y me dio el libro. Me quedé anonadado; me parecía insólito como nadie podía leer un libro en tan solo dos días por breve que fuese, y este bien alcanzaba las 200 páginas. Intrigado, muy intrigado, le pregunté que qué tal. Él seguía sonriendo y sólo me dijo: léelo. Así, sin más. Léelo. Así que, sin perder ni un segundo, me puse a ello.
“En todos vuestros amores, debéis preferir a las mujeres mayores antes que a las jóvenes… porque poseen más conocimiento del mundo.”. Benjamin Franklin. Cita que precede a la introducción del libro. Esta introducción se titula A los jóvenes sin enamorada y está firmada por el protagonista, András Vajda.
Era una mañana calurosa de verano, me puse cómodo, y sostuve un rato el libro cerrado sobre mis rodillas. Volví a leer el nombre de Stephen Vizinczey y seguía sin importarme quien fuese. Lo único que quería saber era qué había detrás de aquella tapa ilustrada, con una mujer desnuda tumbada de lado y dándome la espalda sacada de un cuadro de Velázquez, para que mi hermano lo hubiese devorado en dos días.
Empecé a leer, intrigado pero a la vez desconfiado; leía con cuidado. Quería ser precavido. No quería perderme nada. Nada en absoluto. Leía cauteloso porque no tenía ni idea de lo que se me venía encima. Había leído antes la contraportada esperando encontrar alguna pista, y todo eran buenas críticas y ni una reseña, de dónde lo único que me llamó la atención fueron las palabras “sexo” y “erótica”, pero que imaginé como pura palabrería comercial para vender más y que nada tendrían que ver con el interior del libro. Alterado, conmovido, fui avanzando sin dar crédito a lo que tenía entre mis manos. Un hervidero para mis sentidos, mis ojos no querían separarse de la tinta negra, mi cuerpo se estremecía sólo con el suspiro del protagonista por su vecina de arriba.
Pasaron dos días. Y en esos dos días, lo había leído de principio a fin sin perderme ni una coma. Me sentía radiante, emocionado; sentía querer perder la virginidad de inmediato; sentía querer descubrir más sobre el sexo; sentía un arrebato de desprecio por las muchachas de mi edad, que entonces me parecieron vulgares, aburridas. Yo quería estar en los brazos de alguna mujer madura.
Las aventuras amorosas de András Vajda narradas con sutileza y naturalidad. Brillante. Una ficticia autobiografía que el escritor húngaro Stephen Vizinczey escribió con 32 años; era su primera obra en inglés, un idioma que poco menos de una década antes casi no dominaba, y con ella, se colocaba a la altura de escritores como el ruso Nabokov, en cuanto a que su dominio en prosa del inglés era admirable. Una obra publicada en 1965, que no llegaría a España hasta décadas más tarde debido a la censura, y llegaría de la mano de la traducción de Ana María de la Fuente, como el ejemplar de la biblioteca de mi casa. Una obra que se ha convertido en un clásico contemporáneo de la literatura erótica. Y que ahora, recién cumplidos los 21, he vuelto a leer. Y la he disfrutado tanto o más que la primera vez; la he disfrutado más allá de las inquietudes y aventuras sexuales del protagonista; pero gracias a esas inquietudes y aventuras sexuales que acompañan a lo largo de toda la obra a András Vajda, desde que cumplí los 15 años, disfruto de la lectura. Y hoy sigo leyendo; libros malos, libros buenos, eróticos o sin la más mínima connotación sexual, sigo leyendo, porque un día leí En brazos de la mujer madura.