Había una reunión en el castillo del conde Tund, al oeste de la ciudad de Luxemburgo. El conde Tund era un admirador de Aline Mayrisch, que a comienzos del siglo XX reunió a personalidades para inventar una unidad europea. Estaban personas de todo el mundo, que tenían la enfermedad de Europa.
Un polaco llamado Jerzy dijo: “Europa se hunde por debilidad, en otras épocas ha dominado el mundo entero, y ahora se ha entregado y no hace más que criticarse a sí misma y sentir complejo de culpa, y ya no es capaz de imponer sus reglas al resto del mundo”. Una prostituta caribeña que se llamaba Selene comentó “Los clientes europeos son más elegantes y pausados, es más agradable tocar su cuerpo. Incluso en el orgasmo tienen buenas maneras y es una garantía acostarse con ellos”. Intervino un gángster de Chicago de nombre Robert: “Europa, tipos, significa tener clase y solera, nosotros en Chicago cuando tenemos una dama y queremos impresionarla la llevamos a cenar a un restaurante europeo y pedimos champán francés. Cuando Grace Kelly se casó con el príncipe de Mónaco fue porque tenía una prestancia europea. Ya decía Frank Sinatra que siempre le había parecido una princesa. Europa, tíos, es como un vino que ha tardado unos siglos en madurar, y para los americanos significa cultura y refinamiento, es lo que siempre queremos imitar”.
Le cortó un mejicano que se llamaba Jaime: “Europa está agonizando y eso es lo mejor de todo. Cuando alguien agoniza suelta lo mejor de sí mismo. No es la agonía de Unamuno en el sentido de lucha interior, es la agonía de morirse, cuando un viejo delira dice todas las cosas de verdad porque ya no tiene tiempo de fingir, y habla de las amantes que tuvo, y pone las cartas sobre la mesa, y concreta cuál es su legado, y qué le deja a cada uno”.
“¿Y cuál es el legado de Europa? – preguntó el conde – Imagínense que Europa estuviera sentenciada por un terremoto o una bomba de neutrones y que antes pudiéramos salvar algo. ¿Qué es lo que salvarían de Europa? ¿Qué es lo que meterían en un barco? ¿La democracia, los derechos humanos, la idea de Historia?” “Habría muchas cosas – dijo un tipo de Timor Oriental- Algunas ya están en Estados Unidos ahora mismo, como un patio andaluz en el MOMA de Nueva York. Y hay cosas valiosísimas en China. Por lo menos, nos quedaría la arquitectura alemana de Qingdao, o las construcciones portuguesas de Macao”.
Corría el vino y en algunas esquinas el champán. Todos tomaban canapés con una avidez agónica. Todos estaban enfermos y algunos sudaban de fiebre.
“Lo mejor de Europa son las ruinas –dijo una chica japonesa – Hay que dejar que Europa se arruine, lo mejor que nos quedará son sus cosas rotas, los restos de sus teatros, los muros de sus palacios. Los trozos de las porcelanas de Sajonia, las bocas de las estatuas partidas, las iglesias rotas como la de Berlín. Esa iglesia está mejor así, antes de que la bombardearan no tenía nada y ahora tiene melancolía. Y la melancolía es lo mejor de Europa. La chica siguió hablando, a veces se le torcía como un dibujo en un biombo.
“El orgullo impide apreciar a las personas –intervino un viejo malayo que tenía un tic en la barbilla-. Si tienen poder no las apreciamos de verdad, hace falta que alguien no nos domine para que podamos encontrar sus valores. Por eso está bien Europa ahora que no tiene poder en el mundo. Sería bueno que Europa se convirtiera en un rincón desconocido, como una colonia portuguesa en África o un país secundario de Asia al que no viajan los turistas. Es la única forma de recuperar su alma”.
Un holandés que se llamaba Asger pegó un puñetazo en la mesa: “Europa fue fuerte y emprendedora en el pasado, cada héroe quería emular a los demás y estaba lleno de energía. Estaba la energía de los comerciantes y los condotieros en el Renacimiento, la de las naciones cuando cada una quería imponerse a los demás, la energía de los güelfos y los gibelinos en la Edad Media. Los europeos creían que eran ellos solos y que todo lo demás estaba lleno de monstruos y cosas increíbles. Y su energía se ve en la Divina Comedia de Dante, que es el gran libro de Europa”. Hubo un batiburrillo, un rumor de desacuerdos, un runrún de movimientos dudosos.
“Pero después Europa empezó a debilitarse –siguió el holandés- A crear academias que acartonaban y regulaban la cultura, a dictar leyes que entorpecían la acción de las gentes audaces. A crear museos que hacían que se murieran las obras y no pudieran tocarse, de la vida se pasó a los archivos y las academias y las universidades. Y también la ciencia empezó a poner leyes, y al final las leyes sustituyeron a las personas y todo empezó a paralizarse. Fíjense ustedes en “El mercader de Venecia” de Shakespeare, esa obra es la crítica de nuestros legalismos, el prestamista presta dinero a cambio de una libra de carne del deudor, y firma un contrato, y luego no puede cobrar, y quiere su libra de carne, y el contrato está por encima del hombre, se empeña en cumplirlo al pie de la letra, menos mal que hay otro leguleyo que se sabe las trampas y dice que el contrato habla de carne pero no de sangre, y no se puede derramar ni una gota de sangre. En Europa los papeles sustituyen a las personas. Y así pasa con tantas instituciones que funcionan lentas como máquinas chirriantes, jueces que tardan años en decidir, y los delincuentes se saben las trampas y juegan con el Estado, y todo queda paralizado, como si Europa fuera un dromedario gordo atrapado por los miles de normas que él mismo se ha puesto”.
“Y fíjense ustedes –siguió el holandés-, en el Renacimiento un gran artista podía dirigirse a un gran señor y con su genio lo convencía, y el gran señor lo apoyaba. Pero ahora ninguno puede tomar decisiones propias, si un rico decide ser generoso con un artista enseguida vienen las leyes, los inspectores de Hacienda, los que sacan reglamentos, y como está todo regulado, hay que ver lo que dicen las leyes sobre esto, sobre lo otro, todo es como una gran maquinaria, y así no se puede crear nada”
“Pero ese sistema de leyes – objetó Elmer, un estudioso de Harvard- – hace que tengan garantía muchas personas contra las arbitrariedades de los poderes. Y que los derechos humanos estén protegidos”. “Pero eso de los derechos humanos solo es una zarandaja hipócrita, ¿donde están los derechos humanos?” – chilló un sudanés.” Y con las universidades y los museos la cultura está preservada para el futuro”, añadió el estudioso de Harvard.
“¿Pero qué cultura?, ¿qué futuro? – saltó de nuevo el holandés – Todo eso está muerto, es como meter atún en las latas, o como hacer taxidermia, los pájaros disecados no son como los pájaros que vuelan en el aire. Nos hemos envuelto en un montón de papeles, nosotros mismos nos enterramos en papeles, ya lo dijo Kafka. Y en lugar de crear obras como la Divina Comedia o el Quijote nos dedicamos a hablar del determinante en el Quijote, del uso de las comas en Ronsard, de cuantas veces se citan las obras de Shakespeare en Víctor Hugo o de cómo se preparan las croquetas en las novelas de Balzac. Y los catedráticos cobran por eso, en cambio los creadores se mueren de hambre. Y las universidades se consideran a sí mismas muy serias, y unos autores se dedican a inventar sistemas filosóficos solo para que otros autores los comenten y cojan algún trozo para inventar otro sistema filosófico. Y los libros hablan sobre libros, y la vida queda totalmente fuera”.
“También hemos tenido un Celine” –dijo una chica de Senegal tímidamente-. Pero el holandés estaba embalado y se puso a perorar: “Todo empezó con el Quijote. El Quijote es una obra derrotista y melancólica, y es el origen de los males espirituales de Europa. Cervantes era un llorón que se burlaba de sí mismo y que no creía en nada, y que toma por héroe a un tipo ridículo al que le sale todo mal. Y cuando empezamos a hacer eso solo sentimos autocompasión, y empezarán a reírse los demás de nosotros, y creeremos que hacer el patán es lo más admirable”.
“Creo que no ha comprendido el Quijote” – intervine yo. (No me había atrevido a intervenir antes, o es que me gustaban demasiado los canapés, en aquella época pasaba hambre. Había llegado a aquel castillo porque me recogió en París un tipo excéntrico que me vio sentado en una escalera de Montmartre).” Hay en él muchos sueños europeos -seguí- que se perderían si no fuera por esa obra. La misma idea de caballería, el esforzarse y luchar con pasión, el no aceptar con fatalismo la realidad, la rebeldía del sujeto”. El holandés me miró con desdén. Entonces una mujer tísica, creo que procedía de Siberia, habló de los tejadillos góticos que hay en el norte de Europa, de las ventanitas con ojivas, de las puertas grandes de madera que se abren hacia el exterior: “Se ven muchas en Praga y en Dantzig y en Tallin. Son una señal del entusiasmo que siempre tuvo Europa. A mí me encanta el entusiasmo de Europa”.
“Los europeos siempre quieren tener una casa – soltó una anciana húngara con camisa de hilo-. En el fondo no quieren ser vagabundos. Y si no, Europa entera es su casa, incluso sus montañas son una casa, como en Suiza. No saben lo que es una jungla ni un desierto interminable, quieren estar en casa y entenderse unos a otros. Incluso Rimbaud, después de dar vueltas con su barco ebrio por todos los mares quería una charca europea y soltar en ella un barquito de papel. “Es conmovedor eso” apuntó un tipo de Zanzíbar que tenía asma. “Podríamos hacer una excursión en un autobús para ver ventanas góticas en los países del Norte”, dijo un comerciante kurdo al que le gustaba la mujer tísica de Siberia. “Siempre será mejor que viajar en un autobús para suicidarse, como en la novela de Arto Paasilinna”, dijo un tipo gracioso que parecía de Uzbekistán.
“De todos modos –intervino un keniata – esas casas góticas del Norte suponían el poder y la arrogancia. Casi todas eran de mercaderes que querían destacar sobre los demás y mostrar lo bien que les iban los negocios” “Europa se ha perdido por falta de alma –dijo un cosaco – Tienen que leer a Dostoyevski. “Oh los rusos, qué sabrán los rusos”, protestó un belga. “Los rusos son lo más profundo de Europa”, dijo un alsaciano.
Y entonces todos empezaron a ver alucinaciones, a mirar con miedo fantasmas a su alrededor, a agarrarse a sus vecinos como si perdieran el pie. Se produjo una turbulencia y una confusión general y unos niños desde otra sala se acercaron a mirar qué pasaba. Alguien había puesto setas alucinógenas, tal vez mortales, en los canapés. “Habría que tener una idea más intimista de Europa”, dijo el conde, al que ya nadie escuchaba.
Fotos © Consuelo de Arco
¿CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO? : «El secreto de Europa». Publicado el 2 de septiembre de 2016 en Mito | Revista Cultural, nº.37 – URL: |
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