A Mariana Hernández Salinas (Mariadna). Para que con su ovillo dorado dignifique el arte de “desfacer entuertos” y guíe a la salida del laberinto.
«- Sólo se conocen bien las cosas que se domestican -dijo el zorro-. Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Lo compran todo hecho en las tiendas. Y como no hay tiendas donde vendan amigos, los hombres no tienen ya amigos. ¡Si quieres un amigo, domestícame!
– ¿Qué debo hacer? -preguntó el principito.
– Debes tener mucha paciencia -respondió el zorro-. Te sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en el suelo; yo te miraré con el rabillo del ojo y tú no me dirás nada. El lenguaje es fuente de malos entendidos…» El principito. Antoine de Saint Exupéry.
“El lenguaje es fuente de malentendidos”, con esta última frase de la cita comienza este artículo, que pretende valorar contenidos simbólicos propios de nuestra lengua: una manifestación cultural devaluada por incomprendida, pero viva, latente en el lenguaje creativo, cuya esencia debe recordar el vínculo entre nuestro hacer y nuestro decir. Valgan estas líneas para reconsiderar que somos lo que hacemos y decimos, así como somos el espacio que habitamos.
Es común escuchar cotidianamente frases como “Somos arquitectos de nuestro propio destino”, y sin embargo también es notable que el hablante ordinario apenas sea consciente de su lengua, como para que comprenda la magnitud simbólica de su decir. Es necesario que los estudios culturales incidan en la recuperación de la semiótica y del signo lingüístico, pero sobre todo de la simbología, para atenuar cierto desequilibrio cultural por la pérdida de la lengua, pues el hablante que desprecia esa manifestación cultural tan esencial, anula no sólo sus facultades creativas, sino también su necesidad de ajustar sus voliciones y sus actos en un todo armónico que lo justifique como existente.
Aunque Hegel ha dicho que “es humanamente imposible captar inmediatamente la lógica del lenguaje” y, por tanto, “el lenguaje disfraza el pensamiento”, la palabra es poesía y creación; es luz y espacio simbólico que re-crea el alma. Los griegos la llamaron logos, porque ilumina antes el corazón, que el intelecto; y esta noción se conservó en el latín lux, lucis (“luz”), correlato del logos proveniente del indoeuropeo leuk-. Por el logos, la luz del corazón y nuestra intensidad de existir armonizan sonido, color, perfume y formas de nuestra realidad, para motivar estados anímicos y dinámicas del ser.
Precisamente, decía Shuman que “la misión del artista es echar luz sobre las tinieblas del corazón humano”; quizá por ello debemos leer en el paisaje de la pintura, en el cuento tradicional y, más aún, en la mitología de todos los pueblos, escenarios y arquitecturas que hablan tanto de la luminosidad y oscuridad del alma, como de las vías para el autoconocimiento y la armonía interior. “Sólo se conocen las cosas que se domestican”. En El principito, el zorro demandaba al niño que lo domesticara, porque sólo teniendo abiertas las puertas del corazón, tal como se abren las de una casa (domus: “casa”), lograría encontrar y cultivar el bien más preciado: la amistad. Así actúa la facultad creativa de la lengua en el hablante, personificada como zorro–genio (trickster); aunque seamos incapaces de cultivarla, por haber anulado la capacidad esencial de crear vínculos, es decir, de amar.
El arte abunda en ejemplos de nuestra creatividad poética y, más aún, de nuestra voluntad de ordenar o “cosmizar”[1] el entorno, a fin de poner un resguardo contra las influencias que amenazan el curso de la existencia (khaos). Pero si tenemos en cuenta que el “ser arquitecto” indica el impulso de construir, establecer, levantar y organizar, también debemos recordar que conceptos como arte y arquitectura provienen de una raíz indoeuropea (ar-) que significa “ajustar, encajar”[2] y “juntar”; lo cual indica que todo acto realizado y toda obra construida recrean ritualmente el ideal de lo justo y de la armonía, como haciendo referencia no sólo al arquetipo de la gran creación (el cosmos), sino también al Arquitecto por excelencia, artífice de la Magna Obra.
Una sentencia pitagórica dice: “Dios es el orden, la armonía por la que existe y se conserva el universo”.[3] La música, la literatura y la arquitectura, por ejemplo, cumplen el ideal del orden en justa proporción, porque la belleza del Arte puede lograr un re-ajuste interior, un estado de contemplación sublime. Narcisismo cósmico, es el cuerpo con cuerpo y la belleza con belleza; proceso estético de simpatía y unificación entre el arte y el contemplador.
Fyodor Bronnikov. Himno al sol naciente (1869)
Sri Ram escribe que “cuando hemos logrado armonizarnos, no es una condición estática la que alcanzamos, sino una armonía creciente, en la cual cada nueva nota que se introduce no estropea el conjunto de la composición, sino que tiene la cualidad de perfeccionarlo y enriquecerlo”. La asociación entre los conceptos “arquitecto” y “destino” no es casual. Ambos designan las nociones de hacer, edificar y establecer, que se concretan en nuestra facultad de crear, es decir, de fijar, ajustar y armar un todo armónico; lo que se explica en la razón etimológica de las raíces sta-, st- (“estar de pie”)[4] y streu-, ster- (poner de pie),[5] presentes en palabras como “destino” y “establecer”, “construir” y “estructurar”.
El hombre –dice Hegel– también está comprometido en las relaciones prácticas con el mundo exterior, y de esas relaciones nace igualmente la necesidad de transformar este mundo, como a sí mismo, en la medida en que forma parte de él, imprimiéndole su sello personal… A través de los objetos exteriores, intenta encontrase a sí mismo… Por medio de la obra de arte, el hombre, que es su autor, intenta exteriorizar la conciencia que tiene de sí mismo.
Precisamente, los antiguos pueblos indoeuropeos consignaron saberes profundos en manifestaciones culturales como sus lenguas y su arte; de modo que aúnes posible advertir la relación simbólica y poética de la palabra: como si la voluntad humana por vivir y por construir el destino, pudiera ser traducida simbólicamente con palabras formadas por los signos arcanos del estar y del poner de pie. En el lenguaje ordinario, la constelación metafórica de términos como estrella, astro, Asterión, estro, existencia, construir, instituir e instruir, entre un gran puñado, se concreta en el afán de alcanzar una estrella, pues a nadie le es ajeno simbolizar el gran logro y la gran obra con el ideal de conquistar nuevos estadios del ser y alejarse muy por encima de la tierra, lo cual equivale ya a superar las contingencias de la existencia, en sentido positivo, ya a evadir la realidad, en sentido negativo.
En todas las grandes civilizaciones antiguas, dice John Anthony West, se ha utilizado el arte para incrementar la comprensión; para llevar a los hombres y las mujeres a una experiencia de la realidad superior, a la que podrían alcanzar individualmente si se limitasen a sus propios recursos. El arte no está sólo destinado a ser disfrutado, sino a iluminar.
¿Cuándo puede lograr uno ser arquitecto de su destino? “Debes tener mucha paciencia” para domesticar, recomendó el zorro a Principito, porque evidentemente no es cuando se acepta uno como una “pasión inútil” (Sartre) y se autocensura, o cuando se experimenta el vacío del “vivir por vivir”; sino cuando se ha armonizado el deseo y la voluntad con la circunstancia entorno, y conquistado la paz; ese estado interior de saberse bien “pagado”[6] o satisfecho con lo que se posee.
Con el advenimiento de la era industrial y tecnológica, la unidad se disolvió en la institucionalización y en la burocracia: se abandonó la búsqueda de Gran Obra en aras del mundo material, y el culto al “reino de la cantidad” (Guénon) redujo la acción trascendente o ritual a mera superstición e idolatría. Actualmente, el uso de la lengua no resulta sino en “letra muerta”, carente de sustancia simbólica, que crea vínculos inalienables y sí traduce sólo la estupidez y la sinrazón imperantes en nuestro tiempo.
-Hubiera sido mejor -dijo el zorro- que vinieras a la misma hora… Los ritos son necesarios.
-¿Qué es un rito? -inquirió el principito.
-Es también algo demasiado olvidado -dijo el zorro-. Es lo que hace que un día no se parezca a otro día y que una hora sea diferente a otra…
La Tradición ha insistido mucho en el ideal de que “en un principio fue el verbo”, y que éste “se hizo carne”, porque tal noción guarda un saber profundo, concreto en el rito, asumido como acción realizada por amor. Sin embargo, y debido al colapso de la tradición misma, esa imagen poética ha quedado estática; digamos: en el cementerio de la “letra muerta”; en tanto, el profano no acierta a creer que, por su valor simbólico y numinoso, las palabras verbo, acción humana y carne son tan equivalentes en la ritualidad,[7] y no se le puede demandar que despierte su alma y abra el corazón a lo esencial, como haría espontáneamente un niño, inocente de la estupidez humana.
Asociado íntimamente con amare y con laborare, un verbo tan significativo en los ritos sagrados, como “arar” (arare), , cedió su lugar “evolutivamente” a acciones como romper o transgredir, y a actitudes como el egoísmo y la estulticia, que han desacralizado el rito de cultivar y prosperar, de acuerdo con la relación armónica Naturaleza-Ser humano.
He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos… Los hombres han olvidado esta verdad -dijo el zorro-, pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado.
El aislamiento y el estancamiento, inseparables del individualismo y la soledad actuales, señalan el valor negativo del estar aquí, el “vivir por vivir”. Naturalmente, en la lengua misma se indica el peligro; y así nuestras raíces sta-, y st-, asociadas con streu- y ster-, ya que destacan términos como estatismo, estancamiento, estoicismo, ostracismo, obstáculo, distancia, superstición, estolidez y estulticia, entre otros sustantivos negativos por la adición de prefijos de privación (inestabilidad, inexistente, destruir).
En este sentido, cabe advertir sobre el peligro de coartar la facultad creativa de las jóvenes generaciones, en pro del uso y consumo indiscriminado de nuevas tecnologías. El abandono de la actividad intelectual y la gradual indiferencia por amar y mantener la concordia, provoca estatismo en todos los ámbitos de crecimiento; de modo que el egocentrismo y la megalomanía –característicos de nuestro tiempo– no ofrecen a la vista sino activismo y consumismo, que maquillan o “cosmetizan”[8] las apariencias en esta “hoguera de las vanidades” que es nuestra realidad.
Simon Renard de Saint-André. Vanitas (s. XVII)
Con la arbitraria ruptura de límites impuesta al artista actual, podríamos suponer en el escenario una orquesta que desgrana acordes y ritmos, armonizados con la animación dinámica de sonidos y luces neón; todo, capturado en gases con olores vaginales y seminales que narcotizan a los actores, a su vez suspendidos como bicharracos en la proa de un arca tirada por el genio naranja. El clímax sintoniza espasmos multiorgásmicos con la tesitura de una tonante flatulencia papal, que hace naufragar la nave… Fin del performance.
Jorge Ángel Livraga es categórico: “Arte, verdaderamente Arte, es aquella belleza, armonía pura, que ilumina y eleva, haciendo vibrar lo mejor de nosotros. Todo aquello que exalta las bajas pasiones, la arritmia, la violencia y la ignorante desesperación, no es Arte”. El arte inaugurado por el siglo XX escandalizó y llevó a la sensualidad utilitaria y extática propia de la posmodernidad, y tal sensibilidad mórbida por la desfragmentación, motivó impulsos en el alma dormida de nuestro tiempo; sin embargo, sedujo de tal manera los sentidos, que el ser no pudo menos que apostar por lo único seguro que posee (su cuerpo, sus sentidos y sus facultades todas), como un dar cuentas o pagar por la enajenación y el desequilibrio mental. Bastaron unos pocos años para que se perdiera el rumbo, y ahora todo está dicho; pero el alma debe ordenar y construir su propio destino, mediante la luz de sus facultades creativas, como la que ilumina el Credo de Wagner:
[…] Creo que el Arte procede de Dios y vive en el corazón de todos los hombres iluminados por el cielo. Creo que quien ha paladeado una sola vez sus sublimes dulzuras, se convierte a él y jamás será un renegado. Creo que todos pueden alcanzar la felicidad por medio de él. Creo que en el juicio final serán afrentosamente condenados todos los que en esta tierra se hayan atraído a comerciar con este arte sublime, al cual deshonran por maldad de corazón y grosera sensualidad. Creo, por el contrario, que sus fieles discípulos sean glorificados en una esencia celeste, radiante, con el brillo de todos los soles, en medio de los perfumes y los acordes más perfectos, y estarán reunidos por toda la eternidad en la divina fuente de toda armonía. ¡Ojalá me sea otorgada tal gracia! Amén.
Desde los pitagóricos hasta Goethe, el artista ha dejado de cantar a la armonía de las esferas, y nosotros hemos desoído la invitación por la creación poética, y perdido además el impulso esencial de orientar la acción hacia el logro de la armonía y el bienestar interior. Esta ceguera mental, para la economía de lo que llamamos espíritu, es deplorable; pues éste ha dejado de percibir la riqueza esencial de una tradición cultural hecha lengua y arte. Lamentable, asimismo, que la tradición clásica, con su saber profundo latente en su arte, sea para el profano simple juego de ficciones y lucubraciones propias de sujetos supersticiosos o “alucinados”.
El milagro y misterio de existir y construir parece gratuito; quizá por ello permanece ignorado y despreciado, como para escandalizarse aún más; porque así como ahora se ha asumido un “arte culinario” o un “arte de la guerra”, no se vislumbra ni por asomo la posibilidad de un “arte de existir” o un “arte de construir el destino” por el amor. “Nosotros seres finitos, con un espíritu infinito, no hemos nacido más que para el dolor y la alegría, y casi podría decirse que los más distinguidos por el dolor obtienen la alegría”. Pese a esta reflexión de Beethoven, muchos suelen aterrarse por los modos de la vida al manifestarse mediante el dolor o la alegría (seres pusilánimes que consideran el acto de amar y de crear como simples “actos de fe”).
Otrora, la creación simbólica motivó impulsos interiores que llevaron a la acción, hacia el centro de equilibrio (“proceso de individuación” o “centramiento”, de Jung), simbolizado por el ideal de la justa medida. Ahora la pérdida de lo numinoso en una imagen, y el déficit psíquico ocasionado por ello, se puede ilustrar con la imagen de la diosa Artemisa o Diana. Visible no sólo por la raíz ar- con que inicia su nombre en griego, sino también por el ideograma D (en forma de arco para su nombre latino), la imagen oculta un saber arcano que señala la in-tención, y la in-tensidad, para dar con el acertero y la fama[9] y dar cumplimiento al destino. Ejemplos de esta índole sobran; pero es suficiente con advertir cuánto se ha perdido, cuando hemos desdeñando la herencia cultural impresa en la lengua y en el arte, y en su lugar preferimos rendir culto a los “ídolos de la caverna” (Bacon): el egocentrismo, el fanatismo, el prejuicio, la demagogia y la manipulación.
Camille Claudel. La edad madura (1902)
Evidentemente, el prejuicio y la parcialidad ponen a temblar el centro y el eje, puesto que el interés particular desvirtúa la Ley de sistemas jurídicos y estructuras sociales,[10] al crear discordia: todo se corrompe (en la persona y en el Estado), en cuanto se abandona el sentido de la proporción y la armonía; en cuanto el ser pierde la justa medida de su naturaleza e incluso enajena su cuerpo no sólo para estar de pie, sino para dar satisfacción a necesidades creadas. El hecho de ajustar, por tanto, debe entenderse en el sentido de ordenar todo de acuerdo con las leyes de la Justicia (Ius, iuris), y esta noción se recuerda por el ideograma de letra I latina, símbolo del eje: axis mundi justificación de la obra creada y del acto en potencia, que es el estar aquí.
En virtud de nuestra naturaleza destructiva, tendemos a desarmar todo, si un cierto proyecto de vida claudica (derribamos la casa construida, rompemos con la sustancia material que lo sostenía: fotos, cartas, recuerdos); pero tampoco la lengua está exenta del peligro. Devaluada y degradada a sus mínimos elementos de expresión, la lengua y su concreción en el lenguaje, ya no expresa sino la ironía y el equívoco de la parodia barata y el caló agresivo, que anulan al otro, al convertirlo en objeto de la etiqueta (“estúpido”, “bastardo” o “hijo de puta”). La inversión de la imagen simbólica señala el componente negativo, que pone en evidencia la humillación, por la cual la víctima no debe estar de pie, y sí en otra posición, para que la agresión sea más penetrante y destructiva.
El impulso primario por la violencia es sintomático de la perversión de nuestros modos del ser, y se manifiesta en la evasión por debilidad y proyección psicológica, que restan intensidad al alma estancada y la pudre. Pero cuando la arquitectura de nuestro proyecto de vida persiga el ideal de lo justo y lo armónico, cada experiencia dará apertura al afán de construirnos justamente; y cada enunciado (somos arquitectos de nuestro propio destino) ya no podrá interpretarse como falacia, y en razón del punto de vista particular. Dar vida con la palabra y por la palabra a los arcanos y misterios de la vida: tal es el motor del juez y el arquitecto de su destino.
Portada: Claude Monet. Impresión, sol naciente (1872)
Para saber más:
- Antoine de Saint Exupéry. El principito. México, Editora Latinoamericana, 1998.
- Gómez de Silva, Guido. Breve diccionario etimológico de la lengua española. 2ª ed. México, Fondo de Cultura Económica-El Colegio de México, 1998.
- Jung, Carl Gustav. El hombre y sus símbolos. Barcelona, Paidos, 2009.
- Vladimir N. Toporov, et al. Comp. Rinaldo Acosta. Árbol del Mundo: Diccionario de imágenes, símbolos y términos mitológicos. Vol. 3. Colección Criterios. Rusia en el pensamiento. Casa de las Américas/UNEAC, 2002.
[1] El griego kósmos significa “orden; adorno; universo (considerado como un todo ordenado o armonioso)”. Guido Gómez de Silva. Breve diccionario etimológico de la lengua española. p. 192. Parece innecesario, no obstante debe aclararse que la palabra “orden”, del latín ordo, ordinis, proviene de la raíz or-, la cual es traducción de kósmos y variante de nuestra raíz ar-.
[2] íbid. p. 77. Acaso no sería vano investigar si las terminaciones del infinitivo de nuestros verbos (-ar, -er, -ir), que expresan acción, pertenecen a la misma simbólica; sin embargo, sólo agregaremos aquí que otras variantes de la misma raíz son ra-, re-, ri-; er- y or-, que originan palabras como arca, arcano, arquetipo, horizonte, orden, orientar, origen, organizar, recurso, rito, realidad, empleadas aquí.
[3] Parece innecesario, no obstante debe aclararse que la palabra latina ordo, ordinis (“orden”) proviene de la raíz or-, la cual es traducción del griego kósmos, y es a su vez una variante de nuestra raíz ar-.
[4] íbid. p. 278. En “La existencia o la tensión del destino” se desarrollan ideas semejantes en torno de sta– y st. Mito Revista Cultural, 3-10-2014.
[5] Streu- significa “tender”, “extender”, y viene de ster-: “tender” (Guido Gómez de Silva. íbid. pp. 185 y 279).
[6] La palabra latina pax (“paz”) proviene “de la raíz indoeuropea pak-, variante de pag-: ‘fijar’, ‘sujetar’, ‘asegurar’”, que deriva los verbos “pagar”, “apaciguar”, “pacificar” y “apacentar” (íbid. p. 526).
[7] Consideremos que la raíz indoeuropea ri– en el concepto rito, es una variante de nuestra raíz ar– e indica el hecho de armonizar y ordenar; en tanto que kósmos, karma y creatio (del griego, sánscrito y latín, respectivamente) provienen de la raíz indoeuropea kre-, ker-: “hacer; crecer”, y su elemento formativo básico (kr- o cr-) asocia conceptos tan disímiles como carne, corazón, creer, cereal y Carmelo. Al respecto, digamos, por ejemplo, que el latín carmen, carminis (“canción”) se aplicaba a la creación por excelencia y correspondía con el griego poiein: “hacer, crear, componer”.
[8] Ajustamos aquí el término cosmético, que proviene del griego kósmos, entre cuyos significados (“universo” y “orden”) destacan también los de “adorno”, “belleza” y “ornamento”.
[9] El sitio al que apunta la flecha en el tiro con arco se llama fama, diana, centro o blanco, y es muy simbólico que precisamente el color blanco reciba en griego el concepto de leukós, porque lo asocia con logos y lux, lucis, entre otros términos no menos sobresalientes.
[10] ¿Es gratuito que la palabra Ley (lex, legis) también se identifique con logos con logos y con lux, luicis?
¿CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO? https://revistamito.com/el-recurso-de-la-palabra-para-armonizar-el-hacer-y-el-decir/ : «El recurso de la palabra, para armonizar el hacer y el decir». Publicado el 25 de marzo de 2016 en Mito | Revista Cultural, nº.31 – URL: |
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