A la señorita Javiera le gustaba el olor del café recién hecho. Ella era quien lo preparaba, lo molía, lo tostaba y lo olía una y otra vez para luego, sorbo a sorbo, beberlo lentamente. El café frio no le molestaba. Casi siempre lo bebía frío, sus sorbos eran tan pequeños y el tiempo pasaba tan de prisa que ya estaba acostumbrada a beberlo frío.
Por aquél entonces su casa era una de las más hermosas de la ciudad, estaba a la vuelta de la avenida principal, en la calle de La Esperanza número 68, justo la edad que hoy cumplía.
–68 años se dicen fáciles –le decía a la urraca que tenía como única compañera. –El animal la miraba con esos ojos negros profundos y no hacía sonido alguno.
–Ay Julianita, si pudieras hablar, ¡ay! pajarito bonito, ¿qué cosas me dirías? –Le diría, seguramente, que se ha jodido la vida. Si Javiera, te la has jodido. Por quedarte con tu madre y con tu abuela, por acompañarlas a misa los domingos, por rezar el rosario con esas viejas y por encender veladoras. Te jodiste mujer.
Javiera no era una mujer hermosa, es más, hasta se puede decir que era medio fea; una nariz inmensa, unos ojos chiquititos y una boca rectangular, pero la juventud hace bello incluso lo menos agraciado. Y, efectivamente, en sus años de juventud era una chica llena de vida, con marcadas caderas y pantorrillas que dejaban imaginar un cuerpo desnudo, virgen por completo, jamás tocado, jamás descubierto.
En sus mejores años muchos querían descubrirla, tocar sus pechos, galopar entre sus caderas pero ella permaneció virgen. Limpia. Pulcra. Santa.
Javiera nunca conoció hombre alguno, galanes tenía muchos. Hombres que llegaban a ella invitados por su feminidad o por el dinero que había heredado de un padre dueño del primer periódico de la ciudad.
Aquella mañana tendría que ser como cualquier otra. Su madre y su abuela habían muerto años atrás y esa casa inmensa, la casa principal de la calle La Esperanza, se había quedado vacía, casi inhabitada, solo ella y su pájaro poblaban sus paredes.
Bebía café y leía poesía mientras escuchaba a Bach. Sus discos hacían de banda sonora de su vida, su café hacía de líquido vital para continuar con su pesada existencia cada día.
Al terminar su desayuno se fue al mercado, ahí compro unas cuantas verduras para una sopa de pollo que herviría con brócoli, papa y algo de espinaca. Para ella, a diferencia de las mujeres de hoy, era un placer ir al mercado, era uno de sus pocos placeres oler las hierbas que habían, estornudar cuando compraba pimienta, sentir el sabor de los inmensos duraznos. Lo triste, se decía, era no cocinarle a nadie, a ningún hombre, a ningún hijo y ahora a ningún nieto. Les prepararía pasteles de manzana recién salidos del horno, su casa olería a caca de niño y a cigarro de hombre. Pero jamás olió así. Y jamás lo haría.
Después del mercado y con la bolsa ligera porque solo haría comida para uno, para una en este caso, se fue a la Iglesia de la Buena Nueva, aquella que conocía tan bien y a la que no faltaba ningún domingo.
Entró a la casa de Dios a prender una veladora por su cumpleaños, a pedir por el descanso de su padre, de su madre y de su abuela. La iglesia de estilo barroco-mestizo albergaba las imágenes de Santa Rita, Santa Marta, San Agustín y San Jacinto al que siempre le pedía por su alma.
Como hoy, era día de fiesta, de celebrar su paso por estas tierras, por estas mismas calles, por este mismo paisaje y por la ciudad de la que nunca salió, salvo a los 19 años que su padre la llevó a recorrer Europa, decidió tomar un helado. Uno solo. De esos hechos de fruta y lo eligió sabor naranja. En la plaza central se sentó a beberlo, a lamerlo, a sentir en su paladar el ácido sabor de la fruta hecho manjar.
Esta vez no quería conversar con nadie, no le apetecía encontrarse con las viejas amistades y menos que le digan: “Felicidades Javierita, que Dios te bendiga hija”. No. Hoy solo quería su helado.
Mientras lo acababa lentamente como hacía todo, lentamente, pensaba en su padre, lo volvió a ver, lo sintió presente y se imaginó como aquél hombre había sido, o como ella lo recordaba. Grande, delgado, blanco todo él, con unos lentes pequeñitos y unas ojeras inmensas. Recordó sus largas charlas a orillas del lago, sus amplias manos y volvió a ver también su cuerpo inerte en el ataúd cuando le dijo adiós.
–Ya basta, basta por Dios –y se dio cuenta que lo había dicho en voz alta. –¿Qué quieres que pare?, no noto que se mueva nada en este pueblo perdido –escuchó que alguien le decía.
–¿Pueblo?, no señora, usted está equivocada, esto no es un pueblo, es una ciudad, una como Dios manda, limpia, tranquila, sin víctimas, sin robos, sin porquerías –respondió Javiera. ¿A quién había respondido?, se dio la vuelta y vio a una mujer de unos 50 años, jamás la había visto, no la conocía, no reconocía nada de ella.
–Perdona, no me presenté. Soy Tania –le dijo aquella mujer chiquita, algo gorda y que también comía un helado, supongo que de mamey.
–Que tal –dijo, algo tímida, –soy Javiera.
–Javiera ¿eh?, nombre extraño.
–Depende de a quién le parezca extraño, lo llevo escuchando 68 años de mi vida.
–Bueno Javiera y ¿qué quieres que pare, a qué gritas basta?, si se puede saber.
–Nada, tonterías de vieja.
–¡Venga ya!, ¿vieja tu?, pero si te ves bastante bien mujer.
–Gracias –se sonrojó.
–Vengo del sur, de Villa Petra, nunca me animé a viajar sola, hasta hoy, y creo que me estoy arrepintiendo, no encuentro nada que hacer en este pueblo. Perdona. Ciudad.
Viajar sola era algo que jamás se hubiera imaginado Javiera. Sola. Ver las cosas sola, ¿para qué?, no le dijo nada, pero se quedó mirándola como bicho raro. Una mujer sola viajando a lugares desconocidos.
–Quedé viuda hace como un mes, tengo tres hijos pero cada uno hace su vida y comprenderás que una sola en una casa desierta no tiene mucho sentido, no tiene mucho qué hacer –aclaró Tania.
Aunque Javiera no comprendía nada, asintió con la cabeza y se le ocurrió una idea. Total, era una mujer, ¿qué le podía hacer?
–Tania, ¿quisieras venir a casa a tomar una sopa de pollo con verduras?.
–Claro que sí, una sopa casera, de las que no pruebo desde que Mariano falleció, ahora con esto de los congelados tengo la vida tan fácil, me los compro, los preparo en el microondas y ¡a comer!, qué te digo, tu ya lo sabrás.
–Ajá –alcanzó a decir Javiera, ni sabía como venían esos congelados y menos tenía un microondas.
Mientras caminaban a casa hablaron de todo y de nada; que si la lluvia; que si los alacranes del sur; que si a la sopa de pollo se le pone una ramita de canela.
Terminada la sopa de pollo y después de recibir halagos por parte de Tania se dispusieron a beber un café de los que preparaba Javiera, con el gusto que solo ella le daba, con el toque que los hacía diferentes, sabía que no le sería indiferente a su invitada, estaba segura de lo bien que le quedaba. Con el café llegó una conversación más íntima, se sentían cómodas una al lado de la otra, podían hablar de sus temores, de sus logros, de sus angustias, podían reír sin sentido aparente. No se conocían y eso les daba la libertad de decir todo lo que nunca antes dijeron.
Por primera vez en mucho años Javiera se sintió libre. Libre de reír, de hablar, de ser. Amigas había tenido unas cuantas pero sus conversaciones siempre se limitaban a absurdas charlas de los conocidos, de sus enfermedades, de sus nietos, es decir, de sus inútiles vidas. Con Tania todo era tan diferente y tan nuevo, hablaban de cosas interesantísimas, de la vida fuera, de películas que nunca llegaron a este recóndito lugar, de los bailes, las fiestas, las borracheras que se dio con aquellos rones que su esposo traía de distintos pueblos del país.
Javiera reía cada vez más fuerte, se reía de la vida, de ella misma, de los chistes de Tania. De las verdades de Tania. Se reía a carcajadas, en el fondo se reía de su padre, pero sobre todo de su madre y de su abuela que no hubieran visto con buenos ojos una amistad como ésta. Se reía y su risa retumbaba por todos los pasillos. Su risa comenzaba a habitar la casa. Julianita se reía también, aquella urraca se reía con sus alas, con su pico y con sus patas.
–Qué bien te queda esa sonrisota –dijo Tania
–Qué tonta te ves al reír sin sentido alguno –aclaró la abuela Carmen. Vieja perra, pensó Javiera, y sin que Tania lo notará cogió la foto de su familia con la abuela al centro y los hizo mirar a la pared. –Para que aprendas vieja pendeja y te quedes con las ganas de verme.
Ya las mujeres estaban agotadas. De reír. De vivir. De recordar. De imaginar. Tania necesitaba descansar, hoy había llegado a la ciudad. –Creo que voy al hotel, necesito descansar –le dijo una Tania somnolienta, pero Javiera no soportaba la idea de estar sin ella. No podía verse sola otra vez en aquella casa, necesitaba de la presencia de Tania. De inmediato le ofreció su cama. –Pero mujer si me dijiste que solo tienes una cama. A Javiera no le importaba, ella no acostumbraba tomar siesta. En efecto, tenía solo una cama, las demás las tiró. No quería guardar las camas de su madre y menos de su abuela.
Tania se acostó y Javiera solo quería que su invitada descansara cómoda y plácidamente. Entró a su habitación solo para verla dormir, para cubrirla con alguna cobija y cuando entró sintió la necesidad de darle un beso en la frente. Tania la agarró y la abrazó contra ella.
Javiera estaba feliz, ese instante se sentía en paz con la vida. Miró alrededor de su habitación y de todos los lugares en el mundo, el mejor era estar en los brazos de esta mujer, su amiga, su confidente.
Como jamás había ocurrido, Javiera se quedó dormida al atardecer abrazada de aquella mujer. Soñó que volaban juntas, que tomaban un avión con destino a Montevideo. La sobrecargo le dio un espejo y cuando se vio era una mujer joven y guapa. Tania era joven también pero mucho más hermosa. La vio cansada, acariciando una panza inmensa. Tania iba a ser madre, Javiera sabía que llegaba su hija, juntas habían procreado una niña y que faltaba poco para que esa niña viera el mundo en Montevideo. Ese instante despertó sudando, completamente mojada, extrañada por el sueño pero ilusionada. Su instinto la llevó a volver a abrazar a Tania y ésta le plantó un beso en los labios. Jamás nadie la había besado y fue la sensación más extraordinaria que había vivido. Ella la besó también y se sumieron en un beso tan apasionado, tan grandioso que hacía falta alguien que retrate ese momento. El mundo entero se paralizó con ese beso.
Sus manos se entrelazaron. Sus cuerpos enteros se entrelazaron. De pronto se vieron desnudas, sintieron como sus pechos se tocaban. Los vellos de sus pubis se mezclaban. Sus vaginas se abrazaban en un abrazo con la fuerza del universo. El universo entero festejaba el encuentro de dos almas desnudas.
No se dijeron nada. No hacía falta. Sus cuerpos hablaban por si solos. No necesitaban nada más para ser felices. Javiera había tocado el cielo. Ni los padrenuestros, ni los avemarías, ni las veladoras la habían llevado al cielo. La humanidad de Tania le hacía flotar entre nubes.
En realidad en todo el encuentro, en todo el tiempo que duró éste no dijeron palabra alguna. Sus gemidos decían todo. Sus manos hablaban y sus cuerpos se escuchaban.
Fueron años de hacer el amor. No volvieron a salir de esa habitación. Nadie volvió a ver a Javiera en el mercado y mucho menos en la Iglesia. En realidad nunca más vieron a Javiera. Todos suponían que se había ido de viaje. Los más curiosos pasaban por la casa de la mujer y solo percibían un intenso olor a flores. Veían como la casa comenzaba a transformarse, en sus paredes crecían siemprevivas, tulipanes, claveles y margaritas.
Una mañana al despertar después de haber hecho el amor toda la noche, Tania se vio abrazada por cientos de rosas. Su mujer parió flores. Su mujer entera se había convertido en flor. Ella en realidad fue la que la transformó. Javiera parió vida y no dejó de existir; solo se transformó. Tania se vistió en seguida, contempló por última vez aquella imagen, cogió una rosa y cerró la puerta.
Portada: Desnudo 2 | Ekhiñe Graell
¿CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO? : «El encuentro». Publicado el 16 de mayo de 2016 en Mito | Revista Cultural, nº.33 – URL: |
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