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Mito | Revista Cultural
Prosa  

Dulce decadencia en Trieste

Por Antonio Costa Gómez el 9 marzo, 2014

Pero en Trieste sí que teníamos marcado un café para adoptarlo, era el café San Marco. Habíamos leído un capítulo entero en el libro de Magrís “Microcosmos” donde hablaba de su historia, de quien lo decoró, del artista que hizo las máscaras, de los escritores y los hombres curiosos que iban por allí, y era todo un acontecimiento ir allí, poco a poco nos acercábamos, y fue un hallazgo cuando por fin pasamos por la puerta, habíamos leído que Magrís se sentaba todos los días en la parte derecha al fondo, la mesa de él estaba reservada pero él no había acudido ese día, nos sentamos al lado, en esa esquina había todo un bosque tropical, con árboles del Caribe que tú conocías, matas enormes, ramas febriles que  subían, y te pusiste a mover el cuerpo en plan caribeño, porque además pusieron música venezolana, era toda una casualidad, y tu torso se movía, te dije que salieras a bailar entre las mesas pero entonces no te decidiste, pero prácticamente bailabas y los camareros te miraban de modo sabroso, se acercó uno con un menú un poco grandilocuente y solo pedimos dos vinos, estuvimos allí mucho rato disfrutando del ambiente, pensando que allí al lado se ponía todos los días Claudio Magrís, y tú fuiste a la barra a preguntar sobre él, a hablar como solías con tu personalidad desbordante, y eras una caribeña en Trieste, una mujer tropical en Europa, era una buena consonancia.

Caffé San Marco (Trieste), Grotta Gigante

Tú y yo hacíamos una buena mezcla, y mientras tú hablabas yo me fijaba en todos los detalles del café, concretaba lo que había leído, estaban por todo el perímetro del cielo raso las hojas doradas como una jungla que se apoderase del local, y estaban las máscaras  que hacía ese artista que iba por allí, y estaban las maderas negras y los espejos, más tarde yo me fui por  ámbito que se extiende enfrente de la puerta, era todavía más acogedor y más oscuro, como una galería de arte difuminada, con fotos y cuadros oscuros, y buscando el baño me encontré con  salas clausuradas, una sala donde había decorados de teatro y un piano arrinconado, y otra donde había un montón de sillas cerradas como si allí celebraran conciertos, y otra con una mesa de billar donde jugarían fantasmas, me volvía cada vez más interesante al pasear por aquellas salas, me sentía perdido en otro tiempo, o cogiendo todas las sustancias del tiempo, y cuando regresé tú estabas hablando con el dueño, le dijiste que yo era escritor, que estabamos haciendo un viaje por tierra hasta el Cáucaso y que al final escribiría un libro,  que queríamos  dejarle mi libro “La calma apasionada” a Claudio Magrís, y el dueño dijo que le escribiera algo, después abrió un cajón y me dijo:” no hay problema, aquí están todas las cosas que mandan para el profesor Magrís, se lo entregaremos”, y empezó a hablarme de la historia del café, y tú quisiste que nos fotografiaramos juntos, y quedamos como fantasmas en el papel, y nos señaló un fresco que había detrás de la barra, representaba un poco deformados a Hitler y Mussolini y no sé quien más, que era algo histórico, nos habló de la gente que iba por allí, de que tocaban el piano no sé qué días, y volvimos a nuestro rincón para apreciarlo todo de verdad, a mí me gusta tomar las cosas a veces con toda su densidad, siempre desconfío de mi percepción, tengo miedo a que se me pierda todo, pero me entraba el sabor un poco a chocolate de aquel café, y nos marchamos ceremoniosamente.

La mesa de Claudio Magrís © Consuelo de Arco

Luego nos dirigimos al Jardín Público, al que Magrís dedicaba otro capítulo, había que comprobar algunas cosas que él decía,  vivirlas a nuestra manera, hacerlas nuestras,  era una belleza increíble aquel jardín, nos pusimos enseguida a buscar el busto de Joyce pero no aparecía, encontramos bustos de montones de escritores humildes entre el verdor, vimos a los viejos que descansaban como contaba Magrís, y a madres con sus niños, y a niños solitarios, nos sentamos de espaldas a un estanque y observamos con detalle a  tres niños que jugaban, eran dos niñas y un niño, y el niño casi nunca decía nada, se dejaba llevar de aquí para allá, una de las niñas dirigía todo y los lideraba intrépidamente, no paraban quietos y no sé qué buscaban, yo los miraba alucinado como si se desarrollara ante mí una maravilla, y vi a una niña de la que su madre parecía estar muy lejos, poco después encontramos a Joyce detrás de un seto y lo saludamos como Dios manda, también buscamos a Italo Svevo pero no aparecía, yo te había hablado de “Senilitá” y “La conciencia de Zeno” pero apenas me acordaba de aquellos libros, de que había inventado el monólogo interior antes que Joyce, de su andadura de escritor humilde que experimenta la vida  en un rincón del imperio austrohúngaro, que sale a la luz gracias a su amistad con Joyce, me gustan esos personajes callados que lo esbozan todo, y de repente dijiste que Magrís hablaba de unos pies muy hermosos en una escultura, nos pusimos a buscarlos por todo el jardín pero no había manera, en esos casos tú y yo nos ponemos obstinados, hasta que nos rendimos, y entonces al salir del jardín vimos una fuente muy compleja con varias figuras femeninas desnudas que se remojan en el agua, y sus pies eran muy vivos, nos fijamos en unos que tenían mucha delicadeza y ternura, y dijimos:  tienen que ser éstos, y era como si la escultura estuviera viva, tuviera un alma,  de hecho dijimos: no la olvidemos, tenemos que acordarnos de ella, tal vez representaban el toque más íntimo de Trieste, su sensualidad más secreta, el aura de su literatura.

Habíamos ido en tren una mañana desde Venecia hasta Trieste, era una de las etapas que más nos ilusionaban, porque era una ciudad de escritores, porque allí estaba Claudio Magrís que había escrito “Microcosmos” sobre ella y sus alrededores  lleno de amor por todos los detalles, como un poema de amor increíble a una ciudad, después de recorrer Europa entera recorrió con fiebre una ciudad, porque tenia ese aire de cruce de culturas, de mezcla de eslavos con italianos y austriacos, y había pasado por tantas manos, y era un símbolo de todo lo mezclado y lo pasajero y los rebumbios de la Historia y vivía para contarlo, y sobre todo porque en las cercanías estaba el castillo de Duino donde Rilke que es mi profeta escribió su obra suprema sobre los ángeles para alucinar al mundo, había pensado mucho sobre si ir o no a Duino, pero eso no podía faltar, y había estudiado desde mucho antes lo que había que hacer para llegar allí, el autobús que había que coger, los horarios del castillo, lo que allí podía visitarse. Reservé por internet un hotel barato pero bastante bueno, cerca de la estación y de la plaza de la Unidad, que incluía desayuno, con una habitación enorme donde nos sentíamos como príncipes, allí podíamos hacer el amor en todos los sentidos de la cama, y desplegar las comidas que comprábamos en las tiendas para ahorrar, y yo podìa ponerme como un principe en la cama gigantesca a leer el “Wilhelm Meister” de Goethe, que era el libro que había escogido para acompañarme durante todo el viaje, y me metía en las teorías sobre el teatro y  la pasión que Wilhelm sentía por el teatro, semejante a la que yo siento ahora por el cine, y un montón de personajes que representan todos los aspectos de la vida, entre los cuales está la chica  inasible y caprichosa que mariposea en torno a Wilhelm y Mignon la niña ardiente que tiene nostalgia de los limones  del sur.  Trieste es una ciudad elegante, con avenidas amplias, era la salida de Austria hacia el mar, por donde el imperio le daba un lametazo al mar, tiene mucho de austriaca, en sus grandes edificios con molduras, en sus plazas gigantescas, en su arquitectura grandiosa y opulenta, tiene algo de imperial, pero evoca  ese imperio que comentaba Magrís inclusivo y tolerante, donde cabía  todo, un poco flexible y onírico, que nació para agonizar, que estaba siempre en la decadencia, como lo describió Joseph Roth,  como esas cortes decadentes que presidía la emperatriz Sissi con sus melancolías, donde estaban todas las culturas, la ciudad tiene mucho de austriaco pero también ese toque de dulzura, ese apunte que tal vez le da el contacto con el mar, la Kakania de Robert Musil se relajaba y se fantaseaba en el Adriático.

Piazza Unità d’Italia, Trieste (Italy), Alberto Vaccaro

Había que ver enseguida la plaza más grande de Italia, la plaza de la Unidad, y cuando llegamos a ella quedamos satisfechos, es un cuadrado gigantesco, un derroche de espacio libre en el que no estorba un grupo escultórico en un ángulo, y hay un grupo de faroles en cada una de las cuatro esquinas pero apenas se conocen unos a otros, y las terrazas de las cafeterías principescas casi no se perciben a lo lejos, por un lado está el ayuntamiento neogótico y por el otro  el mar en toda su plenitud, es una plaza que mira el mar, que casi se tira al mar, nos encantaba estar allí en medio del vasto espacio sintiéndonos parte de la Historia, formando parte del orgullo de Italia pero con la otra Historia que también dormía allí. Dimos vueltas en torno a la plaza, le preguntamos a un policía simpático que nos dijo qué autobús tomar para subir al castillo, subimos y miramos la ciudad desde arriba, y visitamos una catedral extraña hecha de piedras grandes como una fortaleza,  y  bajamos por las calles empinadísimas, rodeamos la plaza, vimos las ruinas de un teatro romano, una gran iglesia en lo alto, la plaza donde estaba la bolsa, allí todo estaba dedicado a lo grandioso,  y desde varias esquinas se divisaba la montaña.

La última tarde visitamos unas calles pintorescas que iban hacia el sur de la plaza, allí todo tenia un aspecto más menudo, había tabernas pequeñas y coloristas, sillas en las calles, pequeñas tiendas, parques frondosos, edificios con secretos. Nos informamos del sitio donde habían estado Joyce y Svevo, y encontramos a Svevo en bronce en la calle, sin pedestal ninguno, como paseando,  como si fuera un día cualquiera y hubiera salido a comprar el pan,  era una buena idea mostrarlo así tan cercano, como si su espíritu rondase de veras por la ciudad. Esa parte tenía un aspecto más íntimo y vimos una exposición donde había fotos antiguas. Delante de nosotros durante mucho tiempo iba un borracho y también parecía más humano en aquella ciudad que hubiera un borracho, se diría que anduviera totalmente perdido, que se sintiera radicalmente solo, parecía que iba a chocar con las mesas pero siempre se apartaba en el último momento,  podría molestar a los viandantes pero nunca lo hacía, en el fondo era un borracho elegante, pero nosotros nos manteníamos detrás de él a distancia,  y después en un parque vimos que una señora se acercaba a él y lo reprendía,  debía de ser una vecina o una amiga de la familia, por aquella parte de la ciudad las calles se veían más domésticas, mientras que las otras avenidas parecían estar hechas para grandes desfiles y recepciones, aunque de todos modos no se mostraban adustas.

Escultura de Italo Svevo en Trieste, Simonetta Di Zanutto

Una tarde te dije: tenemos que ir al Muelle de los Audaces, lo había visto descubierto en el mapa como un espolón que se metía profundamente en el mar, y una de las atracciones de la ciudad, y nos fuimos hasta allí, debía de tener un kilómetro, entramos muy a fondo en el mar, y aquello era alucinante, veíamos los acantilados de la parte de Duino, las casas que subían  en mitad de la espesura por la montaña, y un edificio alto que parecía una traida de aguas, y una especie de minarete o de torre del reloj, allí lejos aquello parecía como una acuarela mágica, nos sentamos en el  último espigón y presenciamos como atardecía, el sol iba bajando y se iba volviendo anaranjado,  tú hacías muchas pruebas de fotografías, intentando captar algo que no se repetiría nunca,  yo me fijaba en los niños que se acercaban allí, una especie de gitano que clamaba por su madre, dos niños que no decían nada y casi se caían al agua, más lejos unos tipos que pescaban , más allá unas parejas que no se decían nada, todos abrigados por aquel caer del horizonte, nos metíamos en mitad del mar y nos volvíamos extrañísimos todos, naufragos o superados por aquella decadencia del agua, el agua iba tomando tonos pálidos y sobrenaturales, nos dejábamos estar allí mucho rato y parecía que nunca nos iríamos , tan a fondo formábamos parte de aquel momento, tan profundamente robados por aquel atardecer,  y luego me dijiste que te hiciera una foto especial : tú extendías los brazos como si quisieras coger el sol  y el sol se quedaba entre tus manos, hicimos varias pruebas y al final conseguimos una foto que nos alucinó, así a veces en la tierra los humanos somos totalmente extraños, tu cara estaba en sombra y como asustada y era como si quisieras acariciar el sol o más bien preservarlo o tal vez robarlo, aquella muerte del sol a ti siempre te había fascinado,  y a mí también, como la muerte de los imperios y de los países, porque entonces arrojan chapoteando todos los secretos que encerraban, todo lo que tenían escondido y no podían expresar, se vuelven sinceros y desgarrados y desesperados de encanto, nos llueven en la cara con sus reminiscencias y sus recuerdos desatados. Empezamos a regresar e ibamos muy lentamente mirando  la plaza inmensa en la noche, en que destacaban las orquestas de faroles en las esquinas, y se veía el ayuntamiento al fondo relleno de luces, y los coches pasaban delante como transportes de otro planeta, y quedaban en las esquinas parejas que no necesitaban  decirse nada o que no eran capaces de hacerlo,  que tenían aquel tesoro tan  cercano y tan mágico , me daban un poco de envidia, a mí siempre me da envidia lo que se me escapa, pero tal vez eran mucho más interesantes para nosotros que para ellos mismos, podrías haberles hecho fotos para que se quedaran prendidos. Nuestra vida está hecha de momentos así, tan valiosos y tan poco apreciados a veces, sin saber que es lo que tenemos sobre la tierra.

James Joyce textorizado, Max Froumentin

En otras horas paseábamos por el centro, por las calles en cuadrícula llenas de referencias, la iglesia ortodoxa, las fuentes, el Gran Canal que no se puede comparar al de Venecia, es  un entrante rectilíneo pero  da su magia marina a Trieste, y en un puente  está Joyce caminando por la calle, me hiciste una foto saludándolo, siempre parece que los vivos tratamos con condescendencia a los muertos, les hablamos como si fueran nuestros animales porque no pueden respondernos, y sin embargo ellos tienen una superioridad de silencio sobre nosotros, la superioridad del mito y de ser pasado, de estar en la memoria, como los recuerdos del protagonista de “El año pasado en Mariembad”. Los barcos descansaban en ese canal, se balanceaban un poco, mostraban su simbolismo de viajes y noches marinas, nos encantaba ver barcos y barquitos de todos los tamaños, con sus nombres y sus banderas y sus velas, y nos encantaba ver el agua. Pero te pregunté   por donde demonios salían al mar, porque el ultimo puente era muy bajo, por debajo no cabía ningún barco, y tampoco parecía que el puente fuera levadizo, nos quedamos con ese misterio, tal vez solo si alguna vez se inundan las calles puedan salir esos barcos al mar, o tal vez  solo sean decoraciones,  pero no me convence, debe haber algo  que nuestra mente no imagina. Y las terrazas de los bares con toldos se asomaban al canal, algunas con nombres marinos, o los inevitables irlandeses que hay en el mundo entero, parecían mirar con devoción el agua o estar cerca de ella para tomar algo de su encanto.  Y dando vueltas veíamos un detalle aquí, un monumento allá, algo que traían nuestras guías, algo que señalaba el mapa que nos habían dado, calles con nombres sugerentes.

Pero sobre todo cafés, muchos cafés, parecía una ciudad de cafés, donde la gente vivía a fondo la cultura del café, el estarse tirado leyendo el periódico, mirando pasar el tiempo, charlando de la actualidad y convirtiendo todo en palabras, el disfrutar de la sensación  de algo que nos despierta, el café es  la voluptuosidad y el vicio que incluso se les permite a los decentes,  la aventura que pueden tener los buenos burgueses, la droga que pueden saborear los que ni quieren pronunciar ese nombre, es una señal de tolerancia y de sutil libertad, el café lo habrán traido los turcos pero no es cosa de turcos, quien lo asimiló y le sacó todo el sentido fue Europa, el café forma parte de Europa, y no hay nada en el mundo entero como un buen café francés o italiano que huela a café, los turcos toman té o un café aguado , y en Trieste se veían por todas partes terrazas con butacas donde uno podría acostarse, y otras con cojines inmensos propios de seres viciosos o soñadores, y respaldos donde las espaldas son acariciadas, y mesas donde se pueden desplegar los periódicos,  esos periódicos estilo sábana que había antes, y lámparas de esquina que convertían la calle en una sala de estar, las salas de estar estaban por todos los rincones,  esa especie de sueño se extendía por todas partes, y también había buenas tabernas, y gente sentada en sillas elegantes con copas altas tomando vino, también olía a vino por las esquinas, y una ciudad que está llena de vino y café siempre será acogedora y poco aplastante, siempre pedirá que uno se quede en ella horas y horas meditando sobre la Historia y leyendo buena literatura,  porque Trieste realmente sudaba literatura, su propio nombre sabía a literatura. Y las ciudades no se hacen un nombre fácilmente, igual que las personas, a menudo les lleva décadas tener de verdad un nombre.

Librería de Umberto Saba © Consuelo de Arco

La ibamos buscando, mirábamos con expectación a derecha e izquierda y entonces preguntamos y estaba allí mismo delante de nosotros. Era la librería de Umberto Saba que habíamos visto reproducida en la exposición sobre Trieste en Barcelona. Entramos y vimos una acumulación tremenda de libros, por todas las paredes en estanterías y en bultos, y encima de las mesas y en los huecos de las ventanas, y un señor mayor nos preguntó amablemente que deseábamos, le preguntamos si podíamos admirar el local que era famoso y nos dijo: sí, claro, dijo que no era famoso, le dijimos que la habíamos visto en la exposición de Barcelona, dijo que en ese caso era famoso para nosotros, nos contó un poco la historia de la librería, el poeta Umberto Saba era el dueño en los años treinta, pero con la guerra mundial como Saba era judío fue deportado y le confiscaron la librería, un empleado se quedó con ella y la puso a su nombre, después de la guerra el poeta  la recuperó pero se asoció con un empleado que tenía  más posibilidades, y él era hijo de aquel empleado, de modo que la librería estaba en la familia desde hacia mucho tiempo a través de los caprichos de la Historia, y era de las pocas librerias que quedaban como antes, donde se amontonaban los libros de papel que olía y se podía tocar y soltaba polvo, esos tesoros que se podían explorar con las manos y los ojos en los rincones de una tienda, ese papel todavía carnal y sensual que aún se acerca a nuestro cuerpo, el hombre nos enseñó algunos tomos interesantes, ediciones de las poesías de Saba con portadas sugerentes o  grabados muy valiosos, esos volúmenes que podian llenar de alma una casa, que podían hojearse de vez en cuando y acariciarse como si fueran amantes, y nos mostró revistas antiguas donde salía Trieste hacía muchos años, nos habló del viejo Trieste, de que era el desahogo del imperio austrohúngaro, por donde llegaban los vieneses al agua, por donde salían al Mediterráneo y parece que eso los libraba un poco de ser totalmente germánicos y les daba un toque de locura mediterránea, y nosotros alucinábamos al mirar todo aquello, no nos atrevíamos a tocarlo, estaba lleno de aura aunque Walter Benjamín se  empeñó hace tiempo en que el arte había perdido su aura, pero Trieste estaba lleno de aura y aquella librería y las viejas fotografías de Benjamín, aquel señor nos atendió amablemente durante mucho tiempo, tú le dijiste también que ibamos por tierra hasta el Caucaso, le diste la lista de países, y él dijo: un recorrido por toda Europa, realmente nosotros  atravesamos Europa de un modo extraño y le palpamos las entrañas  y fuimos a sus confines, le dijiste que yo iba a escribir como le decías a todos, que yo era escritor, y el hombre me deseó suerte, le pregunté si Rilke había estado en Trieste y me dijo que no, que estaba en Duino pero nunca había bajado a la ciudad, realmente le daba la espalda, me pregunté si habría alguna razón, tal vez era que él en aquellos momentos quería estar salvaje y solitario en su castillo y no querían huellas de cultura ni charlas, el hombre nos habló de personajes importantes que habían estado en Trieste, de D Annunzio, que la reivindicó violentamente para Italia, de las convulsiones que se habían producido en la ciudad, matanzas de eslavos, ataques a edificios representativos, asaltos de periódicos, arrebatos de racismo en la ciudad que había conocido  tantas razas, y yo hablando con él me acordaba fugazmente de que Richard Burton,  el hombre que había descubierto las fuentes del Nilo y las Montañas de la Luna, había acabado sus días como cónsul en Trieste, y acababa de publicarse una novela sobre él del escritor búlgaro Ilia Trojanov, “El coleccionista de mundos”, aquel hombre que había visto el mundo entero y casi había salido de él había terminado sus días en aquella ciudad asomada a un mar pequeño pero convulso, retirado entre libros y recuerdos, acompañado por montones de escritores sin  saberlo. El librero nos alabó el recorrido, le pregunté si habría problemas para pasar por Serbia hacia Bulgaria y dijo que no lo sabía, y me dio el telefono del consulado de Serbia, y yo por gilipollas, o por esas cosas que muchas veces estoy a punto de hacer pero no hago, por las revueltas del destino, no llamé, y eso nos causó molestias después, pero también nos causó un cambio de itinerario que tú agradeces muchas veces. Y  nos dio su tarjeta que yo guardé como un amigo en mi bolsillo, en aquel viaje en que ya empezaba a hacer un montón de amigos entrañables y ligeros, algunos solo nombres, otros una sonrisa o un saludo o un proyecto,  gracias a tu comunicabilidad y tu hablar con todos y tu  intrepidez caribeña.

Portada: James Joyce in Trieste, Roberto Taddeo

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Antonio Costa Gómez

Antonio Costa Gómez

 

Nacido en Barcelona en 1956, se crió en Galicia desde muy pequeño. Estudió Filología Hispánica e Historia del Arte y hoy es profesor de Literatura en enseñanza media. Ha publicado libros en todos los géneros literarios: ‘Revelación’, ‘Delirio del fuego’, ‘El tamarindo’, ‘Las campanas’, ‘La reina secreta’, ‘La seda y la niebla’, etc. con los que ha sido galardonado con numerosos premios: la Estafeta Literaria en 1976, el del Ministerio de Cultura en 1981 o el de Amantes de Teruel en 1985. Con ‘Las campanas’ llegó a la última votación del Premio Nadal en 1994 y del Premio Planeta en 2001. Colaborador en más de una treintena de diarios y revistas, ha viajado por los cinco continentes.

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© 2019 MITO | REVISTA CULTURAL. Prohibida la reproducción total o parcial del contenido protegido por derechos de autor. ISSN 2340-7050. NOVIEMBRE 2019.

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