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Mito | Revista Cultural
Prosa

Crónicas desde una ventana

Por Marina Klein el 15 octubre, 2013 @Marina_Kle

Fue en el 97. Llegué a Manaos remontando el río durante siete días y siete noches. A la madrugada del día numero ocho, el Amazonas se fundió con el Rio Negro -a duras penas, porque parece querer mantener su color a rajatabla-, y el gran barco estacionó en el puerto. Los oficiales de abordo nos dieron la recomendación de no bajar a tierra hasta que la mañana estuviera instalada para evitar salteadores nocturnos. Obedeciendo, la mayoría de los 400 pasajeros que veníamos durmiendo en nuestras hamacas, nos acurrucamos y seguimos con nuestro sueño tranquilo hasta que el sol se dejara ver.

bracos no porto_ Pedro_angelini

Barcos no porto, Manaos © Pedro Angelini

 El nuevo día se iniciaba, dejábamos atrás los botos y los niños de las márgenes que se acercaban a nosotros jugando en sus canoas o nadando y que nos habían acompañado en distintos momentos durante toda la travesía. La geografía ahora cambiaba. Nada de verdes bosques y marrones del rio salvaje, volvíamos al imperio de lo humano; a una ciudad emplazada en medio de la selva creada por una locura frenética de lucro y progreso.

 Bajamos del barco. Los pasajeros más cercanos con los que conviví durante ese tiempo y que nunca más volví a ver, que durmieron, comieron y se bañaron junto conmigo, me dieron un caluroso abrazo y cada uno continuo con su camino. Yo me había embarcado con gente que conocí por ahí, una chica y un chico suecos y otro chico medio argentino, medio mexicano.

 Atravesamos la ciudad con mis tres amigos en busca de algún lugar para quedarnos al alcance de nuestro bolsillo. Pasamos por la plaza, por el teatro de la ópera y por favelas de palafitos; finalmente caímos en el Hotel Luz.

Escadarias do Teatro Amazonas_lubasi

Teatro Amazonas, Manaus © Lubasi

 Era éste un hotelito para viajeros con escasos recursos y para algunos otros que, en vez de seguir viaje, habían decidido quedarse y alquilaban una habitación por mes, también había gente, que por negocios o algún otro motivo, tenía que pasar algunos días en la ciudad.

Fue allí donde transcurrieron los hechos que quiero relatar.

La mañana posterior a nuestra llegada, en la sala del desayuno, conocí a un señor de unos sesenta y pico que se había instalado en Manaos con la firme convicción de encontrar El Dorado. Según su relato, está mítica ciudad se encontraba perdida en algún lugar del Amazonas y él, a fuerza de reunir documentos, mapas, historias y chimentos, estaba armando una comisión de viaje para encontrarla. A mí en particular no me interesaba en lo más mínimo El Dorado pero me había picado la curiosidad de la historia personal del tipo, cómo alguien llegaba a creer algo así y cómo ponía al servicio de eso el resto de su vida.

Como dije, lo conocí en el salón del desayuno, no me acuerdo cómo fue que llegamos al tema de la búsqueda de la ciudad de oro pero sí que quedamos en un encuentro para esa misma noche en su habitación, en el cual me mostraría la información que había recaudado.

Yo tenía veinte años y no era para nada una chica ingenua. Me imaginé que era el típico chamuyo de viejo lascivo y que una vez en su cuarto iba a tratar alguna maniobra de la que por ahí no pudiera zafar pero la curiosidad de ver los documentos pudo más fuerte que la prudencia, así que agarré la navajita que siempre me acompañaba, me la metí en el bolsillo y fui igual.

Cuento aquí que la convicción del hombre era genuina. Cuando llegué vi la cama tapada de papeles de todo tipo y que se extendían hasta el piso, donde además, había una gran cantidad de libros que trataban del tema de la leyenda y de otros aventureros que ya se habían embarcado en la empresa de rescatar el tesoro olvidado y habían fracasado. 

El cuarto olía mal pero la ventana estaba abierta así que me acerqué a ella tratando de limpiar mis pulmones y fue entonces que algo del exterior, dos pisos más debajo de donde me encontraba, me llamó más la atención que el hombre que parloteaba adentro. El terreno lindero al edificio del hotel era baldío y entre la oscuridad de la calurosa noche y los pastos altos se podía ver que una bandita de niños y niñas habían hecho pequeñas cabañitas improvisadas con cajas de cartón. Los seguí con la mirada y descubrí que un muro de ladrillo los circundaba y que debía tener algún hueco que usaban como entrada porque los veía entrar agachados y luego se erguirse.

Oro

Balsa ‘Muisca’, origen de la leyenda de ‘El Dorado’

Pasó no mucho tiempo en el cual mi atención estuvo dividida entre la historia del hombre, que si mal no recuerdo se llamaba Santiago y que según contó, era argentino, periodista y un día salió a cubrir una nota en Paraguay donde por algún motivo hubo un enfrentamiento con los militares y a él lo habían dado por muerto; con lo cual nunca volvió al país y abandonó sin más a su mujer y sus hijos. Si esto era verdad o no, no tengo idea, pero fue lo que dijo. A partir de ahí se había dedicado a viajar por Brasil, lugar donde huyó después de lo ocurrido, hasta que llegó al Amazonas. Se instaló en Manaos y compró un barco que usaba para pasear turistas y juntar dinero para la expedición que vivía planeando.

Mientras escuchaba atentamente, seguía mirando por la ventana. Las edades de los niños de abajo, a juzgar por su tamaño, iban entre los 4 o 5 y no más de 10 años. Se sentaron en una pequeña ronda, sacaron comida y bebida y se dedicaron a saciar su apetito entre algunas charlas y risas cuando de pronto y sin previo aviso, irrumpió la policía. Habían llegado en un patrullero sin hacer sonar la sirena y estacionaron del otro lado del muro en completo silencio, tanto así, que yo que miraba desde arriba, no me había dado cuenta del movimiento hasta que vi que el primero que entro agachado se paró y agarró de forma bestial a uno de los chicos. Después fueron entrando de a uno los 4 que estaban en el auto. 

niños

 No sé bien cuantos eran los nenes pero sé que la paliza que vi fue terrible. Los agarraban de los pelos mientras trataban de correr y los golpeaban de forma atroz, sin reservas, sin culpa, sin miedo ni cuidado. Fue un instante. Dejé de escuchar lo que Santiago contaba y traté de bajar a ver si podía hacer algo pero entre que mi cerebro decodificó lo que estaba pasando y reaccioné, ya era tarde, se los habían llevado. Duró una nada de tiempo, llegaron, los cagaron a golpes y se los llevaron. Punto. La eficaz eficacia del mal.

Mientras sucedía llamé su atención para que se acerque a la ventana y viera pero siguió en su tema inmutable y lo único que dijo fue: Si, si, así son las cosas por acá.

No lo quise escuchar más. Me inventé una excusa y salí del cuarto. No tenía intenciones de volverlo a ver ni de acompañarlo en su demencial iniciativa. Una sensación horrible me invadió, llanto y miedo de no saber qué fue de esos chicos y una serie de imágenes atroces se conjugaron en mi cabeza imaginando sus futuros e inmediatos destinos.

       Al otro día fui a ver el terreno. Tenía un hueco en la pared como había previsto. Me asomé y vi envoltorios de galletitas, algunas botellas tiradas y las cajas de cartón. Nada más. No había más testigos que yo de lo que había pasado la noche anterior y mi ineptitud de no saber qué hacer con ese testimonio. Lo escribí en el diario de viaje que llevaba, pasaron unos días más y me fui al norte, rumbo a Boa Vista. No publique un artículo sobre la violencia policial en el Estado de Amazonas,  no me animé a ir a la comisaria a pedir explicaciones o buscar más información, intuía que nadie me diría nada. Esa historia quedó ahí hasta hoy, sin ser contada.

AmazonasBrasilEl DoradoManaosRío Negro
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Marina Klein

Estudiante del último año de la Licenciatura en Sociología en la Universidad del Salvador en Buenos Aires, Argentina. Colabora desde hace tiempo con ONGs que trabajan la temática de Derechos Humanos relacionados con el combate a la pobreza y por la inclusión social, la migración como derecho, la comunicación y la accesibilidad a la información. Es escritora de crónicas, ensayos y relatos. Ha participado y participa en varias publicaciones de Latinoamérica, tanto en papel como digitales. Ha tenido su propio ciclo radial dedicado a la literatura infantil. Durante varios años vivió fuera de las ciudades, en sitios pequeños, haciendo artesanías y recorriendo América Latina, buscando conocer otras maneras de estar en el mundo. Esto le ha servido para tener una mirada más amplia y una forma propia de percibir la realidad.

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© 2019 MITO | REVISTA CULTURAL. Prohibida la reproducción total o parcial del contenido protegido por derechos de autor. ISSN 2340-7050. NOVIEMBRE 2019.

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