Alteridad y el crepúsculo del neoliberalismo
El modelo neoliberal ha radicalizado tanto la gubernamentalidad capitalista que ha sometido la soberanía popular al poder económico. Es por ello que Latinoamérica supone un desafío del que los estados occidentales deben tomar notar: o desafiamos al modelo neoliberal o el modelo neoliberal deshará los derechos del ser humano. ¿Cómo podremos resistir?
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A principios del siglo XIX América Latina desafío a la Corona española mediante las guerras de independencia, en los cuales se enfrentaron grupos independentistas contra autoridades virreinales y los fieles a la Corona española. Cabe decir que, dependiendo del punto de vista desde el cual se aborden, estos procesos emancipatorios pueden verse como guerras de independencia o guerras civiles, o bien, una combinación de diversas formas de guerras, pero de lo que no cabe duda es que supusieron un desafío para el reino de España y para Europa, desafío en el que el perdedor no fue Latinoamérica.
Dichas guerras se dieron lugar debido, entre otras cosas, a la crisis política que asolaba España a principios del siglo XIX, así como la ocupación de su territorio por parte de Francia en 1808. Como respuesta a la entronización de Joseph Bonaparte en España, entre 1808 y 1810 se instalaron juntas de gobierno que ejercieron la soberanía ante la ocupación francesa, tanto en la península como en Hispanoamérica. Las diferencias entre España y las colonias se fueron agudizando después de esa crisis, lo que finalmente desencadenó en movimientos armados independentistas hispanoamericanos. La lucha armada entre los americanos y los ejércitos coloniales se inició alrededor del 1810 en la mayoría de los dominios españoles y finalizó tras la pérdida de la última colonia española en 1898: Cuba.
Ahora se están cumpliendo los primeros 200 años de la independencia de los países latinoamericanos del reino de España, y mientras en el siglo XIX los hoy estados independientes desafiaron a la corona española, Latinoamérica vuelve a realizar un nuevo desafío a principios del siglo XXI: el desafío de acabar con la larga noche del neoliberalismo.
Como europeos tenemos una larga tradición de egocentrismo autoritario que, aunque queramos negar, todavía sigue muy cerca de nuestra sien. Y no es para menos, ya que la tradición ontológica occidental, y en este caso europea, no se fundamenta en la inclusión, sino en la exclusión: la alteridad, la heterogeneidad nos es algo tan lejano como el libre pensamiento o las alternativas a modelos políticos que parecen irrefutables. Así pues, ¿cómo aceptar recetas diferentes de nuestra racionalidad europeísta para salir de una crisis que arrastramos desde hace ya demasiado tiempo?
Sin embargo, nosotros sostenemos que Europa y el pensamiento occidental tienen que mirar a otros lados, empaparse de aquellos que tienen experiencia por lo que nosotros los europeos estamos pasando ahora, no tanto para calcar las ideas y las medidas, sino como la evidenciarían de que otros mundos son posibles. Es en este punto que Latinoamérica se postra, de nuevo, como un desafío para Europa, pero no como un contrincante económico, sino que nos referimos a un desafío de racionalidad: es el reto de la alteridad, es el reto de la democratización de lo que, todavía para muchos de nosotros los europeos, seguimos pensando que es incuestionable, a saber, una nueva racionalidad económica y, por lo tanto, una nueva racionalidad socio-política, una razón de Estado diferente. Porque muerto Dios todo es posible, pero también todo es necesario, y más que nunca es necesario reconocer que todo cuanto existe en política es una creación humana y nunca divina: el cielo tal vez sea de Dios, pero la Tierra es de los hombres.
A partir de la segunda mitad de la década de 1970 pero principalmente después de la crisis de la deuda que estalló en 1982, América Latina empezó a verse sometida a los famosos “Planes de Ajuste Estructural” (PAE). Como sostiene Paul Krugman, «para mediados de los años ochenta, muchos economistas latinoamericanos habían abandonado los viejos puntos de vista estatales de los años cincuenta y sesenta a favor de lo que llegó a conocerse como el Consenso de Washington: la mejor manera de lograr el crecimiento era a través de presupuestos viables, una inflación baja, mercados desregulados y libre comercio»[i]. El Consenso de Washington fue un término acuñado en 1989 por el economista británico John Williamson para describir un conjunto de diez fórmulas a modo de recomendación, las cuales consideró el economista que constituían el paquete de reformas “estándar” para los países en desarrollo azotados por la crisis financiera de la década de los ochenta, según las instituciones bajo la órbita de Washington, como el FMI (Fondo Monetario Internacional), el Banco Mundial y el Departamento de Hacienda de los Estados Unidos.
El primer punto de las recomendaciones consistió en aplicar la disciplina en la política fiscal cuyo objetivo era evitar grandes déficits fiscales en relación con el PIB. El segundo punto consistió en la redirección del gasto público hacia una mayor inversión en los puntos claves para el desarrollo como la educación, la atención primaria de la salud e infraestructuras. El tercero fue una reforma tributaria que ampliaría la base tributaria y adoptaría tipos impositivos moderados. Otra medida era que la tasa de intereses fuera determinada por el mercado en términos reales para alcanzar cambios competitivos, por lo que la quinta medida radicaba en la liberación del comercio, es decir, en la liberación de las importaciones, con particular énfasis en la eliminación de las restricciones cuantitativas y que, por tanto, cualquier protección comercial debería tener aranceles bajos y relativamente uniformes. Esto suponía, pues, la liberalización de las barreras a la inversión extranjera directa, así como la privatización de empresas estatales estratégicas, lo que llevaba a la novena medida, la cual recomendaba la abolición de regulaciones que impedían el acceso al mercado o restringían la competencia, excepto aquellas que estaban justificadas por razones de seguridad, protección del medio ambiente y al consumidor y una supervisión prudencial de entidades financieras. Y por último, la seguridad jurídica debía velar por los derechos de propiedad.
Como vemos, toda una serie de medidas político-económicas que, a lo largo del siglo XX, se han conocido como “neoliberales” en la medida en que este modelo político económico apoya una amplia liberalización de la economía, el libre comercio en general y una drástica reducción del gasto público. Pero uno de los rasgos fundamentales del modelo político-económico neoliberal consiste en reducir al mínimo la intervención del Estado, haciendo que éste actúe exclusivamente, como señaló Foucault, para «ajustar el ejercicio global del poder político a los principios de una economía del mercado»[ii]. En otras palabras, las intervenciones en la economía por parte del Estado no deben ser planificadoras ni controladoras como reclama el discurso keynesiano, sino que desde el discurso neoliberal se pide que el Estado intervenga para procurar que las reglas del libre mercado sean posibles: gobernar para el mercado y no a causa del mercado.
El Neoliberalismo Guiando al Pueblo (2009). César Pérez Navarro
Así, para posibilitar tal modelo político-económico es preciso legislar de tal modo que sea posible desregularizar las prácticas intervencionistas de los Estados. Es preciso, pues, recorrer a cuatro acciones imprescindibles. Primero, las políticas macroeconómicas recomendadas por teóricos o ideólogos neoliberales se basan en políticas monetarias restrictivas las cuales tiene como objetivo aumentar las tasas de interés y reducir la oferta de dinero para evitar el riesgo de devaluaciones de la moneda. En segundo lugar, las políticas fiscales restrictivas deben aumentar los impuestos sobre el consumo pero reducir los impuestos en producción, la renta personal y los beneficios empresariales y disminuir el gasto público. Luego es preciso realizar la liberalización o desregulación del mercado, eliminando muchas reglas consideradas restrictivas, reduciéndolas a un mínimo necesario y garantizar aquellas reglas de juego que permitan aumentar la movilidad de capitales y la flexibilidad laboral. Y por último, la privatización de todos los sectores es considerada como un beneficio, no tanto económico, sino en competencia, ya que desde este raciocinio se considera que la privatización aumenta la eficacia y eficiencia de los sectores, por lo que el Estado debe reducir su intervencionismo para ser más eficiente y permitir que el sector privado sea el encargado de la generación de riqueza. En resumidas cuentas, una economía que asienta uno de sus pilares fuertes en la exportación donde el Estado debe mirar de sacar la mayor rentabilidad económica derivada de la sociedad, priorizando la economía por encima de la sociedad en la medida en que postula que una buena economía es la condición de posibilidad de una buena sociedad.
En este contexto podemos situar la crisis de la deuda latinoamericana de la década de los ochenta consistió, en una crisis financiera en la que los países latinoamericanos alcanzaron un punto tal en su deuda externa que excedía su poder adquisitivo, hasta el punto de no ser capaces de pagar las deudas adquiridas, algo que a oídos de muchos europeos hoy no es extraño. A menudo se la conoce la “década perdida de América Latina”. Los efectos de dicha crisis – como de toda crisis – fueron realmente duros debido a que los ingresos se desplomaron, el crecimiento económico se estancó, aumentó el desempleo y la inflación redujo el poder adquisitivo de las clases medias. Ante tal debacle, la primera respuesta gubernamental consistió en sustituir la industrialización por una estrategia de crecimiento basada en las exportaciones. Dichas acciones gubernamentales provocaron un proceso masivo de fuga de capitales, particularmente hacia los Estados Unidos, lo cual produjo una depreciación de las tasas de cambio, aumentando el tipo de interés real. En consecuencia, la mayoría de países de América Latina tuvieron que someterse, durante la década de los ochenta y, consiguientemente, gran parte de la década de los noventa, a una restructuración de sus economías para poder pagar las deudas que habían contraído con los organismos internacionales del FMI y el Banco Mundial. En pocas palabras, el pensamiento único neoliberal llevó a cabo una «fetichización del mercado, la satanización del Estado y la instrumentalización de lo social en función de nuevas formas de acumulación capitalista»[iii], sometiendo la economía social a la economía financiera.
A pesar de las duras medidas desregularizadoras, el crecimiento económico pronosticado por el Consenso de Washington estuvo lejos de cumplir con las promesas proferidas, ya que como bien señala Marc Saint-Upéry «mientras la tasa de crecimiento medio del PIB latinoamericano durante las décadas de 1960 y 1970 era respectivamente del 5,32% y del 5,86%, ha pasado al 1,18% durante la década perdida de 1980, y a 3,05% durante la década de 1990»[iv], poniendo en evidencia que los rendimientos del modelo neoliberal fueron globalmente desastrosos. La pobreza aumentó y con ella las desigualdades. Por ello, durante la década de los noventa se inició una segunda generación o “Consenso de Washington Plus”, cuyo objetivo consistió en replantearse las formulaciones originales con el fin de combatir la pobreza y la desigualdad. No obstante, y como sostendría posteriormente el filósofo Noam Chomsky, a pesar de la pretensión de combatir la pobreza, muchas de las medidas socio-políticas llevadas a cabo por los gobiernos bajo la racionalidad neoliberal se dedicaron más a combatir a los pobres que a combatir la pobreza.
En este contexto social degradado surgieron voces de protesta como la revuelta zapatista de México en 1994 contra el neoliberalismo, las guerras del agua y del gas en Bolivia, la destitución de sucesivos presidentes en Ecuador o el “Caracazo” en Venezuela, entre otras. En cierto modo, la causa del viraje hacia los populismos en Latinoamérica se podría atribuir al agotamiento del modelo neoliberal, configurándose un contexto de cambio de los pueblos y ciudadanos latinoamericanos, motivados en buscar alternativas, a la vez que se desafiaba al modelo político-económico neoliberal en la medida en que el objetivo de estos movimientos radicaba en mejorar la eficiencia de las instituciones, combatir la pobreza y la desigualdad y proporcionar los mecanismos de la democracia participativa. Es lo que, metafóricamente, se conoce como “el fin de la larga noche neoliberal”.
Manifestación (1934). Antonio Berni
Tal vez lo hasta aquí representado sirva de mito a parte de los ciudadanos latinoamericanos, y tal vez esos mismos mitos también sirvan como mito a parte de los ciudadanos europeos, pero los mitos surgen de los movimientos sociales y éstos son la garantía de los cambios sociales, porque los cambios no los proporcionan los partidos políticos, sino los movimientos sociales, ya que son los iniciadores de las revoluciones éticas que permiten tomar conciencia de la gravedad de las medidas políticas: la rebeldía individual pasa a ser el lugar de concienciación colectiva y ésta la condición de posibilidad de cambio de las medidas políticas, tanto estructurales como ideológicas.
Los movimientos sociales latinoamericanos no sólo son un ejemplo de modos de combatir, sino además son ejemplos educativos, porque no sólo rechazaron (y siguen rechazando) una racionalidad económica única, un pensamiento único, sino que torcieron el paradigma ontológico occidentalista y europeísta de la exclusión al iniciar una política basada en la inclusión de los indígenas y de las clases medias que se oponían a las medidas económicas neoliberales. De alguna manera se hace evidente la muerte de Dios que Nietzsche sentenció, la cual no consiste tanto en matar la verdad absoluta de éste, sino en propiciar el camino favorable para que la diversidad y la alteridad comiencen a hablar para incluirse. De ahí que podamos decir que el desafío que presenta Latinoamérica hoy se nos plantea a los europeos de forma doble: nos ha mostrado que la posibilidad de pensar una nueva racionalidad económica es posible y esta será viable cuando la alteridad sea el principio de toda sociedad, porque no hay democracia sin libertad de pensamiento, del mismo modo que tampoco hay libertad de pensamiento sin diversidad de racionalidades, sin la capacidad de ser de otro modo.
Es así como los populismos, esa ideología que sostiene una reivindicación diferente del intervencionismo del Estado en la que defiende los intereses de la generalidad de la población y que tiene como origen la alianza entre las clases sociales para derribar el Estado oligárquico que genera el modelo capitalista, se postula como alternativa a la gubernamentalidad ofrecida por el neoliberalismo. Y es que el objetivo de los populismos no es tanto acabar con el capitalismo, sino con las políticas neoliberales.
La pobreza que genera el modelo neoliberal es un potente campo de cultivo para los populismos, pero no es suficiente: hace falta la suma de diferentes factores como el déficit institucional, una representación política desgastada por unos partidos políticos anémicos y olas de corrupción, casi institucionalizada. Es entonces cuando las masas populares de toda índole juntan sus fuerzas para invertir el sistema que los hunde sin cesar, pasando de los movimientos sociales a herramientas políticas de cambios estatales y constituyentes. Así, para asegurar el cambio que los movimientos inician, es necesario disponer un modelo educativo que no favorezca el modelo neoliberal de la competitividad, sino el modelo popular de la cooperación, centrado en la diversidad, no sólo cultural, sino de pensamiento, porque la diversidad de pensamiento ha sido la condición de posibilidad de poner fin a la larga noche neoliberal, así como la alteridad es la condición de posibilidad de una democracia real. De lo contrario ¿qué sentido hay en debatir ideas si éstas no tienen la capacidad de transformar al que las escucha? Será, pues, la multiculturalidad el punto neurálgico y originario de una nueva democracia.
Petición del 15M de cambio de modelo político-económico en la Puerta del Sol
Nosotros sostenemos que la multiculturalidad es el punto neurálgico de una nueva democracia en la medida en que es una condición o dimensión que acompaña a la mayor parte de las sociedades y países. Todos los discursos multiculturalistas tienen en común el rechazo a modelos anteriores de nación-Estado unitario, homogéneo y monocultural, es decir, de la razón de Estado excluyente de la diversidad, impedidora de la alteridad. La ontología occidentalista, el pensamiento tradicional europeísta basa su fundamento en la homogenización de la verdad y, por lo tanto, en la exclusión de la diversidad. Es por ello que creemos que hay que trabajar por modelo educativo multiculturalistas que favorezca un espacio social donde la diversidad sea la fuente de la sociedad y, por lo tanto, donde el pensamiento único devenga una rareza. Y es que según Will Kymlicka[v] las ideas multiculturalistas, como también interculturalistas, articulan varias ideas y principios sobre el Estado, poniendo en jaque el pensamiento ortodoxo occidental al desafiar su postura tradicional, en la medida en que estas ideas suponen un rechazo a la antigua idea de que el Estado es la posesión de un solo grupo nacional o clase social, a la vez que un Estado multicultural acepta conceder a la historia, al idioma y a la cultura de grupos no dominantes el mismo reconocimiento y cabida que se concedieron al grupo dominante. Se rompe la verdad única, el pensamiento homogeneizado y, por lo tanto, se hace posible el crepúsculo del neoliberalismo al hacer posible el pensamiento de modelos económicos dispares y distintos.
Es por ello que nosotros creemos que para poder superar definitivamente “la larga noche neoliberal”, para poder empezar una nueva racionalidad que permita repensar, no sólo la economía, sino la propia razón de Estado, es necesario acudir al origen de todo aprendizaje: la escuela, ya que es en la escuela donde se crean los individuos que hacen posible el sistema en el que vivimos. Si queremos combatirlo definitivamente, no basta con cambiar la política, no basta con los movimientos sociales, sino que estos, mediante su pluralidad y alteridad, deben llegar a las escuelas para repensar el modelo educativo de quienes mañana serán los que dirijan los Estados. Una escuela que enseñe los valores de la cooperación multicultural e intercultural, y no una enseñanza de la competencia donde los valores democráticos quedan supeditados a los valores económicos.
Por el cambio global contra el neoliberalismo 15M. Mariibolheras precarias
Sin duda alguna, se trata de sustituir el modelo educativo tradicional, haciéndose imprescindible la construcción de uno nuevo que empiece a mirar hacia un nuevo paradigma para occidente. Como bien señala la Fundación Rigoberta Menchú Tum cuando hablamos de educación «no podemos sustraernos a la realidad que la educación como proceso de transmisión de conocimientos dentro de una sociedad determinada, va a tener una función política en relación a los grupos sociales o fuerzas que se enfrentan por el poder dentro de esa sociedad»[vi], por lo que la educación forma parte original de la superestructura ideológica de la razón del Estado. Así, es importante construir una nueva educación cuyo objetivo no sea fomentar la competencia como fundamento económico, sino fomentar la colaboración y cooperación, así como la participación y democratización de la esfera político-social, introduciendo la alteridad en el pensamiento infantil como garantía de una sociedad más justa, fin último de todo Estado de bienestar y de los derechos universales del hombre. Y es que para educar es imprescindible, previamente, posicionarse políticamente porque no es posible hacer una educación allende del interés social, en la medida que toda actividad de la persona en la sociedad es política.
En el artículo del mes pasado señalábamos que la indignación en la que nos encontramos los europeos debido a una crisis que dura ya demasiado y que se está llevando por delante nuestros sueños político-sociales es el motor de cambio de la sociedad. Nosotros sostenemos que esa indignación es un motor que ya está en marcha: tal vez si nos paramos a mirar a nuestro alrededor, veamos que la educación ha sido utilizada más como un instrumento disciplinario de control, sumisión y garantía de un sistema estatal neoliberal, que no como la posibilidad de brindar, desde la infancia, las herramientas para pensar y tomar una postura crítica y libre frente a la realidad; tal vez ahora al mirar los movimientos sociales y educativos realizados en Latinoamérica se nos presenten como un desafío para la mentalidad ortodoxa occidentalista, pero tal vez esos desafíos ya los estemos llevando a cabo; y quien sabe, tal vez en Europa ya estemos caminando hacia un nuevo paradigma, hacia un nuevo mundo en el que la ciudadanía pueda, al fin, realizar la democracia. Y es que en una democracia, los cambios están en manos de la ciudadanía.
Huelga del sector educativo, 9 de mayo de 2013. Víctor Westfalia
Latinoamérica supuso un desafío a España y Europa en el siglo XIX. Hoy, en la primera década del siglo XXI, vuelve a desafiar a Occidente. La pregunta es si Europa quiere mirar más allá de sí y resignificarse, repensarse, romper con su modelo de pensamiento homogeneizador y favorecer un nuevo pensamiento donde la alteridad sea el origen y el objetivo. Escribía Ernesto Sabato que «si nos volvemos incapaces de crear un clima de belleza en el pequeño mundo a nuestro alrededor, y sólo atendemos a razones de trabajo, tantas veces deshumanizado y competitivo, ¿cómo podremos resistir?»[vii]. Para ojos de muchos europeos esto es lo que Latinoamérica inició con los movimientos sociales y los populismos cuyo objetivo fue derrocar el Estado de una supuesta estabilidad neoliberal, pero supuesta porque costaba el precio de la esperanza. No obstante, eso es algo que sólo desde la participación democrática podremos ver porque sin participar la larga noche neoliberal nunca verá su fin: es la ciudadanía la responsable del crepúsculo de los ídolos neoliberales, es la ciudadanía la responsable de hacer de este mundo algo bello.
Portada: Opresión ilustrada. Pawel Kuczynski
[i] KRUGMAN Paul: De vuelta a la economía de la gran depresión y la crisis del 2008, Grupo editorial Norma, 2008. Pág.: 45.
[ii] FOUCAULT, Michel: El nacimiento de la biopolítica. Curso en el Collège de France (1978 – 1979). Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires, 2007. Pág.: 157.
[iii] VARONA Adalberto, «Crisis del capitalismo neoliberal y reformas al Consenso de Washington», Cuadernos de Nuestra América, No. 35 – 36 Vol. XVIII, enero-diciembre de 2005, p.9.
[iv] SAINT-UPÉRY Marc, El sueño de Bolívar, Ediciones Paidós Ibérica, 2008. Pág.: 13.
[v] KYMLICKA, Will: “La difusión global del multiculturalismo: tendencias, causas y consecuencias”, en QUINTANA, J. R. y SELMESKI, B. R. (comps.) [2009] Liderazgo, educación y Fuerzas Armadas: Desafíos y oportunidades, La Paz, Ministerio de la Presidencia de Bolivia, pp. 11-31.
[vi] FUNDACIÓN RIGOBERTA MENCHÚ TUM: Una propuesta pedagógica para transformar. Director Ejecutivo: Eduardo De León. Publicado por Eusko Jaurlaritza (Gobierno Vasco) y Salvando Fronteras (ONG de cooperación con el Sur). http://frmt.org/mm/file/Propuesta%20pedagogica.pdf
[vii] SABATO, Ernesto: La resistencia. Editorial Planeta de Argentina. Buenos Aires, 2000. Pág.: 11.
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