Ella empezaba a descubrir Europa en Buenos Aires, avanzábamos por la calle Florida con esa animación ordenada de las calles europeas, se paraba con los espectáculos de tango, miraba los escaparates, entrábamos en las librerías, nos encantaban los edificios con un dejo decadente de otra época, todo lo que tuviera memoria, cuando estaba buscando piso desde Madrid me ofrecieron una buhardilla en lo alto de una torre donde había vivido Alfonsina Storni, y ya nos estábamos imaginando escenas mientras mirábamos desde la ventana el río de la Plata, pero cuando quise formalizarlo declararon el edificio monumento nacional, pero había tantos otros con fantasmas que latían para nosotros en todas las esquinas, nos llenaban las calles de sugerencias.
Le dije donde había nacido Borges, en Tucumán, 840, y enseguida quiso que fuésemos allí, después de dar mil vueltas desconcertantes resultó que solo quedaba un solar en obras, pero en Anchorena, 1660, estaba la Fundación Internacional Jorge Luis Borges que dirigía María Kodama, figúrate si pudiéramos hablar con ella, le dije, y ella lo tomó con entusiasmo, claro que puedo hablar con ella, como pueda llegar hasta ella yo le hablo, y yo lo creía, no había nada que se le resistiese, se acercaba a todo el mundo con tal vitalidad y desparpajo que lo deslumbraba, se presentó en la Fundación y habló con una secretaria y le dijeron que María Kodama se encontraba de viaje, otra vez fuimos a la Biblioteca Nacional en la calle México, donde había trabajado Borges durante tantos años, estaba todo vacío y habían trasladado la biblioteca a otra parte, solo había un vigilante que conocía el gran Nombre y nos dejó echar un vistazo, miramos la rotonda central con una enorme lámpara, subimos las escaleras, entramos en una sala de lectura, contemplamos los adornos del techo y los panes de oro en las esquinas, en un libro Cees Noteboom cuenta que llegó allí cuando todavía estaban trasladando los libros y se puso a apuntar los títulos en el orden en que estaban colocados por si eso tenía algún sentido, pero luego su cuaderno se perdió en un autobús de Buenos Aires, nosotros solo encontramos silencio.
Todo estaba lleno de espectros, de vidas, vivíamos en el presente y también en la memoria, fuimos a la confitería Ideal en la calle Suipachá, eran unos salones enormes y oscuros y en la planta de arriba había clases de tango, nos sentamos entre los espacios solemnes y ella habló con un camarero, había un viejo sentado detrás de la máquina de cobrar y ella dijo: cuántas historias sabrá ese viejo, seguro que ha visto a Borges venir por aquí, fue a hablarle y resultó que era el dueño, estaba jubilado pero seguía allí trabajando porque se aburría, llevaba cincuenta años metido entre aquellas paredes, era gallego y había venido a Buenos Aires a principios de siglo para buscar fortuna, y la había encontrado, y había hecho familia, había visto a Borges muchas veces en la confitería, siempre pedía un café cargado, y también allí habían estado presidentes, actores, el rey de España, nos contó lo que pedía cada uno, sus manías, los gestos que hacían, uno sentía retumbar las paredes al oírle, nos dio una tarjeta, a donde ella iba revolvía a todo el mundo, sacaba un montón de recuerdos o de ocurrencias, lo ponía todo a vibrar, hablamos de volver otro día, siempre hablábamos de hacer infinidad de cosas que luego probablemente no haríamos, pero mientras lo pensábamos estábamos en ebullición, me daba un beso y decía: amorcito, vamos a volver, ¿tú quieres?.
Por eso también nos acercamos a la cafetería Richmond de la calle Florida, era inmensa y como concebida para caballeros ingleses, había grandes mesas de mármol veteado y junto al café muy largo te ponían un plato con pastas, ella siempre creía que los camareros sabían todo, que todos eran muy cultos y enterados, y comentaba: seguro que saben dónde se sentaba Borges, les voy a preguntar, y me llevé una sorpresa, el hombre nos dijo el sitio exacto donde se sentaba el Ciego, al fondo de la sala, como queriendo que se amortiguara el ruido de la vida, que llegara todo a él convertido en palabras, así debió de vivir Borges, siempre metido en sombras o en libros, recibiendo los ecos del mundo, pero estaba lleno de vibración para nosotros, yo siempre recordaba su poema “Límites”, la línea de Verlaine que ya no volverá a recordar, el espejo que lo ha mirado por última vez, y allí estaba yo con ella y comentábamos cada figura, cada diseño, cada foto, íbamos por la calle y nos asombraba cada detalle como si fuésemos niños que acaban de salir del colegio, los atlantes que sujetan el edificio de un banco, los portales de un gran hotel abandonado, las buhardillas altas que recordaban París.
Sábato escribía “Sobre héroes y tumbas” en el Bar Británico , en la esquina del parque Lezama, ella le preguntó a un camarero si sabía en qué mesa se sentaba Sábato y él contestó: precisamente donde están ustedes ahora, ella abrió mucho los ojos y yo también, cómo va a ser, dijo, brindamos por Sábato, el camarero resultó que se dedicaba al teatro, se llamaba Glodier y estaba preparando una obra en un centro cultural de San Telmo, en Buenos Aires no hay nadie que no se dedique a algo creativo o no tenga relación con la literatura, aunque solo sea para provocarla, porque todos son hijos de aventureros que han ido a buscarse la vida al quinto pino, nos dio su tarjeta, yo le dije que estaba siguiendo los pasos de Sábato por todas partes.
Salimos y paseamos por los senderos del parque, hay un monumento a Pedro de Mendoza fundando Buenos Aires, una columnata griega en alguna parte, senderos espesos donde leer libros o apasionarse o sentirse melancólico, allí Martín encuentra a Alejandra y se siente fascinado por ella en el misterio del atardecer, yo le contaba eso y ella se entusiasmaba y parecía que lo estaba reviviendo, con ella cualquier evocación se convertía en volver a vivir en ese mismo instante lo evocado, la memoria cobraba vida igual que los fantasmas toman carne, yo estaba enfebrecido con Sábato, con las búsquedas locas de sus personajes y sus soledades incomprensibles, le hablaba de Castel y sus encuentros imposibles con María, los mismos que yo tenía en ocasiones con ella, cuando ella decía algo y yo estaba a punto de pronunciarlo.
Otro día fuimos a Santos Lugares donde vivía Sábato, le dije que me encantaría hablar con él aunque solo fueran unos minutos y a ella no le pareció imposible, siempre me arrastraba, cogimos el tren en Retiro y cruzamos por poblaciones obreras, suburbios oxidados, los ámbitos donde podía cantar Gardel, íbamos cabreados por cualquier minucia, un tono de voz, un equívoco, de pie entre las multitudes que se apretujaban en los vagones, y yo pensaba cómo podría poner aquel viaje en palabras, que historias podría haber en aquellas caras, ni me acordaba de la dirección, pero la encontramos fácilmente, la vivienda de Sábato era una casona nada apabullante con un jardín, y unos cipreses enormes creando espesura, la casa parecía sombría igual que su dueño, y cerrada a cal y canto.
Pero en la casa de al lado había un chiringuito y una señora uruguaya que había leído todas sus obras, le pedí una botella de cerveza y se sentó a contarme cosas de él, lo veía salir a pasear humilde por las mañanas, y una vez le había hablado a su nieto, su nieto había cobrado categoría, hablaba de él como si fuera un profeta, una especie de santo, se había casado nuevamente hacía unos años pero la mujer solo acudía a verlo una vez a la semana, ya no era capaz de hacer nada, a duras penas se podía hablar con él, yo lo imaginaba perdido y confuso en mitad de su mente y me daba angustia, él que había concebido tantos excesos, tantos vislumbres, que se había apasionado tanto, se veía así ahora, el jardinero no sabía para quien trabajaba, una vez la policía cortó la calle porque iban a visitarlo los reyes de España y al jardinero le preguntaron: ¿pero tú para quién trabajas?, le dije a la señora: en Uruguay también tiene usted a un escritor importante: Mario Benedetti, sí –dijo- pero no me ha emocionado tanto, era auténtico fervor el que sentía por Sábato.
Y yo lo sentía igual que ella, me embargaba estar allí sentado tan cerca del maestro, mirando los cipreses que lo protegían, latía muy cerca de mí detrás de las ventanas, y en el pequeño pabellón de la izquierda con una galería había escrito “La resistencia”, Circe se levantó para intentar contactarlo, no se rendía ante nada, después vino a decirme que había hablado con su secretario, que le había dicho que volviéramos al día siguiente por la mañana, pero yo no pensaba volver, porque sabía que era inútil, me bastaba con haber estado allí cerca, y Circe me hizo junto a la verja una de mis fotografías más sugerentes, yo tan serio como Sábato delante de su casa oscura, él era ya una bruma mental y yo no conseguiría llegar hasta él, muchos años antes me había escrito con él y me había mandado cartas largas donde me explicaba sus paradojas y sus mitos, sabía que era el único escritor apasionado del presente, el único que vivía en la noche y el mito, y me sentía de su raza, un día me había escrito que yo era de su misma raza espiritual, la de los vitalistas sombríos, la de los rebeldes que no cejan ante nada, y ahora había ido a verlo con una mujer que me deslumbraba, que lo hacía todo vibrante.
Pero ella quería todos los recuerdos, todos los sitios en que alguien destacado hubiera vivido tenían que revivir, y no se rendía, y estaba dispuesta a intentar cualquier cosa, y lo más difícil parecía realizable, sabíamos que Borges había vivido en Palermo justo en la calle que se cruzaba con la nuestra y había una placa en el edificio con un poema suyo, “Fundación mítica de Buenos Aires”, varias veces pasamos pero no hacíamos caso, pero al llegar a casa siempre recordábamos que nos habíamos olvidado de la casa de Borges, hasta que finalmente una noche paramos, era una casa normal en el lugar donde había estado su casa, y en la pared estaba su poema “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires…”, nos quedamos mirándolo en la oscuridad, ella quería hacerle una foto, nada podía escapar a su cámara fotográfica como no podía escapar a su mente, hizo la foto pero seguramente se vería mal el poema y dijo:” tengo que hacerla más de cerca, estoy por pedir una escalera en la tienda de al lado”, fue a preguntar, yo sabía que le prestarían una escalera y lo que hiciera falta, ella tenía una vitalidad que convencía a quien fuese, y si no lo hacía es que la persona no era de este mundo, pero no estaba nadie responsable en la tienda, se planteó intentarlo de nuevo al día siguiente pero luego se olvidó.
Pero nos bastaba con saber que Borges había estado en aquel espacio, éramos como los fieles hindúes a los cuales les basta con tocar a un santo para creer que toman algo de su sabiduría, teníamos un cierto misticismo, pensábamos que algo de él había quedado allí para nosotros, en todo caso su nombre desparramaba en nuestro interior todas sus sugerencias, nos hacía vivir las frases de él que conocíamos, para ella que apenas había leído a Borges era solo un nombre mágico.
También s imaginábamos a Borges paseando al anochecer por la calle que ahora lleva su nombre, después de leer durante todo el día miles de libros, para tomar un poco de oxígeno, avanzando con su aire abstracto por la vereda mientras se le ocurrían frases certeras, y si yo le decía eso ella vibraba al instante con esa perspectiva, se imaginaba al viejo con paso vacilante caminando por la noche en dirección a la Plaza de Palermo Viejo, mirando abstraídamente a todo el mundo, convirtiendo todo en palabras, íbamos por Armenia o por Scalabrini y mirábamos una fachada antigua y decíamos: él miraría esta calle, sí, decía ella, y añadía más detalles, seguramente ya estaba esta ventana, ya se veía aquél balcón allí.
La avenida Mayo es esplendorosa, parece un resumen de París, está llena de edificios galantes entre los árboles, parece como si en ella se desarrollara la parte serena de todas las novelas, y cuando llegamos al Tortoni y vimos los escaparates con poemas y el vestíbulo palaciego quedamos alucinados, había que tomar un café lentísimo en una de las mesas de mármol y dejarse atrapar por las fotos de celebridades en el tiempo, mirar pinturas, esculturas, autógrafos, maderas ahumadas, molduras, paragüeros, vitrinas con tesoros, columnas estilizadas, ella se pone a hablar con los camareros, pregunta quién es éste, quien es aquél, quién estuvo aquí, dice que es una sirena del mar caribe, que yo soy un escritor español, que he venido a escribir una novela, se va hacia el fondo donde hay un busto de Borges con su de desamparo metafísico, de emoción elegante, y quiere intimar con él, le pide a un camarero que le haga una foto, para ella meter algo en fotos es como hacer aguardiente, da vueltas, mira cuadros, comenta con otros clientes una pintura, se sonríe con una anciana con complicidad, en algunos instantes parece que tiene complicidad con todo lo viviente.
Viene corriendo hacia mí: amorcito, amorcito, ven a ver lo que hay aquí, y es que en la pared hay un retrato de Alfonsina Storni, la poetisa en cuya casa casi nos fuimos a vivir, yo le había dicho que era extraordinaria, que se murió en el mar, y ella lo asimila todo, se le queda grabado a fuego, hay un poema y me lo lee con dedicación, me subraya un verso: “soy una selva de raíces vivas”, le entusiasma especialmente ese verso, las palabras son erupciones para ella, dejamos los cafés sobre la mesa y avanzamos siguiendo la pared, y vemos unas fotos de los reyes de España, otras de Alfonsín, otras de un cantante famoso, otras de una princesa persa, parece que todo el mundo se ha reunido aquí, cuantas cosas se habrán escrito en el Tortoni, no veo a Roberto Arlt pero seguro que estuvo aquí en plan dostoyevskiano , sintiendo el placer burgués de un café, ni tampoco veo a Alejandra Pizarnik pero sus ternuras rechinantes también se pudieron producir aquí.
Y saltamos los dos al mismo tiempo: hay una foto de Ernesto Sábato, extrañamente el escritor se ríe, o por lo menos sonríe, me lo imagino aquí mismo con toda su oscuridad, con su miedo a los ciegos, con su fervor en los túneles, hay una dedicatoria cariñosa para el Tortoni, para mí ya está salvado totalmente el Tortoni, ya bastaría con esto, me imagino todos los esplendores misteriosos que ocurrieron aquí, todas las visiones que se transformaron, la infinidad de palabras sombrías que explotaron en esta sala.
Circe se vino a sentar conmigo, estuvimos disfrutando del café con calma entre tantas presencias, pero a ella no le bastaba, y fue otra vez a hablar con los camareros, y les preguntó si Borges venía mucho por aquí, y qué expresión tenía, y si le habían visto alguna vez escribir en una mesa, y si se encontró alguna vez con Sábato, y qué estado de ánimo traía Sábato cuando venía, los camareros le sonreían, le contestaban con orgullo prestado, se veían seducidos por su vitalidad invencible.
La avenida Mayo era espléndida y elegante, íbamos lentamente bajo los árboles por las aceras tan anchas mirando los edificios parisienses, el edificio La Prensa con su grandeza pasada, el café Tortoni, el edificio de la Casa de Cultura, la infinidad de librerías, las cafeterías modestas o pretenciosas donde los trabajadores o los ancianos se hacían personajes, cruzábamos la anchísima avenida 9 de julio y seguíamos hasta la plaza del Congreso, mirando hoteles de otras épocas llenos de pasados esplendores, edificios con balconadas y molduras, alturas de buhardillas y de pizarras, óvalos y ventanales, nos encantaba ir por allá como si también nosotros fuéramos una elegancia pasada, haciéndonos interesantes solo por pasear por allí, formando parte de la Historia igual que aquel amante de Ibn Hazm que estaba satisfecho solo porque vivía en el mismo universo que su amada, también nosotros formábamos parte de Buenos Aires, esa ciudad donde muchas librerías no cierran de noche, donde hay cientos de teatros, donde se discute de literatura en todos los cafés, donde los vagabundos miran como Cortázar o como Borges.
Y un día encontramos el Palacio Barolo que quería representar la Divina Comedia de Dante, había sido construido por el arquitecto Mario Palanti para el millonario alucinado Luigi Barolo, Europa iba a destruirse por la Gran Guerra y Luigi Barolo quería salvarla en Buenos Aires representada por su mayor poeta, era al final de la avenida, cerca ya de la plaza del Congreso, el edificio tenía cien metros como los cien cantos de la Divina Comedia, tenía elementos de Gaudí e inscripciones en latín y recuerdos del templo de Bhuvaneswar en la India, representaba el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, terminaba en una cúpula con trescientas mil bombillas, su luz debía encontrarse sobre el río de la Plata con la del Palacio Salvo que Palanti construyó más tarde en Montevideo, también Circe y yo éramos dos faroles cuyas luces se encontrarían igual que las obsesiones de Castel y María en la novela de Sábato.
Por fuera se levantaban cristaleras rematadas en óvalos, forjaduras de metal y esculturas en lo alto, detalles extravagantes, toques inesperados, entramos y había un vestíbulo encerrado en curvas y sorpresas, unas escaleras como caracolas, un ascensor de hacía cien años, vagamos por allí asombrados y apasionados, celebrando el edificio como muy pocos lo habían hecho, acariciando los pasamanos y los encajes del ascensor, pensando que estábamos no en un edificio útil sino en el retrato de una Nostalgia, y el edificio tenía cantidad de historias, en la planta baja se reunía el Servicio Secreto Argentino, a principios de junio la Cruz del Sur se alinea con su eje, la Divinidad se representa como un faro bajo una cúpula.
Nos detuvo un portero y nos contó unas cuantas anécdotas, nos habló de antiguos inquilinos y de vecinos ancianos, vimos subir a una señora que tal vez vivía sola y había tenido experiencias caprichosas en su piso con candelabros, el portero nos dijo que el Palacio podía visitarse los lunes, que había un recorrido con explicaciones, tenía admiradores fervorosos, era como un templo que visitaban devotos, muchas veces nos dijimos que teníamos que volver, y ahora todo aquello está difuso en mi memoria, y solo puedo distinguir vagamente la ilusión que nos hacía movernos por aquellas salas, en aquellos recintos de llamadas esotéricas y delirios, allí dentro nos habíamos imaginado reuniones secretas o citas con señores cargados de saberes de París o de Venecia, habíamos pensado en fiestas en los salones, habíamos inventado veladas llenas de deseos y de sonatas.
Al salir nos quedamos mirando insistentes, pensando en todo lo que se ocultaba detrás de aquellos hierros, debajo de aquellas cornisas, por encima de los atlantes que sujetaban los lienzos, de modo que los viandantes que ya se han acostumbrado a todo se nos quedaban mirando, sé que volvimos pero no me acuerdo bien, no podíamos ir el lunes que nos había dicho el portero y fuimos en otra ocasión, y otra vez nos quedamos mirando las escaleras, las inscripciones, los simbolismos de las paredes, los apliques, y algo se reveló a nosotros que se escondía la primera vez, como si la casa accediese a desnudarse un poco más, Circe hablaba con el portero que se mantenía muy serio pero algo del entusiasmo de ella se le comunicaba y sonreía.
Hubiéramos querido asaltar el corazón de aquellos edificios, apretarlos todos como si fueran van goghs, convertirnos en pintores que les robásemos su aliento, andábamos por las calles queriendo atrapar el alma candente de Buenos Aires, nos quedamos plantados ante el hotel Castelar donde vivió Federico García Lorca, con una cafetería enorme llena de sillones de cuero, no se veía mucha gente y había un portero despistado con librea, un tipo entró con unas maletas hasta el ascensor marqueteado, y yo me reconocía también en aquel trasiego, en aquellos huéspedes pasajeros que tenían su ración de Buenos Aires.
Aquella última mañana no había casi nadie por la calle Florida, solo un tipo solitario que quería pedirme algo, el Richmond donde podría sentarme a pensar en ella estaba cerrado, las tiendas todas estaban cerradas, me gustaba estar solo para apreciar todo lo que había pasado, para acordarme de ella y apreciar todos sus gestos, sus caras ladeadas, sus miradas audaces en diagonal, sus bocas hinchadas, la cara de moai que ponía cuando se cabreaba, la gracia que tenía cuando se ponía a bailar sentada en un bar o en la entrada de una tienda, sus levantamientos de cejas y sus declaraciones ante los policías o los extraños, sus arrebatos y sus búsquedas de todo lo que queríamos encontrar.
Caminé hasta llegar a la avenida Mayo, otra vez me apropié las cafeterías de amplios ventanales, las grandes acacias que arrojaban hojas en la calle, las librerías antiguas en los portales, los bancos de hierro en la avenida mojada, y justo entonces, cuando ya casi no importaba, cuando ya no podía entusiasmarme con ella, aparece la cafetería donde Cortázar escribió “Rayuela”, esa obra sobre París y Buenos Aires donde puso magia y pasión en mitad de sus juegos, un cartel en la cristalera presumía de cómo allí estaba muchas tardes el escritor imaginando a La Maga y a Oliveira y los discursos de loco en el tablón que llevaba al balcón de enfrente, y me quedé apreciándolo durante largo rato, comentándolo con ella mentalmente, sintiéndome más solo a cada instante, menos poblado, sin ese entusiasmo que ella atizaba siempre en mí.
Caminé por la avenida Mayo casi desierta, realzada por la soledad en la mañana de domingo, con todas sus memorias y sus huellas, se me ocurrió entrar una vez más en el café Tortoni y dejar pasar allí unas cuantas horas, mi conciencia estaba más amplia, los muebles parecían estar más presentes delante de mí, y los billares del fondo, pero al mismo tiempo estaban más muertos, más inexpresivos, era como si todo me estuviese preguntando por ella, requiriendo los comentarios y las miradas que tendría ella, me tomé con mucha calma mi café con tostadas, leí el Clarín con la mayor demora del mundo, observé a otros seres de domingo que también pululaban por el café de otro tiempo, le eché una última mirada a la foto de Sábato antes de marcharme.
Nuestra meta era estar en Buenos Aires, en ese vértigo, en las plazas elegantes, en las librerías de noche, en los teatros, en los cines bullentes, en las cafeterías donde se recordaba a Ernesto Sábato, en los rincones donde se había quejado Alfonsina Storni, en los cruces donde se levantaban torres bohemias, en el obelisco que señalaba el cruce de las oleadas de la avenida más ancha del mundo, en los grandes almacenes de un lujo que quién podría comprar, en las riberas del río de la Plata, en los barcos anclados, en los anticuarios de San Telmo, en los desvanes donde se ensayaba tango, en los trasteros donde se daban clases de baile, en los bancos donde los viejos se acordaban de Italia o de Croacia, en los museos donde soltaba sus locuras Xul Solar, en las encrucijadas donde Castel se había apretado la cabeza, detrás de las vidrieras donde se concibieron los héroes y las tumbas, en los espejos donde se vieron los otros y los mismos, en los restaurantes donde llegaron gauchos despistados, en los figones donde Oliverio Girondo hizo sufrir a las palabras, en las mesas donde Cortázar enloqueció con sus inventos, en las ventanas, en las fotos de Gardel, en las soledades, en las solapas de los libros, en los claveles, en los pianos, en los trozos de canciones, en las porcelanas.
Y nos amamos en los jardines, nos besamos en los cines solitarios, nos peleamos en las callejas ahumadas del centro, nos asomamos a los portales con molduras de yeso, nos entusiasmamos con las violetas en los espejos, pensamos en cafeterías a las que nunca fuimos, soñamos con vivencias que nunca tuvimos pero que de todos modos en esa forma tuvimos, supimos vislumbres, nos convertimos en humo, nos negamos, nos redescubrimos, tiramos recuerdos en Puerto Madero, nos subimos a un buque escuela del siglo XIX como si nosotros también fuésemos pasados.
Queríamos estar en Buenos Aires y sentir todo lo que dicen las canciones, lo que asoma en los libros, lo que imaginamos en las fotos, lo que olemos en los camiones que van al sur, lo que se sobreentiende en los orgullos de los taxistas, lo que callan las porteras, y conseguimos estar en Buenos Aires, y llevar todo aquello dentro de nosotros, y cruzar como imágenes las cafeterías, y atravesar las plazas transidas, y respirar en las tiendas llenas de porcelanas, y tomar una cerveza donde escribió Sábato, e inventar formas de bailar en la cafetería Richmond, y pasear por el templete del parque Lezama donde Martín amó a Alejandra misteriosamente.
Fotos © Consuelo de Arco
¿CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO? : «Buenos Aires o la Literatura». Publicado el 8 de diciembre de 2015 en Mito | Revista Cultural, nº.28 – URL: |
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