Las imágenes del clasicismo grecorromano suelen ir asociadas a las ideas de armonía, equilibrio y ornamentación. Así fue, desde luego, en el arte del siglo XIX. Sin embargo, la capacidad evocadora del mundo antiguo no se agota en los estereotipos decorativos. La intención de este artículo es dar a conocer cómo los mitos sirven a un poeta como Baudelaire para ilustrar sus obsesiones más mórbidas y para generar iconos de lo excesivo, lo macabro y lo tortuoso. Estas visiones serán anticipos de una estética deformante y oscura que parte del Simbolismo y llega hasta nuestros días en distintas formas de expresión artística.
El Simbolismo no fue clasicista. El helenismo artificioso de los parnasianos aburría a los poetas simbolistas, que estaban lejos de compartir el ideal griego de belleza como armonía y equilibrio. Sin embargo, Baudelaire, padre de la nueva corriente, encontrará caminos nuevos en la lírica que llevarán aparejados motivos clásicos de una manera muy distinta a la que era tradicional entonces y que sigue sorprendiéndonos ahora: la mitología grecorromana puebla Las flores del mal de imágenes macabras, opresivas y grotescas, que danzan entre los poemas del libro ilustrando la atormentada cosmovisión moral y estética del autor francés que cambió el signo de la lírica contemporánea.
El poeta simbolista quiere alcanzar una realidad superior a la que solo puede acceder a través del lenguaje. Las palabras, combinadas de modo adecuado, conforman analogías con un universo apenas entrevisto y ahora laboriosamente evocado. Baudelaire intuye, a pesar de ello, que alcanzar ese propósito implica la necesidad de aceptar lo carnal —la muerte, el mal— y de ir más allá de esa aceptación. El poeta se regodea en lo pútrido y lo deforme, en lo vampírico e incestuoso que alberga nuestra psique, y se sumerge en esa delectación como primer paso para alcanzar el ideal, la belleza cuyo seno ha sido hecho solo para inspirar al poeta un amor eterno y silencioso igual que la materia (La Belleza)
Las imágenes del monstruo que iluminan este empeño pertenecen a menudo a la tradición mitológica clásica, como veremos. Son expedientes de lo que Mario Praz denominó —apuntando ya al mundo griego como fuente teratológica— belleza medúsea.
En efecto, el insigne crítico italiano designaba así aquella belleza que fue del gusto de los románticos, «entretejida de dolor, corrupción y muerte». De este modo, el mundo de lo mórbido, excesivo y monstruoso, que el barroco había tratado levemente como ejercicio de ingenio, adquiere en el romanticismo tintes de realidad y decidido protagonismo. Baudelaire se nos presenta, en este sentido, como el poeta que personifica la culminación de esta tendencia y, así, vemos deambular por entre sus poesías mendigas andrajosas (A una mendiga pelirroja), ojos fangosos en prostitutas esqueléticas (El monstruo), y abundancia de calaveras y cadáveres roídos por gusanos (Sepultura o Un grabado fantástico). Los cuadros que pintan París se pueblan de hospitales, lupanares, cárceles y todo tipo de imágenes del infierno que ilustran la relación ambivalente de fascinación y rechazo que Baudelaire mantuvo siempre con la gran ciudad.
En Una carroña la putrefacción evoca el misterio de la pulsión erótica.
Los insectos zumbaban sobre este vientre pútrido,
del que salían negras tropas
de larvas, que a lo largo de estos vivos jirones
-—espeso líquido— fluían (…)
¡Y serás sin embargo igual que esta inmundicia,
igual que esta horrible infección,
tú, mi pasión y mi ángel, la estrella de mis ojos,
y el sol de mi naturaleza!
Entonces, oh mi hermosa, dirás a los gusanos
que a besos te devorarán,
que he guardado la esencia y la forma divina
de mis amores descompuestos.[1]
Las brumas primordiales de la mitología clásica dotan al poeta de visiones con que amueblar esta exhibición de atrocidades. Veámoslo.
Imágenes del infierno
George Bataille apuntó hacia el dualismo ético como una de las claves interpretativas de Baudelaire: Dios y Satán, a pesar de estar enfrentados, comparten el señorío sobre un mismo mundo en el que no hay salvación posible, donde la gracia divina no existe. El hombre se concibe como un ser degenerado, que ha perdido el paraíso y se ve abocado al abismo. Cuando el Ideal se ha perdido, concurren las prisiones, las tumbas y los cielos de plomo. En este contexto, la imagen del infierno se vuelve obsesiva para el poeta. La mitología clásica, que no está desprovista de esta iconografía, dota al autor de diversidad de avernos y seres infernales.
Los antiguos imaginaron el Hades rodeado del río-laguna Estigia, que Virgilio quiso circundando este infierno siete veces; Dante, por mor de su simetría teológica, transformó este número en nueve. En el admirable soneto Sed non satiata, Baudelaire diluye su hastío en sumisión a la voracidad sexual lésbica de una Venus negra con aroma de tabaco y almizcle. Expresa su impotencia evocando la indolente laguna que respira nieblas y por la que juran los dioses.
Tus ojos son la acequia donde bebe mi hastío.
Por tus ojazos negros, troneras de tu alma,
¡demonio sin piedad!, viérteme menos fuego;
no soy para abrazarte nueve veces la Estigia
La irresistible e insaciable amante negra, que los biógrafos identifican con Jeanne Duval, se identifica con Megera, una de las monstruosas Furias, y el poeta, impotente ante los deseos homosexuales de su compañera, lamenta no ser Proserpina —reina del averno pagano— para gozar de su pasión infernal:
¡qué lástima! ni puedo, oh lasciva Megera,
si quiero someter tu ardor y acorralarte,
en tu lecho infernal hacerme Proserpina.
(Sed non satiata)
En Lo irremediable conjura la misma imagen para ilustrar la caída romántica en el pecado, la presencia insistente del remordimiento en el mal, que supone tortura y delectación a un tiempo.
Una Idea, una Forma, un Ser
que de lo azul cae a una Estigia
plúmbea y fangosa, en que ningún
ojo del cielo ha penetrado (…)
Perfecto cuadro, emblemas netos
de una fortuna irremediable,
que da a pensar que hace el Diablo
bien siempre todo lo que hace.
El Erebo o el Leteo son algunos otros de los ríos infernales clásicos que sirven a Baudelaire para construir su universo referencial demoníaco. En Los gatos se esboza la vertiente más sabia y luciferina de estos animales afirmando que «del Erebo serían fúnebres corceles». Cuando se compara a sí mismo en Spleen con un rey sangriento y hastiado, dice que por este «fluye no sangre, sino verde agua del Leteo»; asimismo, el barquero Caronte y el celebérrimo óbolo que se le debe aparecen mencionados en relación con el descenso del gran seductor en Don Juan en los infiernos, recreación de la obra de Molière.
El Leteo se perfiló en la tradición medieval como el río infernal del olvido; en el libro VI de la Eneida, Virgilio lo relacionó con la posibilidad de la reencarnación de las almas. A él dedicó Baudelaire un poema homónimo, que fue prohibido junto a otros por escándalo público en 1857. Leteo es sin duda una de las cimas de su poesía.
La composición comienza con un apóstrofe a la amada, cruel e indiferente, para que se una al yo lírico en una fusión sexual que proporcione al poeta alivio al dolor y olvido.
La nada, que era fuente de horror cuando se asimilaba al hastío, y antes de la cual se prefería cualquier pasión («Yo mismo, en un rincón del antro taciturno,/me contemplé, acodado, frío, mudo, envidiando,/envidiando de aquellos la pasión obsesiva,/la fúnebre alegría de aquellas viejas putas» El juego), aparece en este poema como la única opción válida. Se expresa, así, el más profundo deseo del poeta de desaparecer para librarse del dolor, que es a la vez fruto del pecado y del recuerdo morboso de este:
¡Más que vivir, dormir, dormir ansío!
En un sueño tan dulce cual la muerte,
pondré mis besos sin remordimientos
en tu cuerpo pulido como el cobre
En los besos de la amada se encuentran las aguas del Leteo, pero no es suficiente. No basta dormir, se requiere el olvido y este se encuentra en el veneno que destila el pecho desalmado de la mujer. La opción del vampirismo, destino al que se acaba abrazando, reaparece como respuesta al anhelo existencial.
Para enterrar mis calmados sollozos
no me sirve el abismo de tu lecho;
vive en tu boca el poderoso olvido,
y el Leteo en tus besos se desliza.
A mi hado, desde ahora mi deleite,
he de seguir como un predestinado;
condenado inocente, dócil mártir,
cuyo fervor aviva su suplicio,
para ahogar mi rencor he de chupar
la piadosa cicuta y el nepente
en las agudas puntas de este pecho,
que un corazón jamás ha aprisionado.
Entre estos luciferinos referentes clásicos podemos incluir a Hermes Trimegisto. Ya desde la Edad Media se quiso identificar a los dioses paganos con magos de la antigüedad, algunos de ellos benefactores, pero también con demonios. El sincretismo tardoantiguo atribuyó a este Hermes fusionado con el egipcio Thot algunas obras sobre la magia. La moda romántica por el ocultismo también hizo mella en Baudelaire, quien en el poema introductorio al libro dice:
En la almohada del mal es Satán Trimegisto
quien largamente mece nuestro hechizado espíritu,
y el preciado metal de nuestra voluntad
este sabio alquimista por completo evapora.
(Al lector)
La figura de Hermes, en consecuencia, adquiere tintes alquímicos y tenebrosos. Es capaz de dominar al poeta en las garras del mal al anular su voluntad.
Con similares rasgos mágicos aparece de nuevo, esta vez como potencia que inspira la creación del poeta, que va unida al dolor y la amargura, y transforma así al autor en un Midas con poderes contrarios al clásico, pero con similar destino trágico:
Hermes ignoto que me asistes
y que siempre me intimidaste,
en otro Midas me conviertes,
el alquimista más amargo;
por ti yo cambio el hierro en oro
y el paraíso en el infierno.
(Alquimia del dolor)
John Roddam Spencer Stanhope. The Waters of Lethe
Imágenes de la feminidad terrible.
La figura de la mujer como ser fascinante y bestial va a ser el motivo más prolífico en referencias mitológicas. El universo mítico griego está repleto de monstruos femeninos, abundancia esta que algunos mitólogos han querido ver como la reacción ancestral del politeísmo posterior ante una primigenia religión adoradora de la Diosa Madre.
En cualquier caso, estas numerosas imágenes dotan a Baudelaire de una riqueza iconográfica con que expresar esta feminidad espantosa, trasunto del horror ante la caducidad, el capricho del ser y el pecado irrevocable de la carne.
La Giganta es uno de los poemas más célebres de Baudelaire y uno de los más claros ejemplos de su gusto por la belleza monstruosa.
Los Gigantes son seres mitológicos brutales e irracionales que se relacionan con el principio de los tiempos y se encuentran en todas las teogonías clásicas. La Teogonía de Hesíodo y la Biblioteca Mitológica de Apolodoro los suponen nacidos como consecuencia de la castración de Urano, de cuya sangre, al contacto con Gea, nacieron. Higino enfatiza su violencia y aspecto terrible, y los hace descender de la Tierra y el Tártaro. Ovidio, en sus Metamorfosis, narra cómo de la sangre de estos tras su batalla contra Júpiter nace la última de las generaciones de los hombres anterior al diluvio, la más degenerada y criminal de todas.
En Baudelaire, el poeta expresa su deseo de haber habitado esa época primigenia para haber gozado sexualmente de una giganta, fruto en este caso de la Creación. Quiere postrarse a sus pies como un gato, servirla en un éxtasis masoquista para acceder al conocimiento. Este conocimiento será el del alma de la giganta, experiencia de su capacidad de sufrimiento que, como en Sed non satiata, El Leteo y otros poemas de devoción servil, se pone en duda. De este modo, el poeta parece afirmar que la verdadera belleza se encuentra en la desmesura, pero se cuestiona si esta puede ir acompañada de un alma o si, por el contrario, el amante está condenado a vivir un amor identificado con el perpetuo dolor.
Cuando en su poderoso numen hijos monstruosos
a diario paría la Creación, yo quisiera
haber vivido junto a una joven giganta,
como un gato sensual a los pies de una reina;
y ver cómo su cuerpo y su alma florecían
creciendo libremente en sus juegos terribles;
saber si una sombría llama abriga su pecho
por las húmedas nieblas que nadan en sus ojos.
La conclusión del poema es la reafirmación de la búsqueda de aniquilación en el placer. El yo se conforma con dormirse arrullado a la sombra de los pechos del monstruo, en busca de una paz que se asimila, de forma paradójica, con la figura excesiva y terrible.
Recorrer a placer sus magníficas formas;
Trepar por la ladera de sus grandes rodillas,
Y a veces, en verano, cuando malsanos soles
A tumbarse en el campo, fatigada, la impulsan,
Indolente a la sombra de sus pechos dormirme,
Cual aldea apacible al pie de una montaña.
Las imágenes proliferan y vemos desfilar ante nosotros arpías (Bendición) y satiresas (Mujeres condenadas). La insaciabilidad brutal del odio se ejemplifica con terribles Danaides parricidas que rellenan un tonel sin fondo e Hidras cuyas cabezas rebrotan invariablemente:
El Odio es el tonel de las Danaides pálidas:
La Venganza demente de fuertes brazos rojos
en vano en sus vacías tinieblas precipita
cubos llenos de sangre y lágrimas de muertos (…)
El Odio es un borracho que al fondo de un figón
siente cómo la sed del licor se reaviva
cual la Hidra de Lerna.
(El tonel del odio).
Alfred Kubin. Earth Mother of us all
La sirena como trasunto de Satán puede ser una de las dimensiones de la Belleza en unos versos de inolvidable ambivalencia:
De Satán o de Dios, ¿qué importa? Ángel, Sirena,
¿qué importa, si tú -hada de ojos de terciopelo-
vuelves -ritmo, perfume, luz, ¡oh mi única reina!-
menos horrible el mundo, los instantes más leves?
(Himno a la Belleza)
También la bruja Circe de la Odisea homérica aparece como la imagen de la seducción de la que se quiere escapar en El viaje, y la mujer guerrera y revolucionaria, homicida pero benévola, se ilustra con la imagen de Diana cazadora en Sisina.
La relación erótica entendida como una lucha es un tópico cortés, como es sabido; en Baudelaire, el tópico se desarrolla en la imagen de dos guerreros que combaten hasta caer a un abismo y en la amada se ve la imagen de una bestial amazona.
¡La sima es el infierno, de amigos nuestros lleno!
¡Rodemos a él sin pena, inhumana amazona,
a fin de eternizar el ardor de nuestro odio!
(Duellum)
Un caso aparte, dentro de las figuras de la mujer-monstruo, es el del tratamiento de la esfinge. En la Teogonía, Hesíodo sitúa el origen de este monstruo primigenio en una familia igualmente terrible, pues es hija de Quimera, Hidra y Equidna, y descendiente de Medusa, nada menos. La tradición nos la presenta como una criatura alada, bestial y destructiva pues desgarra a los hombres y los despeña desde lo alto.
¡Viniste, viniste, alígera, parto de la tierra y de la infernal Equidna, raptora de cadmeos, muy destructiva, muy lamentable, mitad doncella, monstruo asesino, con alas frenéticas y garras ávidas de carne! (…) Con un canto lúgubre, como funesta Erinis. (Eurípides, Fenicias, 1020-1030)
Carlos García Gual, en su admirable ensayo Enigmático Edipo, destaca su ambivalencia y la describe «seductora y rapaz, un monstruo ambiguo marcado por su capacidad para el canto y su extraña y destructora sexualidad». Cirlot la concibe como símbolo de la multiplicidad y la fragmentación enigmática del cosmos. De origen egipcio, conserva en muchas representaciones la serenidad oriental unida a su capacidad destructora. Así parece recogerla Baudelaire cuando utiliza su imagen para representar el encantamiento impasible de los ojos de su amada:
De piedras hechiceras son sus ojos pulidos,
y en esta criatura simbólica y extraña,
mezcla del ángel virgen y de la esfinge antigua,
donde no hay más que oro, luz, acero, diamantes,
eternamente brilla, igual que un astro inútil,
la fría majestad de la mujer estéril.
(Las flores del mal XXVII)
Con los mismos atributos de hieratismo, fascinación y sabiduría se compara con ella a los gatos:
Adquieren, mientras sueñan, las nobles actitudes
de esfinges que se tienden allá en sus soledades
(Los gatos)
Y llega a identificarse a sí mismo, en lo más profundo del desolador hastío, con una esfinge indiferente al mundo que la rodea:
vieja esfinge que ignora el mundo indiferente,
olvidada en el mapa, y cuyo humor huraño
solo canta a los rayos del sol poniente.
(Spleen)
Franz von Stuck. El beso de la Esfinge, 1895
Cronos devorador y vampírico
El tema del tiempo destructor es una de las obsesiones de Baudelaire. Para ilustrarlo, usa en repetidas ocasiones la imagen hesiódica del titán Cronos que devora a sus propios hijos) y la relaciona con otras imágenes vampíricas. De esta manera, el motivo del vampiro, una de las obsesiones románticas que recoge más a menudo nuestro autor (en maravillosas composiciones como El vampiro, Charla, El Heautontimoroumenos o Las metamorfosis del vampiro) adquiere una dimensión metafísica al convertirse en metáfora del horror al tiempo.
Y el Tiempo me devora minuto por minuto,
como la nieve inmensa vuelve rígido un cuerpo
(El gusto por la nada)
Yo soy el Hace Tiempo
¡y con mi trompa inmunda te he chupado la vida!
(El reloj)
¡Oh dolor! ¡Oh dolor! ¡Come el Tiempo la vida,
y el oscuro Enemigo que el corazón nos roe
se fortifica y crece robándonos la sangre!
(El Enemigo)
Las imágenes del mundo clásico no se agotan en decorativos y estereotipados faunos, ninfas y dianas cazadoras. En el caso de Baudelaire, como hemos visto, pueblan su mundo poético de obsesiones, delirios y pesadillas. En su inolvidable Viaje a Citerea, en el lugar donde debía hallarse el templo de Afrodita no se encuentra sino a sí mismo ahorcado.
Portada: Fernand Khnopff, L’Art ou Des Caresses, 1896
[1] En adelante y en atención al lector hispanohablante, citaremos los poemas de Las flores del mal según la magnífica traducción de Luis Martínez Merlo (Cátedra, Madrid 2008). Huelga decir que aconsejamos encarecidamente la lectura de los textos en el francés original.
¿CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO? https://revistamito.com/baudelaire-y-los-monstruos-clasicos-la-belleza-medusea/ : «Baudelaire y los monstruos clásicos. La belleza medúsea». Publicado el 10 de junio de 2016 en Mito | Revista Cultural, nº.34 – URL: |
1 Comentario
30 octubre, 2019 at 2:18
Hola, me gustaría saber más acerca del concepto de Belleza Medúsea de Mario Praz, y en dónde puedo encontrarlo. Gracias.