En el invierno de la vida los viejos suelen hacer un recuento constante de todo lo que han vivido. Existe una idea falsa, la idea de que el amor es ajeno a las personas mayores. La gente suele pensarlos como humanos que han perdido la pasión, como seres desposeídos de la dicha de amar, sin instintos carnales e ideales.
—¿Cómo han podido pasar ya más de 50 años?
—Pues así como pasaron flaca, sin parar
La cocina en la que se sentaron a platicar una mañana Alma y César tenía una mesa muy vieja. Alrededor de la mesa había una especie de listón de aluminio, que cubría las esquinas. En el centro, una pequeña azucarera ya sin la tapa y toda abollada por un mar de hijos, sobrinos, y nietos. Era de rigor una cucharada de azúcar para todo aquel que se raspara las rodillas, que se astillara o que se clavara algún tornillo mientras jugaba en el patio.
Es interesante como las parejas de ancianos jamás hablan de los grandes momentos, con excepción del nacimiento de los hijos. La boda es un tema que no se toca nunca.
Así lo hacían Alma y César, los ancianos que se sentaron a platicar una mañana.
—Siempre lloraba para todo ese muchacho.
—Nunca me voy a olvidar del día que se rompió el brazo, se puso pálido como un fantasma —César se tomó el rostro con sus manos cuando termino de decir esto.
—Lloraba y lloraba, antes de ir con el doctor le di una cucharada de azúcar.
—Y no sirvió de mucho ¿ah?
—No, pues ya que, ya tenía el brazo roto —Contesto riendo la flaca de Alma.
Sus pláticas solían girar en torno a las peculiaridades de sus hijos. ¿Cómo es que podían ser tan diferentes entre sí un puñado de hermanos? Cuando pasaban este tema pasaban al tema de sus propios hermanos, y con sabiduría confirmaban lo maravillosamente diversa que puede ser la gente, incluso, la familia.
Alma, la flaca. Cesar, como buen hombre serio que fue desde adolescente, siempre César, a veces Don César.
La flaca siempre hacía desayuno, siempre, y le servía a César. El hombre, todos los días le llevaba el café a la flaca. Era una rutina casi sagrada la que habían establecido, y de alguna manera hacia que las cosas funcionaran.
—No, no, es que yo me sentí muy mal, como iba a ser eso —Alma le contaba a una amiga suya.
—No te entiendo flaca, explícame.
—Es que todos los días desde que estamos retirados él siempre me lleva el café a la cama.
—Entonces ¿Te molesto que no pudiera cuando estuvo enfermo?
—No me molesto amiga, pero fue sacrilegio.
La flaca en algún punto fue muy religiosa, y de vez en cuando sacaba de la manga alguna vieja superstición católica, apostólica. A César no le agradaron nunca estas cosas, pero con todo y todo se consideraba como un hijo de Dios. Nunca conoció a su padre ¿de quién más pues?
Dios tampoco era un tema que se discutiera, parecía todo estar celosamente predeterminado. Parecía que ambos estaban de acuerdo en sus creencias. No hablar en absoluto del tema les había costado.
En esa mesa, con periódico doblado debajo de las patas, y aceite debajo del periódico, se acompañaban siempre el uno al otro. Tres veces al día, desayuno, comida, y cena.
Durante el día César simplemente se sentaba en unas sillas de madera que había hecho a la mala uno de sus yernos. La puerta del cerco; abierta después de cierta hora, y una vida de caminar las calles del barrio eran las causas de que Don César fuera visitado por toda clase de personas. Siempre llegaba alguien y siempre había tiempo para hablar durante largas horas con el viejo.
La mujer, se encargaba de hacer una limpieza por aquí, y una limpieza por allá, todo dentro de la casa. No era una mujer común de 73 años, disfrutaba el box por las noches y siempre le iba al boxeador que fuera perdiendo. De nuevo una cuestión católico/apostólica. Ya no salía al mercado porque le cansaba caminar, pero cada cierto tiempo César surtía la alacena. Ella se encargaba de que duraran las cosas, incluyendo a los hijos; incluyendo a los hijos en algún momento, claro. La flaca siempre llevaba un vestido como de mantel, con estampados color gris, nunca uso colores muy llamativos. Debajo de sus lentes se observaban unas bolsas, estas, debajo de los ojos. Tenía una mirada fría y jamás fue muy cariñosa con ninguno de sus hijos, ni con ninguno de sus nietos. Los hijos recordaban a la flaca porque esta los mantuvo con vida, porque esta les daba cucharadas de azúcar y comida cuando tenían hambre. Fuera de eso, Alma había sido una mujer muy reservada, nadie sabía nunca las cosas por las que estaba pasando, y mucho menos las cosas en las que pensaba realmente. Ya de grande, algo repentinamente le ablando tan solo un poco el corazón. Tal vez su religiosidad la hizo atender al llamado de amar al prójimo.
Los viejos, esos viejos que se sentaban a platicar por las mañanas sabían que, en algún momento, uno se sentaría solo. Platicaban en las mañanas, muy temprano, a esa hora no había visitas para el viejo, y nada que limpiar para Alma.
Los dos contaban siempre historias de cuando eran jóvenes. A veces se remontaban tanto tiempo hacia atrás, que hablaban de cuando no se conocían el uno al otro. Otras veces iban solo unos años y se veían a sí mismos, desde aquella mesa, hacia el pasado.
Tenían un lazo rutinario; detrás de una historia trágica, la historia siempre trágica contada al final de una relación marital, existía cierta complicidad. Existía cierta compasión. Indulgencia.
Dicen que el amor más puro es el de los niños, pero en esto no hay nada de cierto. El amor más puro es el de los viejos. El amor de los ancianos ya ha sido probado; tiene mil cicatrices que han ido sanando, ha perdonado miles de errores, y discutido alrededor de un mundo de mentiras. No es un amor que nunca ha sido manchado, pero ha sido uno capaz de eliminar impurezas, dotado de una ceguera voluntaria. Ha pasado por el desengaño del amor verdadero y aun así sigue en pie. En pie, esperando el último desengaño, el de la vida.
¿CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO? : «Amor puro». Publicado el 14 de febrero de 2015 en Mito | Revista Cultural, nº.30 – URL: |
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