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Mito | Revista Cultural
Culturas 1

Amar y venerar la vida: llamado de Ley Mariana

Por Juan Guerra Reyes el 7 marzo, 2017 @JuanGuerraR

Cantaré a la noche, madre de los dioses y los hombres; la noche, origen de todas las cosas creadas que nosotros llamaremos Venus. – Canto órfico.

En un artículo aparecido en la Revista de Neuro-Psiquiatría, el autor señala que en La divina comedia, el infierno de Dante es un «repositorio de fracasados”, porque “han fracasado en lograr su plenitud. Es el fracaso de la existencia humana –indica–. Se ha fracturado en ellos la maravilla de ser hombres» (Chiappo, 2002, 71). Ello es incuestionable, pues si la virtud y la sensibilidad para amar la Vida, llevan a la paz y a la plenitud interior (el paraíso), la violencia y sus múltiples aristas, como la mezquindad y el egocentrismo, conducen a la desgracia (el infierno); no obstante, hay que advertir que ese espacio poético expone al hombre en una escala que se aleja de la virtud y la buena voluntad, y se cerca más al vicio y a la perversión. Y si en Dante los abúlicos e indiferentes de la Antesala y los cobardes, suicidas y traidores del octavo y noveno círculos, representan nuestros modos de ser ante la vida, nosotros volvemos al problema: ¿qué es el hombre?

Milagro de la Naturaleza señalado como ser humano, este bicharraco siempre tan misterioso como incompleto, volitivo y deseante, se caracteriza no precisamente por sus virtudes, sino por su violencia contra los demás y contra sí mismo. Egocéntrico, débil mental o suicida, ha olvidado cultivar el amor y cambiado su vitalidad portentosa por la espada, para construir su Historia con las trampas del poder. Formado y conformado por necesidades creadas, persigue veleidades como estrellas, para alimentar ilusamente su sensualidad y su voluptuosidad, y rendirse más a la apariencia que a la esencia, porque se sabe crucificado entre la vida y la muerte.

“El deseo amoroso y su satisfacción, tal es la clave del origen del mundo. Las desilusiones del amor y la venganza que las sigue, tal es el secreto de todo mal y del egoísmo que existe en la tierra”, así se lee en el Libro de Baruk; pero si aventuramos aquí una respuesta al problema planteado, digamos desde ahora que el infierno dantesco corresponde con el simbolismo ya de un cono invertido, ya de un triángulo con el vértice boca abajo, semejante al que forma el cuadrado de la siguiente imagen (Koch, 2011, 10):

Descrito por Guénon como una “gigantesca tolva formada por una serie de pisos, de grados o escalones circulares que descienden gradualmente hasta el fondo de la tierra”, ese espacio poético puede tener un correlato lingüístico en conceptos iniciados con las letras U y V, como los que sobresalen en la siguiente relación:

  • Vida, vitalidad, vigor, vicio, voluntad, volición, voluptuosidad, veleidad, Venus, venerar.

Y si en el lenguaje ordinario empleamos palabras provenientes del indoeuropeo vir– (“hombre”), precisamente en su sentido original de «hombría», «varón» y «virilidad», acaso pasa inadvertido que esa raíz es familiar con vi- y con vis (“ser vivo” y “fuerza vital”) (Gómez, 722-3), raíces de las cuales derivan conceptos como virtud, vigor, violencia y vicio, y que señalan con cierta evidencia nuestra orientación hacia la virtud o hacia el violencia: como si la agresividad y el vicio fueran connaturales al ser para la supervivencia y fundamento de su existencia. Así puede leerse la palabra Vida, como una arena pata la violencia, y no sólo en el sentido temporal de duración existencial, como en “vejez” o “vetusto” (del indoeuropeo vetes-, vet-: “año”).

Desde esta perspectiva, el parentesco de aquellas raíces con vel– (“fuerza vital”) y con venes, ven- («esforzarse por conseguir, desear”), enriquece el valor simbólico de designaciones como voluntad, voluptuosidad y veleidad, por una parte, y Venus, venerar y venia, por la otra; de manera que este nuevo campo semántico expresa también nuestra tendencia esencial de querer y desear, perseguir y buscar, es decir, una energía interior capaz de con-vertirse en amor o per-vertirse en voluptuosidad o “pecado”.

En la máxima Audentis fortuna iuvat (“La Fortuna sonríe a los atrevidos” o a los audaces), Virgilio ha subrayado la noción de desear ávidamente o estar ávido (pues eso significa el término audax, derivado de auidus); y no parece muy aventurado si combinamos audientis (“atrevidos” o “ávidos”) con fortes (“fuertes”), para recordar cuán necesario es cultivar la fuerza vital para poder conciliar la tensión entre el amor a la vida y el instinto suicida (Eros-Thánatos), es decir, entre ser o no ser, estar o no estar. Virtus o templanza se llamó a esa fuerza interior capaz de resistir las seducciones que amenazan con hacernos caer (entre ellas, nuestros más altos ideales).

Pero, ¿cómo cultivar el ser y valorar el símbolo por excelencia llamado El Hombre, que es uno mismo?; ¿cómo responder acertadamente al llamado de la Vida? Evidentemente, no será con la pusilanimidad del egoísta o con la evasión del cobarde, sino con el amor por hacer (laborare) y para cultivar la maravilla de existir. Hay quienes asumen la idea de que el suicida ha logrado gran valentía para pegarse un tiro o para colgarse. Otros tantos, por el contrario, lo consideramos un acto contra natura, resultado de cierta debilidad anímica o de  la incapacidad para amar. Quizá la gradual pérdida de la voluntad ha ido pudriendo el corazón del hombre, desde que éste ha dejado de cultivar con amor la vida y al medio que le rodea, es decir, ha despreciado su ser y el de los demás, ha odiado a la mujer y destruido la Naturaleza. En este sentido, la misoginia, la violencia, la guerra y la destrucción del  entorno, ¿no serán otra cosa que resultado de la envidia masculina, por el don exclusivo de la mujer de dar vida?1

En el imaginario mitológico, todas las imágenes simbólicas y significados asociados con las nociones de continente y vida, es decir, con el amor a la existencia y la voluntad por vivirla, traducen el simbolismo de las diosas del Amor y la Belleza (p. e., Ishtar, Hathor, Isis, Venus y María), cuyo nombre indica el Amor como vía y cuyo símbolo señala la estrella por seguir; pues si nuestras veleidades más caras y nuestras voluptuosidades menos afortunadas, obedecen al desear y querer, la buena voluntad y la virtud deben corresponder con la asunción de la vida como un don, una gracia venerable de esa Gran Madre representada por la el Paraíso y la Primavera radiante.  Cabe advertir ahora que, según el simbolismo geométrico, numerológico y vegetal,2  un triángulo con el vértice invertido, una semiesfera con la concavidad hacia abajo o las letras U y V representan significativamente imágenes como las siguientes:

  • Una copa, un cáliz, un cuenco, un vaso o un caldero (el Santo Grial, el Vaso del Arte alquímico o el Vaso triple, atributo de María la Virgen),
  • un corazón (el Sagrado Corazón de Jesús),
  • un ánfora, una urna o un cofre (la caja o ánfora de Pandora y la Shejiná judía).
  • una flor de rosa (símbolo de María, figurado en el rosetón gótico), o flores de lirio y de loto,
  • una concha, concha de vieira o concha venera, asociada con el nombre y el nacimiento de Venus,
  • una nave, una barca o el arca antediluviana, como la de los mitos del diluvio sumerio y bíblico,
  • una media luna, como la que posa a la Virgen en la iconografía mariana (equivalente con la mitad de un huevo, con la tiara en forma de U y los cuernos de vaca, corona de las diosas egipcias Hathor e Isis),
  • una caverna o gruta, espacio propiciatorio para los ritos de iniciación.

Símbolos del principio femenino y materno, todas esas imágenes se expresan invariablemente en conceptos cuya designación comienza con las letras U y V de nuestra lengua, como se verifica a continuación:

  • Con U: útero, úvula, ubre, urna ubérrimo, umbra, urbe,
  • Con V: vientre, vagina, vulva, valva, vaina, venera, virgen, Virgo, vaso, vasija, ventrículo, vesícula, vejiga, vascular, vena, vaca, vida, ..

Aquí se habrá de agregar palabras iniciadas con la ýpsilon griega (Υ, υ), o con la W en inglés, correspondiente con nuestra U, como “histeria” o “himen”: ὑστέρα (hystéra: “útero”); υμην (hymén: “membrana vaginal”); pero lo más notable de este campo semántico es la noción de continente y productor, potencia y vitalidad, tal como indican las formas U, V y los contenidos que consideramos con las raíces vir, vis, vel- y ven-; lo cual lleva a valorar nuestra herencia lingüística, y a recordar que todos somos recipiente y recipiendarios de una misteriosa fuerza vital que debe cultivarse y preservarse, para evitar la disolución o la desilusión de la vida.3

Ahora bien, y contrariamente a la cosmovisión de otras culturas antiguas, en el pensamiento egipcio, el cielo Nut es femenino y la tierra, Geb, masculina, pues toda manifestación está “vivificada”: todo es “lo viviente”, pleno de gracia. Evidentemente, esa noción se ha conservado, por ejemplo, en la imagen simbólica de la Eva griega llamada Pandora, de quien recibimos en su nombre Todos los dones, provenientes de su ánfora (amphora = “recipiente”); y hemos de percibir ese simbolismo también en el nombre hebreo de la madre de la Humanidad llamada Eva o Hawà, cuyo significado (“Vida”, “La viviente” o “La Madre de todo lo viviente”), la tradición del Medio Oriente hace corresponder con los nombres de la serpiente y de Adán (“El Viviente”), tal como confirma René Guénon:

«…la Serpiente (árabe: el-hayyah) está, tanto etimológica como mitológicamente, vinculada con Eva… El nombre Hawâ [árabe, ‘Eva’] expresa la idea de vida (hayât), de modo que se ve inmediatamente su relación con el corazón, sede del ‘centro vital’, del cual el triángulo invertido es el símbolo geométrico. El simbolismo de la serpiente está ligado ante todo a la idea misma de vida; en árabe, la serpiente se llama el-hayyah, y la vida el-hayàh (hebreo hayàh, a la vez ‘vida’ y ‘animal’, de la raíz hay, común a ambas lenguas). Esto, que se vincula con el simbolismo del “Árbol de Vida”, permite a la vez entrever una singular relación entre la serpiente y Eva (Hawà, la ‘viviente’); y pueden recordarse aquí las figuraciones medievales de la “tentación”, donde el cuerpo de la serpiente, enroscado al árbol, tiene encima un busto de mujer (1986, 166 y 411-2)».

Una tradición egipcia señala que todo el cosmos gira armónicamente, cuando Hathor, la diosa del amor y la fertilidad, se mira en su espejo. Ello vivifica el símbolo: Sophía, Venus y María representan la fertilidad, la esperanza y la voluntad de vivir, porque el sentido reflexivo, propio del simbolismo lunar y femenino, expresa la certeza de que lo que se ama, aquello por lo que se trabaja y se disfruta, es gracia y don de esa Magna Mater o Madonna, cuya imagen y semejanza se refleja en el gozo por la vida de sus seres creados.

«Es que la Mujer, como los Ángeles de la teofanía plotiniana –dice Gilbert Durand–, posee, al contrario del hombre, una doble naturaleza que es propia del symbolon mismo: es creadora de un sentido y al mismo tiempo su receptáculo concreto. La femineidad es la única mediadora, por ser a la vez «pasiva» y «activa». Es lo que ya había expresado Platón, es lo que expresa la figura judía de la Schekhinah, así como la figura musulmana de Fátima. Así, pues, la Mujer es, como el Ángel, el símbolo de los símbolos, tal como aparece en la mariología ortodoxa en la figura de la Theotokos, o en la liturgia de las iglesias cristianas que asimilan de buen grado, como mediadora suprema, a «La Esposa» (1968, 41-42)».

Dice el mismo Durand que “en el gran mito vemos cómo la Humanidad, a causa de la mujer, entra al mismo tiempo en la sexualidad y en la temporalidad histórica” (1968, 249), como si el desprecio hacia la mujer tuviera gran justificación; sin embargo, celebramos aquí que el símbolo de la Gran Madre, como fuente esencial y sustancial de toda manifestación, no haya podido ser eliminado por una tendencia misógina heredada que culturalmente hizo de la mujer causa de las desgracias humanas y la transformó en la Gran Puta.

Tal como en el canto órfico de nuestro epígrafe verifica el culto a Venus y a la maravilla de la creación, nuestra tradición venera en el nombre de María el Amor y el eterno femenino, es decir, el motivo de amar y de estar en armonía con el todo, que está gobernado por un principio maternal, símbolo de la abundancia y fertilidad inagotable. En el imaginario mitopoético, este precioso ser del Amor, es Rosa de los cielos, Estrella de la Mañana y Estrella Vespertina, además de Jardín del Edén, Jardín de las Delicias o Ciudad Santa. Primavera eterna, ella reina ahí, en su propio símbolo, para motivar un querer y desear esenciales y conquistar el Paraíso y el “Amor que muove il solé e l’altre stelle” (Dante).

“Todo lo que Venus ordena es para mí dulce yugo,/ pues ella nunca a débiles corazones somete”. Estos versos de los Carmina Burana consignan cierta profesión fe: «Todo el amor domina”. Basta con admirar La Primavera, de Botticelli, una composición que magnifica la sabiduría en el nombre de Venus-María. Ahí, las Gracias o Cárites glorifican en danza circular el fluir de la savia maternal diseminada amorosamente en la Naturaleza, pues representan la voluntad, la vitalidad y el amor del alma, en tanto personificaciones de la Alegría, el Encanto y el Esplendor con que la Madre Tierra complace a sus seres creados.

Quizá la razón por la que María recibe los títulos de Vaso espiritual, Vaso digno de honor y Vaso de insigne devoción, radica en la importancia adquirida por el corazón, la “sede del centro vital”. Ha escrito Guénon que el triángulo invertido es un símbolo del “Nudo de los vasos”, como llama Platón al corazón; y así lo corrobora el jeroglífico egipcio que representa un vaso para designarlo. Al respecto, dice Chevalier que “el vaso alquímico y el vaso hermético significan siempre el lugar en el que tienen lugar las maravillas; es el seno maternal, el útero en donde se forma un nuevo nacimiento. De ahí esa creencia de que la vasija contiene el secreto de las metamorfosis” (1986, 1048-9). Y en efecto, aquella figura geométrica, correspondiente con la semicircunferencia con la concavidad hacia abajo (U), simboliza lo femenino, la matriz fructífera de la Madre, el gran recipiente (amnios) generatriz de la savia que todo vivifica maternal y amorosamente.

Y si asumimos en este sentido que el jeroglífico egipcio de Amor representa un instrumento para arar o labrar la tierra, también debemos considerar una correspondencia entre el simbolismo agrario y el sexual o erótico, donde el verbo amare se asocia léxica y simbólicamente con arare; lo cual expresa, sin duda, que el significado tradicional de amar no consiste en la casual cópula sostenida un viernes de abril, sino en un acto que sacraliza el eterno femenino en el símbolo de la mujer y la Naturaleza; en otras palabras, es amar la tierra, trabajar (laborare) para prepararla y sembrar (seminare) la buena semilla y cultivarla, a fin de recibir el don: el fruto precioso que multiplicará y preservará la especie.

Desde esta perspectiva, no sorprenderá que nombres tan significativos como María, Miriam, Mariamne o Mariana (con la raíz mr-) deriven quizá del egipcio mry-: «amor» (Gómez, 1998, 439). La onomástica en la tradición simbólica lleva a interpretar nuestro estar aquí como una vía de sacralizar y cultivar lo femenino (la sensibilidad, el amor) con el trabajo:4 ese impulso vital de crecer (olescere) y madurar como el buen grano o cereal5  que al final sea sustento de nuevas generaciones. Ello confirma asimismo la etimología que hace provenir amor del indoeuropeo ma– y del latín amma, en el sentido infantil de «madre» (Gómez, 1998, 51 y 459), tanto como su asociación simbólica con las raíces mtr-, ma- y mar- (“madre”), origen de palabras como matriz, mar, materia, matrimonio, metrópoli, Démeter, marsupia. Y no será redundante si agregamos en esta relación el genérico mamífero, y el griego mástos o el latín mamma (ambos: “mama, pecho”), así como otros conceptos de idéntico significado provenientes de am- y amn-, como ánfora y amniótico (griego amphora y amnión; ambos = “recipiente”).

Sin ceder a la homofonía [especialmente clara en el catalán (mar-mare) y en el francés (mer- mere)], se puede decir, sin embargo, que el simbolismo de la madre se relaciona con el de la mar, como también con el de la tierra, en el sentido que una y otra son otros tantos receptáculos y matrices de la vida. El mar y la tierra son símbolos del cuerpo maternal (Chevalier, 1986, 674).

El simbolismo de la letra inicial del concepto “madre” lleva a Loeffer a sostener la idea de que “entre los arios como entre los semitas, la M ha comenzado siempre las palabras relacionadas con el agua y con el nacimiento de los seres y de los mundos (Mantras, Manou, Maya, Madhava, etc.)” (Cirlot, 1992, 274); ello no obsta para considerar con Guénon que “el triángulo invertido es en la India uno de los principales símbolos de la Çakti [Principio Femenino de la divinidad]; es también el de las aguas primordiales” (1986, 187 y n.), pues toda manifestación es fruto de la Madre Tierra, don del agua: recipiente (amnion) y fuente inagotable de vida., como lo muestra el objeto de oro en que Astarté, la diosa de la fertilidad babilonia, muestra su vientre con esa figura geométrica.

“En los Vedas, las aguas reciben el apelativo de mátritamáh (las más maternas), pues, al principio, todo era como un mar sin luz”, y es así de tal manera que, por ejemplo. Queda claro que “la mujer es agua: mar, mare, mer, mere, y Mary (madre y María)” (Nichols,2008, 118), y que el poder vivificador del agua es una de las razones por las que toda civilización, ha rendido culto al principio femenino con especial cuidado, como si en ello cifrara la seguridad de su destino.

En el mismo orden de ideas, Cirlot comenta que “Vach, o el aspecto femenino de Brahmá, es llamada la Vaca melodiosa y la Vaca de la abundancia” (1992, 54). La imagen será más familiar a nosotros si la asociamos con el “cuerno de la abundancia” (cornu copia): un equivalente simbólico tanto de la concha de Venus, como de la media luna en que se entroniza a la Virgen en la iconografía mariana. No obstante, un dato más significativo es el que los cuernos de vaca son el atributo principal de las diosas egipcias del amor y la  fertilidad, Hathor e Isis: una tiara en forma de U en que sobresale el trono faraónico (ast) las corona y por ello reciben los respectivos nombres de “Casa de Horus” y Ast (“Trono”).

Aunque al parecer se ha perdido su nombre egipcio como Ast, a la diosa Isis se la reconoce por haber regalado a la humanidad el saber arcano de la vida y la muerte, y sobre todo, por haber dado a luz a Horus, dios solar símbolo del corazón ( Hr),6 y precisamente, el que Horus y Jesús sean en las respectivas tradiciones el Sol-Corazón del mundo, fruto del amor vivificante de la Gran Madre, explica que el culto de Hathor se haya fundido con el de Isis amamantando a su hijo, y adaptado no sólo al posterior culto de las diosas grecolatinas (Démeter-Ceres y Afrodita-Venus), sino también al de María (símbolos en conjunto de la Gran Madre y del Amor por excelencia).

Cabe destacar al respecto, en un paréntesis necesario, la observación de Guénon acerca de la letra árabe nûn, relacionada con la N inicial de conceptos que expresan ideas de muerte y disolución (como el griego nek: “muerte”, el latín nox, noctis: “noche”, y el sánscrito nirvana: “extinción”):

«Esta letra está constituida por la mitad inferior de una circunferencia y por un punto que es el centro de ella… la semicircunferencia inferior es también la figura del arca que flota sobre las aguas, y el punto que  se encuentra en su interior representa el germen contenido o encerrado allí; la posición central del punto muestra, por lo demás, que se trata en realidad del “germen de inmortalidad”, del “núcleo” indestructible que escapa a todas las disoluciones exteriores. Cabe notar también que la semicircunferencia, con su convexidad vuelta hacia abajo, es uno de los equivalentes esquemáticos de la copa; como ésta, tiene, pues, en cierto modo, el sentido de una “matriz” en la cual se encierra ese germen aún no desarrollado, y que… se identifica con la mitad inferior o “terrestre” del “Huevo del Mundo” (1986, 137.)»

Efectivamente, en el simbolismo lunar, la Madre Naturaleza se asimila con el arca antediluviana que restaurará la vida después de la muerte, al custodiar “la semilla de toda cosa viviente”, como se dice en el Poema de Gilgamesh (antecedente sumerio del diluvio bíblico); ello pone en evidencia el valor de la palabra (logos) para interpretar la imagen simbólica, que asocia notablemente términos cuyo significado es “semilla”, como el griego sperma, spermatos, el latín semen, seminis (“semilla”), seminare (“sembrar”) y su familia (simiente, seminario, sementera, semental, diseminar y semejante).7 Todos presentan en su estructura  básica  las  letras  SM:  un  anagrama  que  simboliza  un  saber  arcano  del amor materno, y que se reconoce en expresiones tan enigmáticas de la mística, como Sancta Mater o Sacta Mariae, o de la alquimia, como Spiritus Mercurii, Serpens Mercurii o Sulphur Mercurii Philosophorum. Y si la Gran Obra del alquimista consiste en la transmutación del vil metal (el plomo) en oro espiritual, la acción del Spiritus o Serpens Mercurii (SM) en la matriz de renovación o Athanor, da nacimiento a la Quintaesencia y la Piedra filosofal: “símbolo del logro supremo de la identificación mística con el «Dios en nosotros» y lo eterno” (Cirlot, 1992, 325-6). Así lo expresan estos postulados alquímicos citados por Jung (1977, 217, 338 y 339):

  • Y es en realidad una sustancia en la que está contenido todo, y esto es el Sulphur Philosophorum, (el cual) es agua, y alma, aceite, mercurio y sol, el fuego de la naturaleza, el águila, la lágrima, la primera hyle de los sabios, la prima materia del cuerpo perfecto. Y sean cualesquiera los nombres que los filósofos han dado a su piedra, se refieren siempre a una sustancia, es decir, al agua de donde todo (nace) y en la que todo (está contenido); la cual domina todo, en la que se sufren equivocaciones y en la que se corrige la equivocación misma. Pero yo digo agua «filosófica», no vulgar —vulgi—, sino aqua Mercurialis, sea simple o
  • Está contenido en «nuestro» Mercurio un azufre ígneo y, respectivamente, un sulphureus ignis. Este fuego es una «simiente espiritual» que nuestra virgen ha atesorado en ella, porque la virginidad sin mancilla puede permitir el «amor espiritual», según el autor del Secreto Hermético y según la experiencia misma. Téngase en cuenta que esta virgen, en su condición de intemerata (inmaculada), es una clara analogía de la Virgen María, que concibe por efecto de una simiente que no es, quizás, el Espíritu Santo, sino un «fuego sulfuroso», es decir, un ignis gehennalis (fuego del infierno). La virgen es Mercurio, el cual, sin embargo, es hermafrodita a consecuencia de la presencia del azufre, activo masculinamente. El azufre es el aurum volatile (un oro «espiritual», el aurum non vulgi del Rosarium philosophorum) y al mismo tiempo el primum movens, quod rotam vertir axemque vertit in gyrum (que gira la rueda y el eje en círculo).

Subrayamos en la segunda cita la asociación dada entre amor espiritual, simiente, Mercurio, virginidad y Virgen María, pues parece expresar en la alquimia el misterio de la Gran Obra, que es el Logos, producto de la acción de fuego y aire en agua y tierra, es decir, la Quintaesencia de Sancta Mariae (SM): continente-contenido, vientre y “leche de la Virgen”, cáliz y elixir de la inmortalidad.8 Así, esta savia eterna, el Alfa-Omega del fluir constante de la existencia, es Mercurio, símbolo de los dones recibidos (mer-)9 por mérito propio, y símbolo  en fin del “poder de la palabra, el emblema del verbo, para los gnósticos el logos spermatikos esparcido en todo el universo, sentido éste que recoge la alquimia, que identifica a Mercurio con la misma idea de la fluencia y la transformación” (Cirlot, 1992, 303).

Evidentemente, la letra inicial (S) del término que designa el fluido esencial llamado savia, se asocia simbólicamente con los afluentes fluviales y, por ello, con la serpiente, cuya designación griega (herpes) la vincula con Hermes-Mercurio y con la sabiduría (sophía); esto último, quizá derivado de S + ophis (“serpiente”); por tanto, los valores simbólicos de saber, sabor, sabiduría y sapiencia (del indoeuropeo sap-: “tener sabor”), son correlativos con el símbolo materno (Sophía) y con el de la serpiente, porque ambos expresan la idea de la transformación y de salud (salus).

Proveniente del griego métron y a su vez del indoeuropeo med- (“medir”), la medicina consiste en lograr la proporción exacta de veneno y contraveneno que cure las afecciones debidas al desequilibrio o los excesos. Y no es gratuito que Jesús en la alquimia sea aludido como Piedra (lapis) y como Medicina, pues la salud del alma corresponde con la sabiduría de la armonía, capaz de curar en el metal la enfermedad del óxido, para devolverle la salud del oro (“la lapis, mediante cuya sangre los cuerpos inferiores transformados [tincta] son devueltos salvos al cielo áureo” [Jung, 1977, 365]). Con razón el caduceo de Hermes- Mercurio, con sus dos serpientes entrelazadas y coronado con alas, se ha tomado como emblema de la Medicina, pues expresa la idea de fluencia por la unidad y en la alquimia.

Y es que el periódico cambio de piel de los animales ofidios, detonó en el pensamiento filosófico y religioso el fundamento sobre la existencia y el destino humanos, y que dio vida a los ritos de iniciación y a los cultos a la Madre de la fertilidad, para trascender la muerte con el agua (un atributo de María es la Fuente sellada). Así, el principio maternal es simbolizado por Sophía, la Virgen de los alquimistas, la cual se relaciona con la constelación de Virgo, que los babilonios y los egipcios identificaron respectivamente con las diosas Ishtar, Hathor e Isis, y cuyo ideograma (♍) remite tanto al simbolismo materno, como al de una estrella en que figura el punto central, como germen en el vientre materno; símbolo a su vez del corazón y del Sol-Eje del mundo y en sendos comentarios:

  • …su sexto lugar en el orden zodiacal lo hace participar del simbolismo del número seis y del sello de Salomón; es a la vez de fuego y de agua, y simboliza la conciencia que emerge de la confusión, así como el nacimiento del espíritu (Chevalier, 1986, 1077).
  • Está gobernado por Mercurio y por corresponder al número seis, es decir, por ambas causas, simboliza el hermafroditismo, estadio en el que las fuerzas son duales, positivas y negativas. Por ello se representa a veces con el símbolo del alma o el sello de Salomón, los dos triángulos del fuego y del agua mutuamente interpenetrados para dar lugar a la estrella de seis puntas (Cirlot, 1992, 464).

Cirlot concluye esta cita diciendo que “en las mitologías y religiones, este símbolo está siempre ligado al nacimiento de un dios o semidiós, que es la expresión suprema de la energía-conciencia” (1992, 464); pues, en efecto, el signo de Virgo, regido por Mercurio, preludia el nacimiento del salvador del mundo (sóter), tal como cantó Virgilio en los versos que el pensamiento soteriológico recogió como profecía del advenimiento de Jesús , el Verbo hecho carne:

«Comienza ahora de nuevo la poderosa carrera del año
Vuelve Virgo, Saturno domina otra vez
Y una nueva generación desciende del Cielo a la Tierra
Bendice el nacimiento del Niño, oh casta Lucina
que despide a la edad de hierro y es el alba de la de oro.»

“He ahí la sabiduría, el misterio”, tal parece indicar la actitud de Mercurio en La Primavera, de Botticelli. ¿O señala el fruto naranja y solar del árbol?; ¿hace la señal de Júpiter (Gombrich, 1983, 91); ¿o indica la estrella que hemos de seguir para dar  cumplimiento a nuestro destino? Como si el llamado a contemplar las estrellas y la luna,  fuera una vía trascendente para lograr nuestros bellos ideales, leemos en la palabra “estrella” en los nombres Ishtar, Astarté, Astaroth, Isis-Ast, Hestia, Esther, Eostre u Ostara10 y Ashera (la Venus que los judíos asociaron con la Shejiná), por cuanto se relacionan con las raíces indoeuropeas ster– (“estrella”) y st-, sta– (“estar de pie, estar”), origen de los conceptos grecolatinos aster y stella (“estrella”), y de otros que han sido tema de preocupación en toda la historia de la Humanidad: el destino y la existencia.

En nuestra tradición, las estrellas y la media luna sean atributo específico de María, quien recibe el título de “Virgen de veneración”, “Lucero o la Estrella de la Mañana” y  “Estrella Vespertina”. En el arcano 17 del Tarot, llamado La Estrella o La Esperanza, hay algo más que la imagen de una virgen diseminando con dos ánforas su savia esencial por el mundo manifestado: es la representación de la Gran Madre simbolizada por una estrella de ocho puntas, como la que aparece en ese arcano.

En su epifanía como la Espiga (Spica), la estrella más brillante de la constelación de Virgo, las diosas del cereal y la agricultura (Ishtar, Hestia) presidieron el tiempo de la cosecha y la nueva siembra (agosto-septiembre). Su denominación como Estrella o Esperanza expresa la cifra del 8 (17 = 1 + 7 = 8), que se expresa obviamente por la estrella de ocho puntas u ocho brazos. Formada por la unión de dos cuadrados girando en sentido inverso o por la unión de la cruz griega (+) y la cruz de San Andrés (X), la estrella verifica  efectivamente el simbolismo del nueve, por el hecho de que la suma de los primeros ocho números resulta en una cifra correspondiente con aquél (1 + 2 + 3 + 4 + 5 + 6 + 7 + 8 = 36 = 3 + 6 = 9). En Dante el nueve es símbolo del Amor y de la Gran Mujer: Beatriz y María, y por ello también es la cifra de la plenitud y la transformación iniciática.

«Matemáticamente también el nueve tiene cualidades misteriosas, pues vuelve sobre sí mismo siempre. Por ejemplo: 1 + 2 + 3 + 4  + 5 + 6 + 7 + 8 + 9 = 45, la suma de cuyos dígitos es 9. De manera similar, 9 + 9 = 18 = 9. También 9 multiplicado por cada dígito hasta el 9 produce un resultado [405] que se reduce a nueve. Es fácil, pues, comprender por qué el nueve es el número de la iniciación, puesto que simboliza el viaje del iniciado hacia su autorrealización (Nichols, 2008, 247)».

Así como el símbolo alquímico del andrógino y la estrella de seis puntas integran armónicamente lo masculino y lo femenino, el fruto simbólico de la unión de Hermes y Afrodita (hermafrodita, hecho “varón y hembra”) simboliza la Gran Obra: el “hijo del hombre”, llamado Jesús (etimológicamente: “El Hombre”). Él es ese “Dios en nosotros”, el “Hijo filosofal” que se identifica tanto con el Sol (Horus) y con el Logos de la sabiduría (Sophía), y con el Alfa-Omega o sonido primordial AUM (OM).

Sostiene Mircea Eliade que “…al apropiarse las virtudes latentes en las «letras» y en los «sonidos», el hombre se inserta en ciertos centros de energía cósmica y realiza así una armonía perfecta entre el todo y él. Las «letras» y los «sonidos» desempeñan el papel de imágenes que, por meditación o por magia, abren el paso entre el hombre y los distintos planos cósmicos (1974, 213); en efecto, el velo del símbolo no debe hacernos olvidar que una letra y su disposición en una palabra o en una imagen, lleva una intención significativa; así, por ejemplo, el monograma de Constantino integra en el círculo de la unidad la designación ΧΡΙΣΤΟΣ (Xrhistós: Cristo), con los símbolos de la cruz y del eje del mundo coronado por el sol (figurada por las letras Xi y Rho griegas: X, P); de manera que ahora hemos de percibir también que hay mucho más en la letra inicial del nombre María (M), y que el anagrama AUM o AVM en que aparece reduce a signos básicos el Ave María; como si éste se tratara de un mantra para recordar que el Verbo se hace carne en nuestra labor diaria, cuando simbólicamente palabra e intención (fuego y aire del logos spermatikos) se concretan en acción creativa. No sorprende tampoco que la disposición de las letras del anagrama AVM conforma el mantra AUM y el mismo Ave María en la estrella de seis puntas. Así lo señala Guénon (El rey del mundo, cap. VI).

«…el Logos, o el que le representa directamente, puede ser en verdad designado como el primero de los Gurús o «Maestros Espirituales»; y, efectivamente, Om en realidad es un nombre del Logos. Este nombre se halla incluso, de manera bastante extraña, en el antiguo símbolo cristiano, donde, entre los signos que servían para representar a Cristo, se encuentra uno que ha sido considerado más tarde como una abreviación del Ave Maria, pero que originalmente fue un equivalente de aquel que reunía las dos extremas del alfabeto griego, Alfa y Omega, para significar que el Verbo es el principio y fin de  todas las cosas; incluso es más completo en realidad, pues significa el principio, el medio y el fin. Este signo se descompone efectivamente en AVM, o sea, las tres letras latinas que corresponden exactamente a los tres elementos constitutivos del monosílabo Om (la vocal O, en sánscrito, estaba formada por la unión de la A y de la U). La comparación de este signo Aum y de la esvástica, tomados uno y otro como símbolos de Cristo, nos parece particularmente significativo desde el punto de vista en el que nos situamos. Por otro lado, hay que señalar una vez más que la forma de este mismo signo presenta dos ternarios dispuestos en sentido inverso uno de otro, lo que hace de él,  en  ciertos aspectos, un equivalente del «sello de Salomón»

Ante la muerte, es posible experimentar repulsa por la negación de asumir la pérdida, y también morbidez o vértigo por cierta seducción casi adictiva; pero, ¿en qué medida el impulso tanático posee implicaciones eróticas? El hecho de que en casos de suicidio por ahorcamiento se descubra derrama de semen, supone un asunto que no se explica sólo por cierta adicción a la adrenalina, sino como una atracción erótica o un vértigo ineludible, proveniente del arquetipo de lo femenino y materno? Por su cualidad ambivalente, todo símbolo presenta el reverso de un contenido, de manera que la Madre misericordiosa ( I- Ana)11  se transforma en Madre Terrible, devoradora (como la Kali india).

«En este símbolo de la madre –dice Chevalier– se encuentra la misma ambivalencia que en el del mar y la tierra: la vida y la muerte son correlativas. Nacer es salir del vientre de la madre; morir es retornar a la tierra. La madre es la seguridad del abrigo, del calor, de la ternura y el alimento; es también, por contra, el riesgo de opresión debido a la estrechez del medio y al ahogo por una prolongación excesiva de la función de nodriza y de guía: la genitrix devorando al futuro genitor, la generosidad tornándose acaparadora y castradora (1986, 674)».

Léase el nombre de Perséfone como “La que destruye” o La Tumba, para notar cómo este cambio de la Diosa Blanca en Diosa Negra explica por qué la raíz Myr (“amor”) parece tener como correlato la raíz mr-, con que la tradición lingüística indoeuropea designa a la muerte, como se puede reconocer en el sánscrito mrtyu y en la siguiente relación de Chevalier (1986, 212): “viejo eslavo mora, bruja; ruso mora, espectro; polaco mora; checo mura, pesadilla; latín mors, muerte; viejo irlandés marah, muerte, epidemia; lit. maras, muerte, peste; let. meris, peste, y la siniestra Mor [r] igan irlandesa”.

Simbólicamente, la M inicial de todo este complejo semántico ocupa en en las lenguas sánscrita (ma), hebrea (mem) y árabe (mim) el lugar número 13; cifra asociada precisamente con la muerte y con el arcano número 13 del Tarot, llamado asimismo La Muerte: símbolo de “la evolución importante, el duelo, la transformación de los seres y las cosas, el cambio, la fatalidad ineluctable y… la desilusión, la separación, el estoicismo o el desaliento y el pesimismo” (Chevalier, 1986, 732).

Cuando el mito que explica que Perséfone se hallaba en compañía de su hermana Atenea cuando fue raptada por Hades para convertirla en reina del inframundo, señala también la distinción entre la muerte ordinaria y la muerte iniciática, pues si aquélla simboliza el grano sepulto y la espera paciente de su germinación (número 6), Atenea representa la  luz, el saber por excelencia del número 9: trazo simbólico del árbol eje de la vida coronado por el fruto precioso, el ave solar o la manzana dorada12 pendientes en el árbol del Jardín de las Hespérides (Sol invicto, Horus y Jesús).

Lo que el hombre vio en los cereales, lo que aprendió en  el trato con ellos, lo  que le enseñó el ejemplo de las semillas que pierden su forma bajo tierra, ésa fue la gran  lección decisiva… En la mística agraria prehistórica está anclada una de las raíces principales del optimismo soteriológico: que el muerto, igual que la semilla sepultada en la tierra, puede esperar la vuelta a la vida bajo una nueva forma. Pero también la visión melancólica, y a veces escéptica de la vida, tiene su origen en la contemplación del mundo vegetal: el hombre es  como la flor de los campos” (Eliade, 1974, 512)

La imagen pone en evidencia el recurso de inversión simbólica, por el cual el estado de muerte y sepultura en el vientre de la tumba, se transforma en la salida de la caverna iniciática y el logro de la sabiduría o renacimiento. Interpretado como un regressus ad  uterum, el “descenso a los infiernos” o nekya del héroe es condición indispensable para la conquista de la Edad de Oro o de la inocencia propia del estado edénico, fetal. Y aunque es bien conocido el temor inspirado por el número 6, y sobre todo por su reduplicación en 666, es necesario asumir que su repetición en 66 simboliza la transformación y la armonía, por la unión de los principios complementarios del “Sello de Salomón”.

En La divina comedia, el descenso de Dante va seguido de un ascenso, desde la caverna a la cima de la montaña en donde encontrará a Beatriz y a María, y debemos leer  así que simbólicamente un triángulo recto simboliza la montaña sagrada, a la cual se haya adosado un triángulo invertido: símbolo de la caverna y del vientre de la tierra al que  regresan los iniciados, para conquistar el precioso tesoro; porque sólo ahí se cumple la fórmula iniciática: vida-muerte-renacimiento.

«…se enseña que el ‘Hombre universal’, en cuanto representado por el conjunto ‘Adán-Eva’, tiene el número de “Alláh, lo cual constituye una clara expresión de la “Identidad suprema”… Este número, que es 66, está dado por la suma de los valores numéricos de las letras que forman los nombres ’Adam wa- Hawâ. Según el Génesis hebreo, el hombre “creado varón y mujer”, es decir, en un estado andrógino,  es “a imagen de Dios” (Guénon, 407)».

Ante el dolor de la muerte el imaginario ha creado ideas e imágenes místicas que se repiten una y otra vez para consuelo de quienes aún estamos aquí. Pero, ¿dónde está ese Paraíso por recuperar, ese Jardín del Edén, esa Jerusalén Terrestre o Ciudad Santa, en donde se ha de abolir la condena de la temporalidad, para gozar de un eterno presente en unidad con Dios?13

Si por su nombre, María simboliza el Amor, el de Venus expresa  algo  más profundo que deseo como erotismo, desenfreno y lujuria: se trata del ejercicio creativo (karma) de amar la vida; de preservar la vitalidad y, sobre todo, de desear y querer ser y estar aquí. Pero el amor a la vida, la fe en que todo estará bien siempre, debe corresponder con la virtud y la razón de superar toda dificultad existencial, desde el momento mismo de nacer, con la convicción con que escribió Pedro Salinas: “ Nuestro primer hallazgo es el nacer. / Si se nace / con los ojos cerrados, y los puños / rabiosamente voluntarios, es / porque siempre se nace de quererlo” (Razón de   amor).

“Así es la vida”, decimos ante lo inevitable, como queriendo mitigar el temor solemne de la muerte, y aunque se nos insista en que tal desenlace no es conclusión, sino esencial en el proceso de la vida, la condición humana nos hará aceptar que el grano ha de morir para dar nuevo fruto, como en la parábola del grano de mostaza: la semilla aparentemente insignificante germinará en el crisol materno, crecerá y conquistará la Gran Obra. Y llámese Ley de Venus o Ley del Amor, el querer, el desear y el buscar deben ser motivo esencial para cultivar el bien más precioso: la existencia; pero si tal sabiduría significa apenas poco en la vida y ante la muerte, es porque hemos desoído el llamado de la vida misma y despreciado  la búsqueda de nobles ideales, como el llamado a la paz y a la esperanza de la Estrella Mariana.


Para saber más:

  • Cirlot, Juan Eduardo. Diccionario de símbolos. Barcelona, Labor, 1992. Chevalier, Jean y Allain Gheerbrant. Diccionario de símbolos. Barcelona, Herder,
  • Durand, Gilbert. La imaginación simbólica. tr. Marta Rojzman. Buenos aires, Amorrortu/Editores, 1968. Eliade, Mircea. Tratado de historia de las religiones. Madrid, Ediciones Cristiandad, 1974.
  • Gómez de Silva, Guido. Breve diccionario etimológico de la lengua española. México, El Colegio de México- Fondo de Cultura Económica, 1999.
  • Guénon, René. Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada. México, Ediciones Valle de México. Jung, Carl Gustav. Psicología y alquimia. Barcelona, Plaza y Janés Editores, 1977.
  • Nichols, Sallie. Jung y el tarot. Barcelona, Kairós, 2008.
  • Chiappo, Leopoldo. La existencia humana. Estudio sobre la Comedia de Dante. Revista de Neuro-psiquiatría, 2002.
  • Durand, Gilbert. La metafísica del sexo.
  • Guénon, René. El esoterismo de Dante.
  • Vázquez, Sebastián. “Sobre Egipto y el amor”

1 “El régimen social del predominio de la madre, o matriarcado, se distingue, según Bachofen, por la importancia de los lazos de la sangre, las relaciones telúricas y la aceptación pasiva de los fenómenos naturales. El patriarcado, por el contrario, por el respeto a la ley del hombre, la instauración de lo artificial y la obediencia jerárquica. Aun cuando, sociológicamente, el matriarcado ya no exista en Occidente, psicológicamente el hombre atraviesa una fase en la cual se siente esencialmente dominado por el principio femenino” (Cirlot, 1992, 291).

2 Derivada de vegettare (“vivificar, animar”) y de vegere (“ser activo, estar animado”), la palabra vegetal y su familia proviene del indoeuropeo weg– “animado, vivaz” (Gómez, 1999, 711). Ésta es una raíz acorde con vi- (“vida”) y las ya señaladas.

3  En un gran puñado de mitos cosmogónicos y catastróficos, se pone en evidencia el hecho de que las criaturas que no responden al llamado divino, son destruidas o disueltas con agua (de ahí la palabra “diluvio”; de luere: “lavar”).

4 Va  de suyo  advertir una ironía en la etimología de trabajo, pues proviene de tripaliare: “torturar”, y de tripalium: “cierto instrumento de tortura (hecho de tres palos)” (Gómez, 1999, 686).

5 El indoeuropeo ker- (“crecer, crear”) deriva conceptos como olescere (“crecer”) y “cereal”. Cabe preguntar entonces si el griego ker- y kardia: “corazón” (del indoeuropeo kerd-) se relaciona con esa raíz, lo cual llevaría muy lejos. Sólo hemos de señalar que también ker- es evidente en Ceres, el nombre romano de Démeter, la diosa griega de la agricultura y la fertilidad, y que en el desarrollo tanto de los misterios eleusinos, como de la fiesta de la Ceralia romana, el grano de trigo y de cebada fue de capital importancia.

6 Guénon indica que “la palabra egipcia hor, nombre de Horus, parece significar propiamente ‘corazón’; Horus sería, en tal caso, el “Corazón del Mundo”, según una designación que se encuentra en la mayoría de las tradiciones y que, por lo demás, conviene perfectamente al simbolismo de ese dios…”. Agrega además: “podría uno sentirse tentado, a primera vista, de relacionar esa palabra hor con el latín cor, que tiene el mismo sentido, y ello tanto más cuanto que, en las diferentes lenguas, las raíces similares que designan al corazón se encuentran… [tanto con velar como con aspirada por consonante inicial (N. del T.)]: así, por una parte, hr o hrdaya en sánscrito, heart en inglés, herz en alemán, y por otra, kêr o kárdion en griego, y cor (genitivo cordis) en latín; pero la raíz común de todas estas palabras, incluida la última de ellas, es en realidad HRD o KRD, y no parece que pueda ser así en el caso del egipcio hor, de modo que se trataría aquí, no de una real identidad de raíz, sino sólo de una suerte de convergencia fónica, que no es menos singular” (1986, 184 y n.).

7 Aunque el sustantivo “semejante” deriva de similis y semelis (del indoeuropeo sem-: “uno mismo”), parece connotar, por su estructura en sm, la noción de que todos somos creación o germen de una misma simiente divina, como indica la raíz grm- de palabras como gramen (“grano”), germen y germánico o germanu (“hermano”), que connota la idea de hermandad, por la raíz hrm-, y que se relaciona a su vez con el nombre de Hermes, mensajero que nos hermana como semilla de un mismo origen principial.

8 Amrta, néctar y ambrosía, los nombres del alimento o licor de la inmortalidad en las mitologías india y griega, son perfectamente equivalentes con la denominación del Athanor, la retorta de los alquimistas: todos significan “no muerte, inmortalidad” (a-: “no”; mrtyu, mbrotos, mr, nek y thánatos: “muerte”).

9 El nombre de Mercurio proviene del indoeuropeo mer- (“recibir una parte”): raíz que connota las ideas ganar y merecer, tal como se percibe en la familia de conceptos como merced, mérito y mercado. Importa señalar de paso la analogía entre el culto a la Virgen de las Mercedes y a Judas Tadeo con el simbolismo de ese dios del comercio.

10 La relación entre el nombre de la diosa anglosajona de la fertilidad llamada Eostre u Ostara, y el inglés east (“Este”, punto cardinal) y easter (“Pascua”), daría mucho en qué pensar, según el simbolismo solar, por el uso cultual del huevo, símbolo de fertilidad precisamente (Wilkinson, 2008, 121).

11 Entre los sumerios la peripecia del descenso a los infiernos de la diosa Innana, hija del dios solar Enlil, destaca la idea de la misericordia de la Gran Madre, como su nombre indica: I-Ana = Jana, femenino de I- anus, Janus = “Misericordia”.

12 Robert Graves dice que “la palabra Apolo puede derivar de la raíz abol, «manzana», más bien que de apollunai, «destruir», que es la opinión habitual”, y asimila el nombre con ese fruto, símbolo de la sabiduría, y con Avalon, la Ciudad Santa de los celtas: “manzana (alemán ‘apfel’, frisón ‘apel’, gaélico ‘ubhal’, islandés ‘epli’, inglés ‘aeppel’, sueco äpple, etc.), de donde los vínculos con ‘afal’ y, por ende, con ‘Avalon’, se patentizan” (1985, 58).

13 Escribe Guénon que “la ‘Tierra Santa’ por excelencia es la ‘comarca suprema’, según el sentido del término sánscrito Paradeça, del cual los caldeos hicieron Pardés y los occidentales Paraíso; es, en efecto, el ‘Paraíso terrestre’, ciertamente punto de partida de toda tradición, que tiene en su centro la fuente única de donde parten los cuatro ríos que fluyen hacia los cuatro puntos cardinales, y es a la vez ‘morada de inmortalidad’, como es fácil advertirlo refiriéndose a los primeros capítulos del Génesis” (1986, 121).

¿CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO?

GUERRA REYES, JUAN: «Amar y venerar la vida: llamado de Ley Marianar». Publicado el 7 de marzo de 2017 en Mito | Revista Cultural, nº.41 – URL: https://revistamito.com/amar-venerar-la-vida-llamado-ley-mariana/

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Juan Guerra Reyes

 

Maestrante del Posgrado en Letras españolas de la UNAM, docente de literatura y etimólogo al que interesa el saber tradicional velado en la palabra. Estudioso del arte teatral de Antonio Buero Vallejo; así lo muestra en su publicación ‘La mirada detenida. Reflexiones y aprehensiones, una investigación simbólica del arte dramático’. Se autodefine como buscador de símbolos.

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1 Comentario

  • Maria Paz Escrig says: 20 marzo, 2021 at 20:20

    Estoy escribiendo una novela y estoy intentando encontrar el significado y origen del escudo cardenalicio: la doble M enlazada, creo que es simbología mariana. Me gustaría algo sencillo por qué lo voy a utilizar para resolver un enigma.
    Gracias.

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