Éramos tan pobres en aquel entonces. Tan pobres, que nos gustaban las calles de tierra. Nos gustaba también el lodo, dónde se quedaba atascado el señor del pan. Nos llevábamos todo el pan y luego nos peleábamos por el dinero. Y pobre del panadero en turno si se resistía, siempre nos le dejábamos ir con un puño de piedras, pero nunca brincaban los coyones, y a veces, ya de lejos los apedreábamos, pero ya nomás por pura maldad.
Aunque hay muchas cosas que no recuerdo, o que no quiero recordar, lo que sí recuerdo es que pelear era un cuento de nunca acabar. No se peleaba defendiendo una idea, o alegando alguna verdad falsa, se peleaba para defenderse a uno. Se peleaba para que no te fueran a aventar al pinche canal. Para que no te fueras a ahogar en esa agua verdosa. Al menos en ese tiempo no estaba llena de basura ni de carpa china, pero entre menos basura más fuerte la corriente que te arrastra hasta abajo. Así en esos lugares íbamos a agarrarnos a golpes, entre los mosquitos y el lodazal. Entre los gritos de las vecinas que, entre alarmadas y emocionadas, nunca faltaban en el mitote. Las vecinas, jóvenes en aquel entonces, ahorita son las cronistas de esas peleas, y de muchas otras cosas en las que anduvieron metidas, pero esas cosas en las que anduvieron ellas nunca las cuentan. Son bien diestras para quemarte con los chismes, pero parece que ni se acuerdan de todo lo que hicieron, y pues si ¿Qué van a andar contando lo de ellas? Ya habrá ocasión para cobrárselas.
Ahí era bien raro que llegara la policía, y si llegaba, llegaba a la casa de alguna de las vecinas que tenían a sus esposos trabajando al otro lado, ya ahorita de viejo comprendí el porqué de eso, pero de morro ni en cuenta.
Hacíamos lo que queríamos. Mi abuelo tenía un rifle de esos de postas, y nos poníamos a darle a los faisanes, me gustaba ir solo, porque cuando vas de a varios tienes que compartir el rifle y en lo que lo recargábamos, y en lo que algún llorón que no le dio a nada lo soltaba se nos iba el tiempo en nomas estar alegando. De perdida así nos duraban más las postas. A fin de cuentas todos disparábamos algunas veces, luego se nos hacía tarde y ya nos íbamos de regreso a donde estaban nuestras casas. Pero les decíamos terrenos, que en ellos también hacíamos todo lo que se nos pegara la gana.
Mi papá casi ni estaba en la casa, y mi mamá siempre estaba cocinando o chismeando en algún otro terreno. Ahorita me acuerdo de mi jefa y no me imagino a mi señora cotorreando con las vecinas. Ni las conoce, y ya ni porque nomás hay una barda entre casa y casa. Antes, ¡un jodido terrenote y ve! A veces hasta se cruzaba el canal nomas pa´ ver como estaba doña Alicia, doña Armida o quien sabe cómo se llamaba la viejilla esa que hacia los tamales pa´ las navidades y pal día del año nuevo.
Vaya que hablaban las doñas, las pocas veces que acompañaba a mi jefa, donde siempre iban involucrados también los tamales, me tenía que aguantar y comerme una de aquellas pláticas cuando lo único que yo quería era comerme unos tamalitos. Y si eso vale madre, ¡más vale madre cuando ya comiste! Uno es de ahí del campo, pero tampoco te vas a retirar así como así y que todos se den cuenta. Si hasta en esos niveles hay niveles, y como así, con mi madre ahí. Ya sabía yo como me iba si se me ocurría hacer semejante pendejada de irme así como así cuando las señoras están todavía platicando.
Salías todo enfermo de la casa de la doña esa que no sé cómo se llamaba. Las más viejas son las que lideran la conversación, y debo admitir que a veces también miraba que mi jefa sufría un poquito con todo ese verbo mareador. Siempre había algún primo, tío, sobrina, yerno, amigo, o quien se te ocurra, que estaba enfermo. De eso hablaban las doñas, y te juro que no se si haya sido cierto todo lo que decían, pero de ley, ¡de ley! Siempre había alguien ya en las ultimas o muy enfermo de cosas que yo ni entendía, y que seguramente ellas tampoco, pero te lo juro que nomás de escuchar semejantes síntomas uno hasta se sentía gacho.
Antes de un tamal todo era soportable. Mientras te los comías importaba ¡madres! de que estuvieran hablando. Ya que estabas lleno todo se ponía pesado, y mira que con la panza a reventar, y con las platiquitas esas de enfermos de milagro no te vomitabas.
Aunque los tamales eran de lo mejor que se podía encontrar, lo mejor, así, lo mejor, eran los dátiles de don Marcelo, tenía una palmera grande, enorme la condenada, y todos los gorrones íbamos a pedirle un costal de dátiles cuando era temporada. Las doñas se peleaban por llegar con don Marcelo, y primero que nada pa´ encontrarlo. Siempre le quise robar unos, pero el viejo tenía escondida la escalera en quién sabe dónde. Fue su secreto mejor guardado hasta que se empezó a usar lo de ponerle cercos a las casas.
Con mi abuelo me llevaba muy bien, ¡uh! Se me viene el recuerdo del viejo y me da ternura y miedo. Eso de que hacíamos lo que queríamos se nos acababa si andaba cerca el viejo. Nomás nos echaba un ¨ ¿Eh, ya se calman o qué pues?¨ con el vozarrón que tenía y todos queditos, nos íbamos a hacer desmadre a otro lado.
Mi abuelo tenía un pick-up Ford, de esos viejos que si los chocas ahorita no les pasa ¡ni madres! Nos subía a todos los chamacos e iba y nos aventaba a otro rancho que estuviera lejos, bueno ni tan lejos, pero en aquel entonces pa´ nosotros era lejos. Iba y nos aventaba a donde había un árbol, pino salado, era el único árbol que te sabía identificar en aquel entonces, ya que conocí otros me di cuenta que esos árboles están bien feos, pero como nos divertimos jugando con en la sombra que hacía con tremendas ramas que le crecían pa´ todos lados.
A veces ya de vuelta iba y nos recogía. También, nomás rara vez, que mi mamá nos pidiera un favor o algo así me iba con él en la cabina, en el asiento del copiloto, y cuando íbamos por el bordo del canal siempre me decía que bajara el vidrio y me quitara el cinturón. Era pa´ qué, si nos llegásemos a caer al canal con todo y pick up, alcanzar a librarla. Decía él que muchas muertes se podían evitar si uno pensaba con sentido común. Él sabía más de eso que yo, pos si él vivió en el campo toda su vida, yo en cuanto crecí poquito más me fui, pero a él le toco ver de todo. Si hasta dice que una vez le cayó un rayo bien de cerquitas, qué estaba sentado en una silla de metal que de milagro no le cayó directo a él. ¨Se me chamusco el sombrero¨ decía.
Todo era bien diferente con el viejo. Era misterioso. Nadie le conoció nunca el número de mujeres con las que andaba al mismo tiempo, lo que si supimos es que igual que mi papá, le quitaba tiempo para estar conmigo y con mi mamá.
En los días más calientes del verano, había partes de los canales donde te podías meter a bañar. El abuelo decía que cada vez era más peligroso, y tenía razón, metete ahorita y te quiero ver. A fuercitas sales de ahí enfermo, o con hongos, o yo que sé. Como que a la raza ya no le importa fíjate. De ahí riegan lo que se comen y ni así.
Ahorita ya no hay nada de eso. En cuanto pude también saque a mi jefa de ahí, que sigue más viva que uno, no te creas. Con todo y todo todavía íbamos a meternos allá al pinche terregal para irle a comprar sus tamalitos a la sobrina de la doña esa que te decía que no sé cómo se llama. Si ya me acorde porque me aguantaba tanto ahí con las doñas. La sobrina siempre le ayudaba, estaba igual de morrilla que yo. Estaba bien chula. Todavía esta chula. Ahorita es mi esposa, seguido volvemos, nomás pa´ acordarnos. Nomás pa´ saludar a toda la gente que conocemos de ahí ya de años, ¡pero de añales!
Todavía se pueden comprar ahí dátiles, nomás que ahora en vez de llevar tú costal ya te los dan en caja. Todavía se puede ir a la sombra que dan los arboles de pino salado, sentarte, bajar una hielerita del carro y ponerte a tomarte tus cervezas. Todavía les digo a mis hijos que bajen los vidrios y se quiten el cinturón cuando andamos por el bordo del canal. Imagínate, si con las ventanas viejitas se moría uno, ahora con las eléctricas ta´ más cabrón. Si yo a mis hijos los quiero, y los cuido. A los de mi esposa, y a los de mi anterior esposa también.
¿CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO? : «Al norte del norte». Publicado el 4 de enero de 2015 en Mito | Revista Cultural, nº.29 – URL: |
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