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Mito | Revista Cultural
Opinión

Una lectura foucaultiana de la sexualidad occidental (I)

Por Juan Carlos González Caldito el 10 octubre, 2014 @JuanC_Gonza

Nosotros, todavía victorianos

La sexualidad en la que occidente se ve fatalmente sumida tiene sus orígenes en las prácticas normalizadoras de la burguesía, cuya finalidad consistía en determinar, categorizar y controlar el placer para asegurar la producción y la reproducción.

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Poco o nada nos creeríamos si nos dijeran que nosotros, hombres y mujeres occidentales del siglo XXI, somos individuos que vivimos bajo la sombra de la época victoriana. Unos se negarían, otros se sorprenderían y algunos no entenderían nada, puesto que decir que el cuerpo humano existe en y a través de un sistema político estaría, no sólo tirando por el suelo las concepciones de género, tan problemáticas en nuestras culturas, sino también la misma cuestión de la sexualidad y sus determinaciones sociales y ontológicas tal y como tradicionalmente las hemos entendido.

Escribía Michel Foucault en su libro Historia de la sexualidad. La voluntad de saber que a comienzos del siglo XVII eran todavía corrientes los discursos sexuales sin mesuras ni excesiva reticencia, siendo normales los «gestos directos, discursos sin vergüenza, trasgresiones visibles, anatomías exhibidas y fácilmente entremezcladas, niños desvergonzados vagabundeando sin molestia ni escándalo entre las risas de los adultos»[i]. Continuaba diciendo que los cuerpos se pavoneaban sin un control estricto que los controlara y determinara. Sin embargo, tal laxitud se vería totalmente transformada a partir de la era victoriana, donde la sexualidad quedaría sitiada dentro de los discursos legítimos, encerrándola en la función reproductora, las determinaciones corporales y las categorizaciones sensuales sometidas e instruidas para los intereses económicos y políticos, pero también hereditarios y de casta.

Etiquetas lavaboEtiquetas de lavabo

La “época victoriana” ha sido catalogada como una parte de la historia del Reino Unido que marcó la cúspide de su revolución industrial junto con el imperio colonialista británico, pero también por crear una sociedad exacerbada de moralismos y disciplina, con rígidos prejuicios y severas interdicciones legisladas y ejecutadas por las instituciones que se dedicaron a elaborar discursos de sexualidad como nunca los había habido en el mundo occidental. Ni siquiera el poder de la Iglesia, tan dura en sus mensajes moralistas y de castidad, había conseguido lo que tan rigurosamente logró la era victoriana:  problematizar la cuestión del sexo hasta convertirla en una prioridad política que transformaría los cuerpos a sus intereses socio-económicos, llegando a bautizar como degenerados y anormales a todos aquellos que escaparan de sus clasificaciones interesadas.

Es altamente dudoso pensar que la revolución industrial y los discursos de sexualidad construidos en ella puedan considerarse como dos situaciones paralelas, por lo que nos da motivos a pensar que ambos intereses y éxitos no fueron ni gratuitos y menos todavía casuales, sino que uno fue condición de posibilidad del otro. Este debate ha sido tan interesante a lo largo del siglo XX que, de la mano de las teorías marxistas, se llegó a sentenciar que el auge económico que vivió Occidente a partir del siglo XVIII, extendiéndose hasta el XIX y más allá, sólo fue posible gracias a la represión de los cuerpos, pasando necesariamente por el saber y el control de la sexualidad, ya sea en la creación de lo que hoy conocemos como hombre y mujer, como en el control demográfico de la población. Nosotros consideramos legítima la defensa marxista de que el control sexual y el capitalismo forman parte del orden burgués, aunque creemos que también cae en errores dialécticos, como de alguna manera señala Michel Foucault.

Michel FoucaultRetrato de Michel Foucault. Thierry Ehrmann

Como bien sabemos, la tesis marxista sobre la sexualidad reza que el triunfo de la burguesía se debió al control de los cuerpos para mejorar sus capacidades de producción sometidas al industrialismo capitalista. Este modelo es el que caracteriza la época victoriana, pero dichas prácticas no fueron cometidas única y exclusivamente en el Reino Unido, sino que trascendieron sus fronteras hasta llegar a todos los lugares en que Occidente había estado presente. Seamos breves: la época victoriana tiene un sentido histórico que concierne al extenso reinado de Victoria I (1837 – 1901), pero también tiene un significado político-social y, porqué no, existencial, en la medida en que los individuos inmersos en tales políticas viven su corporalidad y vida a través de ellas.

Escribía Marx que «la esencia humana no es algo abstracto e inherente a cada individuo, es en realidad, el conjunto de las relaciones sociales»[ii]. Así, el cuerpo humano y sus voliciones no pertenecen a un mundo abstracto, ideal y objetivo que viene dado per se como una esencia, sino que consiste en una construcción que se hace a través de la interacción con los otros individuos, a la cual podemos llamarla “política”. A su vez, las tesis marxistas definen el trabajo como la esencia del hombre, es decir, aquello inherente a los individuos en la medida en que es partir del trabajo que se realizan y desarrollan las posibilidades de las personas[iii]. El trabajo es, por lo tanto, el factor responsable de la domesticación del cuerpo y de la moral social del hombre, ya que es gracias a él que se ve condicionada su modificación, siendo la producción más efectiva si los cuerpos responsables de llevar a cabo las tareas industriales están más adecuados a las necesidades de las labores. Así, es a través de la política que las relaciones sociales se gestionan, ya sea gestionando la interacción entre los individuos, como legislando sobre la economía del trabajo y sus reglas.

Es ahora cuando podemos afirmar que los valores ideológicos son los que potencian los intereses socio-económicos y que, de alguna manera, la ideología acaba por condicionar, no sólo el trabajo de las personas, sino también sus vidas, hasta el punto que el cuerpo de los mismos es vulnerable a los cambios y decisiones que, desde la política, se toman, construyendo el cuerpo y su concepción a partir de los intereses económicos y políticos. El cuerpo humano existe en y a través de un sistema político determinado y, a su vez, en el que está sumido y encerrado, no sólo determinando y categorizando sus funciones corporales para la producción industrial, sino también las relaciones sociales, creando una existencia subordinada a tales intereses.

Muralismo mexicanoMuralismo mexicano

Hace tiempo que Occidente navega por el modelo de producción capitalista en el que los cuerpos son concebidos y tratados bajo los intereses productivos de la voluntad económica de la acumulatividad y consumo. Sin embargo, aquello que caracterizó histórica e ideológicamente a la época victoriana, estandarte de dicho modelo productivo, fue su capacidad de responder a una nueva necesidad productora que tenía que atender a las necesidades de una masa popular, jamás antes conocida, que demandaba una producción inaudita. Para ello, se requería rapidez y eficacia y de ahí que fuera necesario instruir unas reglas para el cuerpo y los nuevos espacios donde se llevaba a cabo la producción, instaurando, así, una identidad funcional para la motricidad del cuerpo humano. El control de la corporalidad pasaba por el estudio y descubrimiento de la misma y ésta daba como resultado la determinación de las necesidades motrices para poder llevar a cabo la producción que el sistema requería. Dicho en otras palabras, se desplegó un complejo dispositivo que estudiaría el sexo y la sexualidad en todas sus posibilidades y significados para destapar y desvelar los secretos que, por escaparse, dificultaban la potenciación de la producción industrial y el orden social, éste pensado para la misma producción, oprimiendo y reprimiendo los cuerpos para someterlos al orden del capitalismo industrial.

Parece ser que la concepción del sexo en Occidente ha padecido una rigurosa represión desde la aplicación de sistemas de control y producción debido a que se lo ha considerado incompatible en relación a la dedicación al trabajo general e intensivo. Es decir, que el sexo, más que una virtud, ha sido considerado un problema desde la modernidad ya que su indeterminación permitía una libertad contraria a las tareas de producción en la medida en que el placer sexual es, ante todo, un interés particular que escapa de toda dominación: el placer, como interés personal, se escapa del interés general de la producción industrial y del orden social. De ahí la justificación teórica de la tradición marxista, según la cual el control del sexo se debe a la mezcla entre moralidad y capitalismo para tener que reprimir sexualmente a los individuos con el objetivo de alcanzar la producción deseada y el orden social impuesto desde la burguesía a la clase trabajadora.

El discurso tradicional del marxismo se postra, pues, como una evidencia y de ahí que la liberación sexual pueda significar una rebelión contra la represión al intentar posicionarse fuera del control y, por lo tanto, al margen del poder, haciendo así tambalear la ley. De alguna manera, gran parte de la creación artística del siglo XIX y XX se ha dedicado a transgredir las reglas establecidas por el orden moral y político, incluyendo con ello las represiones sexuales. Esto ha contribuido al desocultamiento del sexo con la intención de despojarlo de toda represión, convirtiendo lo que se consideraba “pervertido” como herramienta de lucha contra el sistema que, como parecer ser, la burguesía había instaurado en la sociedad. Ejemplos artísticos a lo largo de los siglos XIX y XX existen muchos y muy variados, como el marqués de Sade, Oscar Wilde, George Bataille o el pintor Egon Schiele. Pero no sólo tenemos ejemplos artísticos, sino también movimientos sociales reivindicativos, como la homosexualidad en sus diferentes vertientes, cuyo cometido revolucionario contra el sistema capitalista ideado por la burguesía se opone a las determinaciones heredadas, intentando así romper las leyes de control y manipulación.

Egon Schiele, Mujer desnudaEgon Schiele (2012), Mujer desnuda

Siguiendo la línea de aquellos artistas, pensadores y movimientos que se revelaron contra la represión y la moralidad de la burguesía dominadora, sostenemos que nuestra sociedad occidental, heredera del capitalismo industrial, produce la verdad del sexo a partir de la confesión y no del placer, es decir, desde la ciencia sometida al interés económico y no al saber del interés sexual para potenciar el placer. Así, mientras otras sociedades, como por ejemplo China, Japón, India o Roma, gozan de un ars erotica donde la verdad es extraída del placer, nosotros disponemos de una ciencia sexual que construye la verdad del placer a partir de la confesión de otras experiencias para alcanzar la identidad sexual a partir de la instrucción de otras opiniones que se postran como verdad. Un ejemplo muy simbólico: la homosexualidad ha sido tratada a lo largo de dos siglos como una enfermedad, una degeneración que había que curar, pero que se llegaba a ella tras la revelación y la determinación de dicha condición; hoy, para un amplio sector de la población, la condición sexual ya no es considerada ninguna degeneración, pero mantenemos un punto en común con aquella forma de pensar, que seguimos construyendo la identidad sexual a partir del descubrimiento, como si la sexualidad tuviera como finalidad única y exclusivamente la determinación de la identidad. Es lo que Foucault llama “la sociedad de la confesión” en la medida en que se busca la relación fundamental con lo verdadero del examen de uno mismo, es decir, que a través de la confesión se posibilita el descubrimiento de la identidad sexual.

A diferencia de la ars erotica, que viene de lo alto, la confesión proviene de abajo, es decir, nuestra sabiduría sexual no proviene de un magister como en la ars erotica, sino del aprendiz que al escuchar la confesión puede llegar a conocer aquello que se le oculta. Esta forma no se da única y exclusivamente desde el confesante al confesor en forma de diálogo, sino que tiene varias formas: interrogatorios, consultas, relatos autobiográficos, cartas, etc. Todo se registra, se publica y se comenta, haciendo de las revelaciones sexuales un interés propio de los individuos. En nuestra actualidad, que parece tan alejada de lo expuesto, sigue triunfando la confesión como modo de descubrimiento de verdades, ya sea en la novela erótica como en la pornografía: sus discursos suscitan, más allá de la excitación, la pregunta por nuestra identidad. Así, la confesión se postra como la primera técnica de producción de la verdad sexual, ya que el interés sexual es interrogado y problematizado bajo la sombra de la pregunta identitaria. Contradiciendo en parte la teoría marxista, no existe una represión hacia el sexo, sino un ansia de conocer, de determinar, en definitiva, una voluntad de saber sobre él. Eso sí, con la finalidad de controlar, manipular, de ejercer el poder sobre la corporalidad desde la sexualidad, a lo cual sí que podríamos denominar represión, a saber, la represión de la libertad indeterminable y la destrucción de toda alteridad que se oponga a la hegemonía de la identidad.

Es ahora cuando, contestando al discurso tradicional del marxismo, podemos decir que la represión sexual no se originó en las clases trabajadoras, sino en el seno de la misma burguesía, ya que ésta reconoció su sexo como importante, frágil, un tesoro digno de conservar y, por ello, de una imperiosa necesidad el ser conocido, pero no para el placer del mismo, sino para su “instrumentalización”. En otras palabras, el sexo fue a la burguesía lo que la sangre a la aristocracia, ya que la preocupación genealógica viró en preocupación por la herencia, convirtiendo la alteridad sexual en un problema debido a que supone una indeterminación incognoscible.

Alan Maley, ArmoníaAlan Maley, Armonía

La clase burguesa del siglo XVIII y XIX consideró la longevidad del cuerpo como el garante de la progenitura y la descendencia de las clases “dominantes”. Dando una vuelta a las teorías marxistas, la “represión” del sexo no empezó practicándose en las clases bajas de las sociedades industriales, sino en las altas, en la burguesía como medida de procurar y asegurar la continuidad de la casta dominante ante los peligros derivados del sexo y el placer indeterminado. En otras palabras, se intentó eliminar de la casta burguesa aquellos indicios de alteridad que supusieran un peligro a su identidad y, consecuentemente, a su hegemonía.

Con la burguesía y sus ansias de conservación, el sexo y la sexualidad se reducían a la función reproductora y la conversación del sistema de producción, endemoniando todas las otras posibilidades al no contribuir al orden y necesidades del capitalismo industrial, y cuanto menos al mantenimiento de la casta: la familia binaria papá/mamá se erguía como el modelo único a perpetuar, legislando para ello. Prueba de ello son las instrucciones de castidad, el anti onanismo o la curación de la mujer ociosa e histérica a través de instituciones a las que sólo la clase adinerada podía asistir: la escuela y los centros sanitarios. Era necesaria, entonces, proveerse de una sexualidad, de un cuerpo específico, de un cuerpo de “clase”, dotado de salud, higiene, descendencia, etc. La clase burguesa se dotó de un cuerpo y una sexualidad para asegurar su perennidad, excluyendo, marginando y denigrando todas las otras posibilidades sexuales: la identidad heterosexual, familiar y de pureza sexual serían los patrones a seguir.

Esta determinación de los cuerpos respondía a la necesidad hereditaria y no a la necesidad del placer. No obstante, y como bien sostiene en una carta dirigida a una feminista el protagonista de Los cuadernos de Don Rigoberto de Mario Vargas Llosa, la creencia de que los sexos humanos son dos, femenino y masculino, es justamente eso, una creencia que se formó dentro del seno burgués con el ansia de la hegemonía de su poder. Nosotros, no sólo nos hemos creído el discurso burgués al pensar que hombre y mujer existen gracias a su sexo, sino que hemos ido más allá de la creencia al legislar a través del retrato de la imagen binaria que del sexo hemos heredado.

Hermaphrodite, BerniniHermafrodita durmiendo (1920), de Gian Lorenza Bernini. James Diedrick

A día de hoy, el mero hecho de hablar de sexo da un aire de transgresión deliberada, lo cual nos da señales de que la represión sobre él ha sido una losa de la que todavía nos tenemos que liberar. Prueba de ello es la existencia de leyes, políticas y éticas que siguen girando entorno a la concepción determinante de los cuerpos, los cuales no están construidos a partir del placer, sino desde el conocimiento de la sexualidad, del conocimiento que nos hace ser lo que somos. La línea de la época victoriana se ha extendido a través de nosotros, no sólo al no romper la construcción binaria de hombre y mujer, sino al crear nuevas categorizaciones (homosexualidad, heterosexualidad, bisexualidad, etc.) que no escapan del conocimiento de la misma: todavía creemos que tenemos que descubrir nuestra sexualidad, en vez de hacernos responsables y creadores de ella. Nosotros, ciudadanos modernos del siglo XXI, seguimos viviendo entre la intolerancia de la libertad sexual y el miedo al placer por el placer, construyendo nuestra identidad sexual a partir de la determinación de los cuerpos y la categorización de los placeres.

Sin embargo, siempre hay esperanza para la libertad y por ello abogamos porque la corporalidad y la libertad individual sean los garantes del placer sexual, más allá de toda determinación sexual. Ya no necesitamos de un ars erotica propia como cultura, pero tampoco podemos concebir que la concepción determinante de la sexualidad construya nuestra corporalidad. Las diferencias y las imposiciones por parte del poder conviven siempre entre nosotros, pero siempre tenemos la posibilidad de cambiar la situación. Por eso creemos que si dejamos de ver la sexualidad como una fatalidad a la que se llega descubriéndola y la concebimos como una posibilidad de acceder a una vida creadora, podamos entonces elegir libremente la sexualidad que construya nuestra identidad acorde a nuestros deseos y placeres: cuando la confesión, la revelación y el develamiento son los medios de instrucción sexual que nos permiten “descubrir” nuestra identidad sexual como regla universal, entonces podemos decir que nosotros somos todavía victorianos.

Para continuar con la segunda parte, haga click aquí.

Portada: Marcha contra el matrimonio gay en Paris 2013


[i] FOUCAULT, Michel: Historia de la sexualidad, Vol.1. Siglo Veintiuno de España editores. Madrid, 1998.

[ii] MARX, Karl: Tesis sobre Feuerbach y otros escritos. México, Grijalbo, 1975.

[iii] «Lo que de antemano distingue al peor arquitecto de la mejor abeja es que aquél ha construido la celdilla en la cabeza antes de construirla en cera. Al fin del proceso del trabajo surge un resultado que ya que éste opera en un cambio de forma de la materia prima; él realiza en ésta al mismo tiempo su finalidad, que él conoce y determina como ley el modo de su obrar, y a la cual tiene que subordinar su voluntad». MARX, Karl: El Capital. Crítica de la economía política. México, Siglo XXI, 1991.

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Juan Carlos González Caldito

Nacido en Igualada (Barcelona) en 1987, es licenciado en Filosofía por la Universitat Autònoma de Barcelona, becado Erasmus en la Université de Caen Basse-Normandie, magister en Filosofía teórica y práctica por la UNED, centrado en Historia de la Filosofía y Pensamiento Contemporáneo, y magister en Profesorado de Educación Secundaria en la Universitat de Barcelona. Docente de filosofia en secundaria y especialmente interesado en la filosofía, historia y política moderna y contemporánea. Colabora en otros medios como Infoanoia, prensa local de su ciudad natal, Iniciativa Debate y Reflexiones Marginales Revista de Filosofía, así como a publicado en otras revistas filosóficas. Autor del libro La filosofía trágica de Nietzsche. Ontología del espíritu libre (descargable gratis en http://arkhe1.emiweb.es/)

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