Por Patricia Fernández Martín
El lector de teatro que se acerque a las páginas de Último sujeto (Ed. Anagnórisis, 2012) no se va a encontrar con la típica trama policíaca de despiadados psicópatas. No. Va a acceder a un texto con mucho fundamento intelectual (food for thought, como dirían algunos anglófonos), en el que la superposición entre, por un lado, una exquisita documentación que incluye declaraciones reales de asesinos en serie y las últimas investigaciones sobre psicología conductual y, por otro, la intriga creada con la aparición de dos mujeres en una sala de despiece abandonada, irán dando al posible espectador las pistas necesarias para deshacer el enredo de una trama que, presentándose como un thriller, acaba mostrando la cara oculta de un más que verosímil drama sociopolítico.
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No de otra forma puede entenderse la aparente metáfora del secuestro y las ulteriores vejaciones a que son sometidas las muchachas. Y es que esta obra es ante todo una crítica a un sistema estructural en el que, partiendo de la idea de una absoluta libertad del individuo, subrepticiamente se intenta, como señala en el prólogo el consolidado dramaturgo Fermín Cabal, maestro del autor, “someter la voluntad ajena, fin último de la política envilecida por la casta que parasita las democracias occidentales contemporáneas”.
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Por esto no cabe extrañarse de la angustia que acecha al lector al percibirse inserto entre las líneas. Angustia que acaba convirtiéndose en verdadero miedo. Miedo a reconocer en la ficción más de una historia real. Miedo a contemplar la verdad en palabras de personajes inventados.
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Miedo a ser controlado por el Silencio, hacedor de cómplices tan culpables como los delincuentes. “Criminales reales, psicópatas, nombres que la historia recuerda a pesar de haber olvidado el de sus víctimas…”. Pánico a comprender que quien tiene el poder es quien controla las palabras. Terror a entender que acallar a las víctimas puede volverlas invisibles.
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Y todo ello embebido en un juego formal entre lo aristotélico y lo brechtiano, que contribuye a fomentar ese miedo a lo desconocido, a lo ignorado, a lo que no se puede abarcar. Miedo a que el texto se diluya entre las manos sin poder aferrarlo. Miedo a ser el último lector de una obra que puede iniciar lo que el mismo autor denomina teatro cubista.
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Miedo a pensar que uno mismo necesita entender lo que perciben sus ojos para poder controlarlo. “Si conseguimos comprenderle podremos dominarle.” Miedo a formar parte del patológico juego y convertirse así en uno de ellos. Terror a contemplarse en el otro y no saber reconocerlo. Pavor a que el libro se diluya ante nosotros y se convierta en un mudo compañero de viaje. Porque “¿quién se atreve a decir que no teme tener miedo?” ¿Quién… que no teme, en fin, al propio miedo?
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