Es necesaria una revolución ética que ponga en cuestión nuestra propia conducta con los demás, ya que la consecuencia de una revolución ética es una revolución política.
Vivimos tiempos convulsos, tiempos en los que parece ser que lo indiscutible, lo que parecía que era hegemónico empieza a tambalearse. Los gritos ciudadanos que ocuparon las plazas, las calles, los locales, instituciones y rincones se han encontrado y se han reconocido. Ya no viven escondidos ni agazapados, bajo el umbral de los libros ni de las ideas ilusorias, de las falsas esperanzas y tiempos pasados, de discursos vacíos y cansados, sino que se encuentran a menudo y forman barricadas intelectuales, discursos beligerantes que reprochan a las viejas políticas el impedir un nuevo mundo. Ciertamente, el mundo está cambiando, y a marchas forzadas: un nuevo paradigma se está construyendo. Pero es tan nuevo que todavía no tiene forma, color ni nombre. Es un nuevo mundo que está matando al viejo, es una sociedad que está despidiéndose de su pasado, pero no a golpes de leyes, sino a pasitos humanos. Estamos ante una lucha que se puede perder pero de la que ya se ha perdido si no se lucha. Estamos ante una revolución, pero no política, ni social, sino ética: una revolución de las relaciones humanas, una revolución del poder.
¿Cómo se puede hablar de Democracia si no se puede cambiar el sistema económico en las urnas? De asfalto, afetos, atos
El poder en las sociedades siempre ha estado en las personas, pues son las personas las que forman las sociedades. Sin embargo, el problema de la pérdida de poder por parte de las personas en nuestras sociedades ha consistido en olvidar que el poder mismo emana de las personas, en vez de encontrarse en lugar alguno ni poseerse. En otras palabras, las sociedades son relaciones de fuerzas realizadas por cada uno de sus individuos, ya sea mediante instituciones, asociaciones, empresas, movimientos sociales, etc. y es a partir de ellas que surgen verdades y acciones, discursos que hacen posible y visible lo que en otros momentos hubiera sido impensable. Es entre ellas que aparece lo que conocemos como poder, es decir, que esas relaciones es lo que comúnmente llamamos poder porque son esas relaciones las que hacen posible toda realidad como posibilidad.
Nuestro problema – y me refiero a nuestras sociedades modernas – es que de un tiempo a esta parte hemos olvidado la esencia etérea del poder hasta creer que existe en un lugar y que alguien lo posee. Hemos creído que el poder pertenece a alguien o a algún lugar que lo suministra, gestiona y administra. De hecho, uno de los mayores errores del marxismo fue pensar que el poder recae en el Estado, incluso como conjunto de instituciones represivas; pero también el capitalismo incurre en errores al pensar que el poder último reside en la economía y su producción. Así, nos lo hemos creído tanto que incluso hemos configurado nuestro mundo como si el poder nos reprimiera, como si el poder fuera algo que se tiene y que, por lo tanto, quien no lo tiene debe someterse.
Hoy sabemos que no es así, y lo sabemos porque hemos puesto sobre el tablero político y social las discrepancias y desavenencias cotidianas, pero sobre todo, las necesidades y propuestas que nos rodean cotidianamente, haciendo florecer el conocimiento de que el poder no es de quien parece poseerlo, ni tampoco de quien parezca cederlo, sino que se encuentra entre ambos: el poder es aquello que se da entre la relación del que somete y el que es sometido. Así, podemos concluir, pues, que el poder no se tiene, sino que es aquello que está entre aquellos que se relacionan, siendo el resultado de una relación, es decir, la relación misma.
Los ciudadanos del siglo XXI hemos constatado, con nuestra carne y nuestras frustradas esperanzas, que las políticas hasta ahora aplicadas, no sólo no nos han ayudado, sino que nos están hundiendo. Un neoliberalismo exacerbado que, por preconizar una no intervención estatal en la economía, necesita intervenir en la misma para que ésta se someta al dictamen de las necesidades bursátiles; un despilfarro energético, consecuencia de una producción exacerbada propia del modelo económico-político neoliberal, que asfixia el ecosistema en el que vivimos, así como destruye civilizaciones y culturas que jamás compartieron el modelo capitalista, ni el modelo neoliberal; y que decir de las cada vez más injustas sociedades que estamos creando, donde la desigualdad pasa de ser algo contra lo que combatir para ser algo que ya empezamos a tomar como normal.
Todo este mundo nos indigna, y nos indigna porque se había luchado fuertemente para que todo lo que nos está ocurriendo no pasara. Creímos ciegamente en la esperanza de un mundo en el que se acabarían las guerras definitivamente, y del mismo modo que pensó el filósofo Kant, empezamos a construir un mundo globalizado donde la paz perpetua vendría dada a través de la economía del comercio por una razón muy simple: ningún Estado tendría interés en realizar la guerra a otro Estado cuando compartieran intereses económicos por el mero hecho de que los mismos Estados serían de interese primordial para todo comercio. En cierto modo, esto se cumplió, porque nunca hubo tanta paz dentro de las fronteras europeas después de la Segunda Guerra Mundial. Pero que ilusos, no nos engañemos, porque la guerra no se fue, simplemente se cambió de vestido: dejó de librarse en otros Estados para realizarse dentro de los mismos mediante la palabra y la legislación propia de la política y obligó a los ciudadanos a salir a la calle a reivindicar lo que es suyo, lo que la política de unos pocos les quitó.
Per reflexionar. Anna
El militar prusiano Carl von Clausewitz decía que la guerra es la continuación de la política por otros medios, pero tal vez deberíamos invertir la frase y pensar que la política es la continuación de la guerra por otros medios. Desde Aristóteles, hemos creado una tradición que se basa en pensar que los seres humanos son racionales y que, en consecuencia a ésta premisa, actúan racionalmente. Esto quiere decir que antes de hacer la guerra decidimos solucionar nuestras contiendas mediante la palabra. Éste parecería el ejercicio característico y tradicional de la política. Sin embargo, muchas evidencias nos podrían constatar que ni el ser humano es un ser racional, ni que la política es el modo de solucionar las contiendas mediante la palabra.
En cuanto al ser humano, podemos decir que usa la razón, es decir, que hace uso de ella y que, gracias al uso de la razón es capaz de todo cuanto nos puede maravillar de ella. Pero a la vez, la misma razón es la responsable de cuantas atrocidades humanas conocemos a lo largo de la historia. De alguna manera, lo que hace la razón es ponerse al servicio de un tipo de ética y, a partir de ahí, actuar de una manera o de otra. Así, la política es la continuación de la guerra porque si fuera al revés, a saber, que la guerra fuera la continuación de la política por otros medios, entonces estaríamos diciendo que gracias a la política podríamos solventar problemas de formas no impositivas sino reflexivas y, por lo tanto, escuchando al otro, incluso a quien es nuestro enemigo. Pero lejos de eso, la política que hemos conocido mayoritaria y hegemónicamente, no se ha dedicado a escuchar a los contrarios, sino a actuar sobre los contrarios, ya sea para convencerlos o para excluirlos, incluso para exterminarlos. Y es que la guerra se basa en imponer al enemigo las exigencias de uno mismo, por encima de la vida si es preciso. Pues buen, la política no está nada de lejos de eso, sino que juega el mismo peso: lo que en la guerra no se pudo llegar a hacer, se hace mediante la política. En definitiva, los perdedores de una guerra se someten al dictamen de los vencedores, responsables de la política, porque de lo contrario la respuesta es la muerte. Y el sometimiento es, sin ninguna duda, la eliminación de la libertad de expresión, de la libertad de pensamiento, en definitiva, la supresión de la propia existencia como tal. Por eso decimos que la política es la continuación de la guerra: lo que la guerra no pudo llevar a cabo se tornará tarea de la política, a saber, eliminar al enemigo, al otro mediante el sometimiento.
Immanuel Kant, Berlín, 1798. Emanuel Bardou (1744-1818). Marcus Bleil
Si hay algo que podemos decir es que la razón, o la racionalidad, actúa acorde o bajo la luz de una ética: dependiendo de la ética, tendremos el razonamiento. Decía el filósofo Emmanuel Levinas que la ética es anterior a toda ontología porque es mediante la relación con los otros que podemos empezar a cuestionarnos a nosotros mismos, siendo esa cuestión no una pregunta existencial, sino una cuestión situacional. En otras palabras, es gracias al otro que podemos saber que estamos y que somos, porque si no fuera por esa relación, no habría reflexión, cuestión ni sospecha de nuestra acción y, por lo tanto, de nuestra existencia. Así, lejos de ser el sujeto el que se da la posibilidad de autodefinirse, de autoconstruirse ontológicamente, es el otro, en la medida en que es el otro quien pone en cuestión todo lo que somos o creemos ser. Es, por lo tanto, una relación ética antes que ontológica porque mientras la ontología se dedica a investigar y cuestionar sobre el ser, lo que nos hace ser lo que somos, la ética, que se dedica a estudiar la conducta del ser humano, aparece gracias a la relación entre dos seres. Y es que la alteridad, aquello que se escapa de toda definición posible, es capaz de poner tan en cuestión aquello que somos que, al hacerlo, la pregunta sobre lo que somos nos otorga la existencia.
Como decíamos, la razón, o la racionalidad, actúa acorde o bajo la luz de una ética. Es cierto que la ética se da por el inicio relacional entre dos seres, pero es a partir de esa relación que surge la determinación de la conducta y la definición existencial de uno mismo. Por lo tanto, la razón responde posteriormente a esa relación y, dependiendo como sea esa relación, racionalidad actuará de una manera u otra, pudiendo así definirla y entenderla de una manera u otra. Nosotros nos podemos atrever a decir que la ética occidental, a pesar de aparecer gracias a la relación entre dos seres, entre uno y otro, su caracterización ha sido más a menudo negar y aniquilar la alteridad (ya sea controlando, clasificando o, simplemente, ejecutando), que de escucharla y darle voz. Así muchos ejemplos, como las colonizaciones por parte de los europeos (aniquilación y control de los “diferentes”, de la alteridad), la exclusión y marginalización de los denominados “anormales” e “ilegales” (CIE, campos de refugiados, manicomios, guetos, etc.) o el caso más extremo: el genocidio, que es la aniquilación o exterminio sistemático y deliberado de un grupo social por motivos raciales, políticos, religiosos, etc., es decir, el exterminio de aquel que no es el Mismo que quien extermina, sino el Otro, el diferente. Por ello, tal vez deberíamos pensar como fue posible el holocausto nazi, ya que no fue el nazismo quien se inventó el antisemitismo, sino que lo llevó hasta sus últimas consecuencias.
Cambiar esa ética, esa relación con las personas es lo que subyace en el fondo de toda revolución política, es lo que permite pensar en un mundo nuevo. Pero para poder realizar tal revolución ética, primero hay que tener, como decía Kant, leyes que no sean duras con los individuos, sino que les permitan actuar de forma correcta para con las otras personas, porque si las leyes son injustas con los individuos, éstos mismos acabarán actuando injustamente entre ellos debido a la estrechez moral que posibilitan las leyes injustas. Y es que las leyes tienen la capacidad de determinar parte de nuestra existencia, pero también parte de nuestra conducta y, por lo tanto, de nuestro futuro.
Barracón, Auschwitz-Birkenau. Carlos Capote
Hoy nos encontramos en que las leyes de los Estados, lejos de buscar la concordia entre los individuos y aquello que nos permita llevar una buena vida, parece ser que nos oprime bajo el yugo de la deuda y de una economía inamovible y eterna, como si de un dios se tratara, supeditando los intereses de unos pocos a las necesidades de muchos: las leyes de los Estados occidentales actuales no están pensadas tanto para alcanzar la concordia, sino para obligar, ante todo, a los ciudadanos a realizar sus obligaciones más que sus derechos, obviando las necesidades humanas al supeditarlas a los intereses económicos de muy pocos. Por ello, las leyes son injustas, y su injusticia no viabiliza una buena conducta entre los individuos, sino una conducta competitiva: la ética, la relación entre los individuos, no está pensada tanto en cooperar, sino en derrotar. La racionalidad occidental sigue siendo la de la exclusión de la alteridad, porque la alteridad pide atención, compasión, cooperación, en la medida en que no está definida y que, como alteridad, como lo otro que es, está al margen de los poderes hegemónicos y más allá del olvido de los individuos. De alguna manera, la alteridad es tan excluida que se la margina.
A pesar de ello, los ojos de las personas, que viven cotidianamente la necesidad de las otras personas, el día a día en el que es necesario compartir y cooperar con las personas que convivimos, no están ciegos. Esos ojos saben ver que en el fondo, esa mala conducta no es un determinismo del ser humano, sino que es la consecuencia de unas malas leyes, tan injustas que avocan a las personas a la mala acción para poder sobrevivir unos minutos más. Eso quiere decir que sabemos que el mundo en el que vivimos lo hemos hecho nosotros, y que si existe la injusticia, no es porque sea inexorable ni debido a un castigo divino, sino por un descuido humano: es causa de una manufactura humana. Y saber esto es lo mismo que saber que toda nuestra realidad podría ser otra si quisiéramos, ya que la realidad social es una realidad que depende, en todo momento, de las decisiones humanas. Realmente podemos cambiarla, pero para ello hay que querer.
En los artículos de los meses pasados titulados ¿Caminando hacia un mundo nuevo? (I), (II), (III), pusimos evidencias de que algo nuevo en el mundo está pasando y, por ellos, nos cuestionábamos si estábamos caminando hacia un nuevo mundo. Mirábamos al 15M como el estallido de una posible revolución, como si pudiera ser el final de un mundo y el inicio de un paradigma nuevo, así como también veíamos como en países latinoamericanos esa alternatividad política había empezado a caminar. Pero lo que no dijimos es que, en el fondo de esos cambios políticos, lo que había habido era una revolución ética precedida por una indignación, ésta frecuentemente provocada por leyes injustas, por leyes tal vez con apariencia democrática, pero con finalidades despóticas y mercantilistas. Hoy no podemos decir que estemos en un nuevo paradigma, en un nuevo mundo, pero creo que deberíamos de tener el valor de decir que lo que sí que estamos haciendo es cerrar una etapa.
Los cambios políticos neoliberales de las últimas décadas están llevando a los Estados a crear leyes que no responden a las necesidades de las personas, sino a las necesidades de la economía. Esta forma de hacer política está llevando a extremos crueles de la humanidad donde la convivencia se trunca por las pequeñas y grandes acciones injustas que comentemos para poder seguir viviendo. Pero a su vez, tanta injusticia se transforma en un hartazgo social e individual que reclama de una revolución, no tanto política como hemos entendido siempre, sino una revolución ética. Las voces que han padecido la injusticia han chillado a lo largo de toda la vida, pero siempre habían sido acalladas por la violencia o el trabajo. Sin embargo hoy tienen una oportunidad que no se les brindó en el pasado, y esa oportunidad se llama democracia. Es gracias a la democracia que las voces silenciadas pueden hablar, es ahora que el sol y la luz han aparecido tras una larga oscuridad. Por esto mismo no podemos perder la democracia al someterla a los poderes económicos: su pérdida nos supondría el fin de toda ética de la convivencia posible.
Democracia Real Ya Valencia 20M. Sento
La ciudadanía se debe a la democracia como la democracia se debe a la ciudadanía: si una se pierde, la otra muere. Para ello, es necesaria una revolución ética que ponga en cuestión nuestra propia conducta con los demás, ya que la consecuencia de una revolución ética es una revolución política. Así, sólo se puede ir a un mundo nuevo si, previamente, se realiza una revolución ética que reclame una nueva conducta para con los demás. Decía Temístocles que «es preferible hombre sin dinero que dinero sin hombre», y es que cuando el dinero controla al hombre, la libertad del hombre tiene precio, y todo lo que tiene precio se puede comprar. La preferencia de no tener dinero para ser, primero, hombre que mercancía es, ya un posicionamiento ético que requiere de una revolución, cuya lucha es denuncia que incluso nuestras democracias se pueden comprar.
Sin embargo, una revolución ética está puesta en marcha: la guerra por la democracia ha vuelto a Europa y, de ganarla, habrá que continuarla mediante la política. Pero esta guerra no la ganará la democracia si la ciudadanía no abre los ojos y los oídos a aquellos que nunca fueron escuchados: los otros, los diferentes, los marginados. El drama de todo esto es que siempre empieza tras y por la injusticia, como si para caminar hacia otro mundo, primero lo tuviéramos que agotar. Si luchamos por un mundo más justo podemos perder, pero si no luchamos ya hemos perdido, y esta vez la lucha no es contra otras personas sino contra una ideología. Es la lucha contra el dios de todos los hombres, es la lucha contra la dictadura más dura, es la lucha contra la dictadura del capital, es la lucha para cambiar del paradigma, el paso de la lógica del capital a, tal vez, la lógica de lo social.
Imagen de portada: Contra la dictadura del capital. Melderomer Col·lectiu Audiovisual
1 Comentario
Excelente artículo, pienso que necesitamos revolución, ética, política, y estética para lograr una buena vida.