Por Isaac Belmar
Igual que leer, escribir también nos salva. ¿Por qué escribimos? Por utilidad, por arte y porque, en el fondo, nos hace vivir más y ser más. En este artículo se muestran los fascinantes resultados de los estudios dedicados a los efectos de la escritura en las personas y cómo nos hace mejores.
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Hace un tiempo publiqué un artículo titulado: «Leer nos salvará (literalmente)». Trataba de las formas en que la lectura nos ayuda, nos cura, nos hace mejores y, en definitiva, nos salva y lo hace de verdad. Igual que leer, escribir también lo hace. De diferentes maneras, pero lo hace. Pagué una mínima parte de lo que le debo a la lectura con ese artículo, es hora de que compense también a la escritura, que tanto me da. No puedo devolverle todo, pero voy a intentarlo un poco.
¿Por qué escribimos?
Quizá empezamos a hacerlo porque era útil, no lo sé, porque atrapábamos cosas importantes y las olvidábamos menos. Pero enseguida lo útil no nos importó y lo sobrepasamos, como solemos hacer cuando no intentamos destruirnos. Ya contábamos historias mucho antes de saber escribir, eso camina con nosotros desde el principio de los tiempos. Así que cogimos algo útil y enseguida hicimos algo más con eso, hicimos a las historias más inmortales. En definitiva, hicimos arte, algo que no era práctico, pero era mejor.
Anäis Nin respondió antes que yo a esta pregunta de por qué escribimos. Sin duda lo hizo mejor cuando dijo que lo hacíamos por una razón muy sencilla: para saborear la vida dos veces. En el momento y en retrospectiva. Al final, como cuando lees, al escribir lo que quieres es, simplemente, más vida. Y escribir debe ser una vida de verdad, porque como ella, produce momentos de placer extraño y un sufrimiento y un coste que bien conoce el que se ha sentado y «sangrado», que decía Hemingway.
Siempre me ha fascinado la escritura. Mis padres compraron una Olivetti Lettera 42 y, por mi bien, me obligaban a realizar los ejercicios del manual que traía: «as, as, as…» una y otra y otra vez. No tardé en cambiar las repeticiones del manual por historias propias y mis padres lo aceptaron. Es decir, que me dejaron por imposible, como siempre, ya que siempre escribiría por fuera de las líneas del manual. Al final les pareció bien que tecleara lo que fuera y se lo agradezco, porque entonces descubrí que la escritura tenía algo. Tenía poder. Y esa no es sólo una licencia literaria bonita, es algo real, que es de lo que quería hablar/escribir aquí.
Yo era un crío fantasioso. Me gustaban las historias de los viejos magos, que usaban esos alfabetos sagrados, los escribían y eso les otorgaba poder. Eran leyendas, claro, pero en el fondo los viejos magos sabían algo que hemos demostrado hace poco. Que escribir es poderoso y, a lo mejor yo y los que escribimos, lo que queremos es sólo eso, poder.
Desechamos esas leyendas como supersticiones, pero algunos se dieron cuenta de que quizá no eran sólo eso. Así que pusimos nuestras máquinas y nuestros números y los fríos métodos de la ciencia a ver cuánto había de verdad en que la escritura tenía poder. Y si no, pues mataríamos a la leyenda de una vez por todas.
James Pennebaker es médico, cura y está fascinado por la escritura. Durante más de veinte años la ha estudiado, ha medido sus efectos, ha asignado a muchos de sus pacientes la tarea de escribir y lo ha controlado todo minuciosamente. Con eso descubrió que los viejos magos eran viejos, pero no tontos.
En 1986 concluyó que escribir sobre experiencias traumáticas estaba asociado a incrementos a corto plazo en una mejora fisiológica y una disminución, a largo plazo, de problemas de salud.
Lo intuía y tuvo razón, la escritura curaba. Así que profundizó más, repitiendo en un entorno clínico lo que había empezado en el laboratorio.
En 1997 vieron la luz nuevas conclusiones y descubrió algo que los que escriben a menudo ya sabían. A muchos la experiencia de escribir les resultaba dura, a veces molesta, les removía por dentro. Pero esos mismos también la reconocían como un acto valioso, con significado.
Resultaba muy curioso. El impacto inmediato de una escritura expresiva y emocional de lo que les ocurría, producía un incremento a corto plazo en el malestar y los síntomas físicos. Empeoraban en el momento respecto a los sujetos de control (a los que se les pedía escribir de manera robótica, sin expresar ni invocar sentimientos o sensaciones internas). Pero pasado eso, se encontraban resultados objetivos y subjetivos de mejora por parte de aquellos que escribían de manera expresiva. Lo más curioso era que los efectos resultaban mayores si construían una historia propia, en vez de una enumeración inconexa de hechos.
Como el propio Pennebaker dijo:
«La gente capaz de construir una historia, de crear alguna clase de narrativa en el curso de su escritura, parece beneficiarse más que aquellos que no lo hacen […] En otras palabras, si al principio no están estructurados o coherentes, pero con el tiempo construyen algo con sentido, parecen beneficiarse mucho más».
Función pulmonar, del hígado, del sistema inmune, menos días de estancia en el hospital… Escribir no era sólo un placebo ni un alivio psicológico. Quisimos ver si la leyenda era cierta y a veces, pocas, lo son. La escritura curaba y tenía poder real, aunque no era un remedio todopoderoso, ni mucho menos. Algunos cambios eran leves, además de que la escritura no era algo para todos, pero, como bien dijo Spiegel en 1999: una droga que consiguiera los mismos efectos medios que la escritura, se consideraría un enorme avance.
Protege la memoria, produce menos absentismo, lucha contra la demencia, alivia y cura más rápido los traumas… Y mejora de modo sustancial uno de los grandes monstruos hoy: la depresión.
En 2005 se corroboró que La rumiación, la ansiedad general y el sentimiento de depresión, disminuían semanas y meses después de haber escrito sobre la experiencia negativa, aumentando la sensación de bienestar. Parece ser que la escritura es una forma de confesión. Curiosamente, como Cheryl Koopman descubrió en sus pacientes, el efecto era bastante acusado en mujeres.
Al final, igual que los hechiceros atrapaban a los demonios con nombres y letras, parte del sufrimiento parece que se exorciza y se queda entre los barrotes de las palabras que escribimos.
¿Por qué escribimos?
Pues porque Anäis tenía razón. Porque queremos vivir más y queremos poder y siempre luchamos contra el dolor y la escritura nos ayuda. Es escudo y bálsamo contra ese enemigo. Nos produce también dolor en el instante, pero luego nos compensa y mucho. El suyo es un dolor que cura otros dolores, como el médico que abre y te duele cuando lo hace, pero es para sacar lo que hay dentro y que es peor.
Ahora, quien piense que la escritura es el nuevo milagro de autoayuda, por favor, que no rebaje la escritura a eso. No hay nada más alejado de mi intención aquí. La escritura es una aliada (y no fácil), pero la demencia, el dolor o la depresión son algo serio.
David Foster Wallace se colgó por su culpa, Hemingway apretó un gatillo contra su cabeza. Dos gigantes, con la escritura más poderosa del mundo, pudieron mantenerla a raya, pero no para siempre, y sucumbieron.
Hemingway escribió poco antes de eso las palabras que dijo que más le habían gustado y acabó con su vida. Es toda una señal de que el enemigo es serio y la escritura no es todopoderosa, ni siquiera la de los mejores.
Me encantaron, por cierto, esas palabras que Ernest también, así que las traduzco aquí muy libremente:
«Permanecer en los sitios y marcharse… Confiar, desconfiar… No creer ya y creer de nuevo… Ver los cambios en las estaciones… Salir en los botes… Ver a la nieve venir, verla marcharse… Escuchar la lluvia… Y saber dónde encontrar aquello que quiero».
No creo que haya mejor forma que esa de terminar algo sobre la escritura.