Edvard nace con las contracciones de la muerte… La tuberculosis arrastra al féretro a su madre y a sus hermanas, y el fanatismo religioso abduce a su padre, un médico atormentado que asiste infaustas vidas de miseria. Así es como el niño subsiste acorralado por la maldición hereditaria; entre aposentos de interminables prórrogas en el sepelio, afecciones, demencias, penurias y aciagas miradas de la indigencia.
Junto con Matisse y Van Gogh, el nabis de angosta senda solitaria es uno de los diáfanos precursores de la Modernidad. Y es que “la cámara no puede competir con un pincel o una paleta, no mientras no pueda utilizarse en el cielo y en el infierno”… Eso decían los emisarios del Arte Nuevo.
Munch apoda la enfermedad, la locura, el desamor y la muerte. Su obra es la revelación pura, el sino abusivo, la deformación que conforma el pulso convulso del alma, el Expresionismo, el dolor, la turbación. Desde un intimismo trágico, embriagado de simbolismo, su pigmento es el vehículo que intensifica la comunicación, la virulencia de libertar el color del objeto, la excarcelación de la norma en el bastidor como declaración emocional libre. Febriles improntas violentas e iracundas, puras, fundidas, enredadas, emborronadas.
¿Dónde está la primavera?… El pintor noruego, iniciado en el naturalismo de Khristian Krohg, muestra su invernal melancolía desde el ponderado rasgo humano del azar; a través de una íntima evolución estilística con veta impresionista, postimpresionista, romántica, barroca… Arrinconado por el “Tercer Reich”, Edvard nos recita su desconsuelo eterno y desbordante con más de mil cuadros, 3.000 dibujos y 18.000 grabados.
Munch nos encoge con sus figuras combadas, perfiladas por la desgracia, por el miedo. El sobrecogimiento nos encorva, nos aboveda, nos arrulla… Ambientes de recreo que se transmutan en abismos atormentados, autómatas urbanos de blanquecinos rostros cadavéricos, ánimas impulsadas a vivir que se recortan sobre fondos arremolinados, ojerosas miradas por la sequedad del llanto. “La Danza de la vida” está de luto; la “Pubertad” despojada, consumida, espectral, huérfana… Edvard en el “Gólgota”, en la loma del cráneo sembrada de abarquilladas masas humanas, de caricaturas, de grutescos, de fantasmas. El “monismo biológico”.
Al bohemio de doliente trazo le llega el amor obsesivo y agónico. Tullido en el corazón por Tulla Larsen, E. Munch aniquila el sentimiento, adoptando el discurso misógino de Nietzsche. La mujer malvada, la mujer vampiresa y necia… Amantes que se cosen y se descosen, que se estiran, que se derriten, que se atornillan y se borran en lúgubres alcobas.
Nos arde, nos quema, nos incendia… “El Grito”, como la puesta de sol de sangre coagulada, como el disonante rugido acústico, como la linfa encolerizada de todos y de todas cuando nos arremete el zumbido de la locura, de la desesperación… “Sentía que un alarido infinito penetraba toda la naturaleza”. “El Grito” es el plasma que plasma el chillido de la amargura, la diáspora, el tímpano cromático que brama, que chirría; la abrasadora y gélida onda de la congoja. “El Grito” es La Máxima Expresión de la Impotencia Humana.
Portada: Muerte en el cuarto del enfermo (1893)