Todos los días a las once de la mañana la Coja* abre la puerta de su casa, un primer piso acompañado de otras tres puertas, dieciocho escalones y ningún ascensor. No hay plantas, ni ventanas y los felpudos quedaron olvidados a falta de visitas. La Coja no canta pero le gustaría, no tiene marido ni lo quiere, no tiene hijos aunque los echa de menos y guarda por costumbre una botella de anís del que nunca bebe.
– Ay “Fefi”, a mí es que el anís me sienta mu mal.
– Yo prefiero er vino durce. Anda Coja mira ver ci me llenah una tacita de zar hija.
La Fefi lleva sin comprar sal veinte años y medio; canta por aburrimiento, de su marido le quedan la mitad de las cenizas, de sus hijos las fotos de la comunión y una boda que no dio nietos. Desde siempre le encantan los gatos pero no le apetece tener animales en casa.
– Yo no quiero na de-ezo, na de gatoh, ni na de perroh que me zuertan musho pelo y no ando yo buena ya pa limpiar tanto.
– Pero ¿y la alegría que te dan?
– Na, ¿pa qué? Ya eztoy yo vieja, que a luego me muero yo y ¿quién ce loh quea, eh? Que tú no loh vah coger ya Coja.
– Uy, que-va-que-va, yo no soy de cuidar bien animalitos…
– hh, cusha que baja arguien.
Adolfo lleva más de diez años trabajando como comercial en distintas empresas. De sus zapatos queda media suela por desgastar, lleva un maletín apenas vacío y un bolígrafo que encontró en la calle. Su mujer le espera por hábito más que por ganas. Lo que de verdad le mueve es ver crecer a su hija.
– Buenos días señoras.
– Uy, qué elegancia con shaqueta.
– Fefi hacía que no veía yo un hombre de etiqueta años.
– Veo que están ustedes muy a gusto por aquí.
– Atiende Coja, que noh quiere vender argo.
– No, bueno, no vendo nada, sólo estoy haciendo una revisión entre las vecinas que aún no tienen gas ciudad y…
– Cómo lo has calao Fefi, otro buitre comerciante de esos. ¡Que no queremos enciclopedias!
– Bueno señoras, tampoco hagan ese feo al buitre de compararlo…
– Anda pa ya.
– Veo que prefieren que me vaya, mejor les dejo que sigan a lo suyo, disculpen la molestia.
– Tírale ya carroñero.
– Uy Fefi cómo te pones hija.
– Zí, zí, que a mi no me la dan máh veceh. Que ya me cobran mu cara la luh.
– Que pasen un buen día mozas.
– ¡Mozas! Dice el guasón.
– Coja quieta que ze te cae la otra pierna.
–Que te atizo. ¡largo!
–¡Comercialucho!
–¡Idiota!
Con tanta hostilidad y este calor veraniego lo que no le quedan a Adolfo son ganas de seguir trabajando. Además, siendo sábado, prefiere tomar una cerveza y luego marchar a la oficina para facturar los tres contratos de hoy.
– ¿Ha pensado el caballero que quiere de beber?
– Sí, ¿qué cerveza tienen de barril?
– La de toda la vida.
– Ajá, bueno y ¿qué cerveza han tenido toda la vida?
– La de siempre.
– Bien, pues tráigame una caña de la cerveza de siempre.
– No me queda.
– Pues me gustaría tomar una cerveza, por favor, tráigame la que tenga.
Juan, el camarero, es un hombre de moralidad extraviada. No tiene mujer, aunque sí una hija que no conoce. Su verdadera familia son el borracho de los lunes, siete parroquianos permanentes, el fútbol y un puro con un carajillo si la cosa se tercia. Pero hoy no se tercia, sino que se tuerce, el día pasa duro y a los comerciales prefiere no verlos ni en pintura.
– Aquí tiene la cerveza.
– Espere, espere. Me gustaría también pedir algo de comer si fuera posible.
– Pues venga.
– ¿El sándwich vegetal qué lleva?
– Lechuga, tomate, atún, huevo, mayonesa.
– ¿Y no tiene algo que sólo sea vegetal?
– Calamares…
– Ajá, ya veo… pero calamar no es vegetal.
– ¿Va a tomar algo?
– ¿Tiene usted patatas fritas o aceitunas?
– Sí.
– Pues un poco de las dos si no le importa.
Claro que le importa, es más, escupirá en las patatas. No está para aguantar memeces, ni para que le den clases de conocimiento del medio. Calamar no es vegetal y a él no le importa, ni tampoco de dónde venga, ni cuál sea su forma.
– Aquí tiene sus patatas y las aceitunas.
– Espere, espere. Mire que… bueno estas aceitunas están rellenas de anchoas.
– Sí.
– Y las patatas tienen chorizo.
– Claro que lo tienen.
– Es que yo quería algo que solo fuera vegetal.
– Pues márchese a otro bar, no me dé la brasa, si no le gusta lo que tengo no es mi problema.
– Entiendo que haya podido pensar que despreciaba su carta pero yo sólo le he preguntado, no le he exigido nada.
– Mire, págueme la cerveza y lárguese.
– Después de este trato no me parece justo pagarle nada, pero bueno, le doy un euro, por su tiempo, nada más.
– Márchese de aquí ya. ¡Idiota!
Menudo día, piensa Adolfo mientras se aleja camino de la oficina. Irá andando, para hacer tiempo, en lugar de coger el autobús. Todos parecen enfadados, como si sus vidas se hubieran encasillado en una rutina de amargura. No parecen capaces de recordar todo cuanto tienen y aún se empeñan en valorar lo que les falta. Un ejemplo es el gerente de la oficina. Este amargado señor de cincuenta y tres años habita un chalet, conduce una moto hasta el trabajo, tiene sincronizadas una tablet, un portátil, dos ordenadores de mesa y dos teléfonos de última generación. Le sobran dos pisos en la ciudad y un apartamento en la costa, no usa dos coches, tira al año varios teléfonos porque se los regalan y no utiliza varias impresoras que quedaron sin cartuchos. Suele además ducharse largo tiempo con abundante agua caliente, tirar de la cadena por un simple papel, dejar bien abierto el grifo mientras se lava los dientes e iluminar toda la casa aunque sólo use una habitación. Gusta de comer animales de especies que no sean la suya, también disfruta de beber sus jugos, vestir sus pieles y verlos morir en una plaza por distraerse un poco. Adora el azúcar y poco o nada le importa ingerir edulcorantes cancerígenos, como remedio para los síntomas enfermizos que a veces le acosan usa medicamentos varios y, para los medicamentos varios, pastillas diversas. Este lindo ejemplo de buen salvaje está hoy cabreado, no por nada en especial, sino que entre el gris de los días, a veces, se cuela un poco de ira engendrada en la falta de sentido que exudan los cimientos en los que se sostiene su vida.
– ¡Adolfo! ¿Qué hace aquí tan pronto, no debería estar en su zona?
– Sí, hoy quería salir un poco antes, necesito descansar.
– Adolfo, Adolfo… ¿No es mañana domingo?
– Efectivamente, todo el día.
– ¿Y no es el domingo el mejor día para descansar?
– Creo que es mejor escuchar al cuerpo y descansar cuando lo pide y lo necesita.
– ¡Claro Adolfo! Escuchemos a nuestros cuerpos, ¿dígame, qué le dice su cuerpo?
– Me dice que necesito cambiar de zapatos. Con estos se me cargan los gemelos y las lumbares se me resienten mucho.
– ¡Oh! Las lumbares se le resienten.
– Sí, sí, mucho. Y mire que estiro de vez en cuando pero no hay manera.
– Que usted estira…
– Sí, y no vea usted cómo me lo agradece el cuerpo.
– ¿Sabe, Adolfo, lo que me dice mi cuerpo?
– No, pero adelante no se corte.
– ¿Que no me corte? ¡Nada! Mi cuerpo no me dice nada. ¿Sabe por qué?
– Pues cómo lamento que no escuche a su cuerpo.
– ¿Sabe por qué?
– No puedo sino sentir compasión, con lo importante que es saber escucharse a uno mismo.
– ¡Adolfo!
– ¿Qué?
– ¿Que si sabe por qué?
– ¿Por qué qué?
– ¡Que por qué me duele el cuerpo!
– ¿Le duele el cuerpo?
– No, ¡idiota! ¿Que por qué no me dice nada mi cuerpo?
– Ah, no-no. ¿Por qué iba yo a saberlo?
– Pues verá Adolfo, no puedo escuchar a mi cuerpo por culpa de gente como tú, que gandulea cuando puede, se pasa el trabajo por el forro y encima viene aquí a hincharme las pelotas.
–
– ¡No se quede ahí callado!
– Veo que usted está hoy muy enfadado. Puede que lleve un mal día o no esté muy contento con su vida, no lo sé, pero desde luego yo no soy responsable de sus desgracias. Si usted lo necesita, yo le escucho y, la verdad, me sentiría mucho más cómodo si nos comunicásemos sin violencia.
– Adolfo, está despedido.
– Eso sí que es violento.
– Recoja sus cosas y ¡lárguese de mi vista!
– Pero…
– No hay peros, ¡idiota!
Así es como cuatro años de trabajo en la misma empresa se esfuman en menos de un minuto. Todo es gracias a la teoría del caos, basta con cambiar una simple variable para que todo se vaya al carajo en un instante, y no puedes saber qué ha pasado. Es muy difícil entender cómo se pasa de levantarse un sábado y desayunar tranquilo y sereno, a regresar a casa sin trabajo y que quien te espera allí…
– ¿Pero cómo se te ocurre decir eso?
– No dije nada malo. Además, no es para tanto.
– ¿Que no es para tanto? ¿Pero a ti qué se te ha pasado por la cabeza? ¡Tenemos una niña a la que alimentar! ¡Necesita ropa, libros y otras cosas!
– ¿Quieres decir que sientes miedo ante la posibilidad de que no encuentre un trabajo pronto y que no tengamos suficiente dinero para atender a nuestra hija?
– Lo que quiero decir es que ¡eres idiota!
Adolfo está bloqueado. No sabe qué sentir, pensar o hacer en este momento. Por su cabeza van y vienen imágenes de cuando iba al colegio, recuerda a su maestro riñéndole por equivocarse al corregir un ejercicio “no puede usted ser así de idiota”. También se acuerda de su padre dándole un buen mosquilón por tirar al suelo un cuadro con el balón “¡largo de aquí, idiota, que no es sitio para jugar con el balón!”. Idiota, idiota, idiota. Y mientras que las dos viejas concilian su sueño de nostalgia, el dueño del bar ronca los minutos, el que fuera su jefe babea de descanso la almohada y su mujer duerme plácida su angustia. Sin embargo, Adolfo, no consigue conciliar el sueño, Morfeo se olvidó de arroparle en el mullido y suave descanso de la fantasía, y ni la tila que se ha tomado lo relaja, ni la valeriana lo adormece. Eso sí, el frescor que entra desde la ventana le sienta bien, despeja un poco su mente.
Allá abajo dos o tres coches se despiertan de vez en cuando y luego vuelven a dormir. El silencio de la noche ciudadana es siempre relativo, y por cualquier parte alguna que otra voz deambula con pisadas rápidas, estornudos o gritos de fiesta. Algo hay en aquel suelo nocturno, de rayas blancas desgastadas y negro mustio, que lo atrae. Como hipnotizado, Adolfo va sacando poco a poco la cabeza, los hombros, despacio pero sin pausa. Idiota, idiota, idiota, resuena en su cabeza y entre tanta palabrería una pregunta le surge “¿estarán mejor sin mí?”. Llegado este punto, Adolfo tiene medio cuerpo fuera de la ventana bajo la cual se descuelgan cinco pisos hasta el cemento de la calle. Todos duermen bien, ajenos, a nadie le importa. ¿A nadie?
– Papá…
La llamada de su hija le despierta de la atracción hipnótica y momentánea por el salto libre. Mete de nuevo el cuerpo dentro y llevándose el dedo a la boca, se acerca a la pequeña Irene.
– Shh… No hagas ruido cariño, que mamá duerme. No podía dormir y necesitaba respirar un poco de aire fresco, por eso me asomé con cuidado a la ventana. ¿Y tú, qué haces levantada a estas horas?
– No puedo dormir…
Van de la mano, acariciando la moqueta con los pies descalzos, caminando suavemente hacia el halo de luz que emerge de la habitación de la pequeña y que apenas sirve para llenar de formas la penumbra del pasillo.
– ¿Has tenido una pesadilla?
– No…
– ¿Un sueño raro?
Niega Irene con la cabeza al llegar juntos al pie de la cama.
– Entonces… ¿Hay algo que te preocupa o has tenido algún problema?
– Es que hoy estaba jugando con Bea en el parque y de repente se ha enfadado y, y, y me ha insultado.
– Ah, que Bea te insultó al sentirse enfadada. ¿Y qué te dijo Bea?
– Me llamó idiota.
– ¿Idiota te dijo?
– Sí, y no jugamos más.
– ¿Cómo te sentiste cuando te llamó idiota?
– Mal.
– ¿Dolida?
– Sí, porque no me gusta que me digan esas cosas.
– Claro, son palabras feas y tú quieres sentirte respetada y querida.
– Sí, porque yo quiero mucho a Bea. ¿Por qué me llamó idiota, papá?
– Verás mi amor, en ocasiones la gente se enfada, o le ha pasado algo malo, o se sienten dolidos.
– ¿Como cuando te castigan?
– Sí, cariño, como en un castigo. Entonces las personas necesitan liberarse de su dolor y, sin quererlo, pueden enfadarse por una cosa muy pequeña. ¿Recuerdas lo que le pasa a un globo cuando lo inflamos mucho?
– ¡Explota!
– Exactamente, y los cachitos salen disparados por todos lados ¿verdad? Pues a veces a la gente le pasa eso, se llenan tanto de cosas feas que un día explotan y puede que uno de los cachitos nos llegue a nosotros sin querer. Es por eso que tu amiga te llamó idiota.
– ¿Entonces no crees que Bea piense que soy idiota?
– Claro que no mi amor, tú no eres idiota. Cuando alguien explota lo que está diciendo es que necesita ser escuchada, que alguien le quiera un poquito y que le den un buen achuchón.
Al decir esto Adolfo abraza a su hija con ternura, luego le da un besito en la frente y le arropa bien con la sábana.
– ¿Estás mejor cariño?
– Sí, gracias papi.
– ¿Podrás dormir ahora?
– Sí, y mañana cuando vea a Bea le pienso dar un abrazo muy grande.
– Eso está muy bien, entonces ya te preguntaré a ver qué tal te fue. Ahora descansa corazón, buenas noches.
– Hasta mañana papá.
Portada: Maniquí, Luis Zafra
* El autor hace constar expresamente que la utilización del lenguaje coloquial en este relato es intencional y responde únicamente a un interés artístico.