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Mito | Revista Cultural
Sociedad

Identidades asesinas o el derecho a que nos dejen en paz

Por Noemí Villaverde Maza el 4 septiembre, 2014 @Antropologaluna

Cuando las identidades son razón y cerrazón para el dominio y el poder.

No existe identidad que sea estática, cerrada y homogénea, ya que esta categoría, como todas las categorías culturales, se retroalimenta de la alteridad, del Otro. La historia nos da lecciones de humildad asegurándonos que esas características identitarias que creemos únicas son, en realidad, préstamos y legados de otras culturas. Lo que llamamos “modernización” sólo es occidental, por lo que al imponerla a otros pueblos, se sienten balancearse entre la crisis de identidad y la sumisión. En Occidente también nos quejamos de la crisis de identidad, pero lo que en realidad sufrimos es una crisis de alteridad. La cura está en “el derecho a la indiferencia”.

 

Amin Maalouf cuenta en su libro “Identidades asesinas”:

«Lugar, Sarajevo. Hagamos allí mentalmente una encuesta imaginaria. Vemos en la calle a un hombre de cincuenta y tantos años. Hacia 1980, ese hombre habría proclamado con orgullo y sin reservas: ¡Soy yugoslavo! Preguntando un poco después, habría concretado que vivía en la República Federal de Bosnia-Herzegovina y que venía, por cierto, de una familia de tradición musulmana.«

Si lo hubiéramos vuelto a ver doce años después, en plena guerra, habría contestado de manera espontánea y enérgica: ¡Soy musulmán! Es posible que se hubiera dejado crecer la barba reglamentaria. Habría añadido enseguida que era bosnio, y no habría puesto buena cara si le hubiésemos recordado que no hacía mucho afirmaba orgulloso que era yugoslavo.

Hoy, preguntado en la calle, nos diría en primer lugar que es bosnio y después musulmán; justo en ese momento iba a la mezquita, añade, y quiere decir también que su país forma parte de Europa y que espera que algún día se integre a la Unión Europea. ¿Cómo querrá definirse nuestro personaje cuando lo volvamos a ver en ese mismo sitio dentro de veinte años? ¿Cuál de sus pertenencias pondrá en primer lugar? ¿Será europeo, musulmán, bosnio? ¿Otra cosa? ¿Balcánico tal vez?”[1]

Maalouf nos transmite con este ejemplo que, en realidad, una identidad estática, cerrada y homogénea no existe. No hay una sola manera de ser de una nacionalidad o cualquier otra categoría identitaria. La identidad, como cualquier otra categoría cultural, se forma a través de la relación con el exterior, con el “Otro”. No hay identidad sin alteridad, sin la presencia de los otros. “La identidad está en crisis. cuando un grupo o una nación rechaza el juego social del encuentro con el otro.”, afirma en una entrevista el antropólogo Marc Augé.[2]

Mujer afroboliviana. Embaja d e estados Unidos en BoliviaMujer afroboliviana. Embajada de Estados Unidos en Bolivia

En relación a esta idea, bien podíamos utilizar otro ejemplo totalmente en auge. Al contrario del uso que se le da, el semitismo es una cualidad que puede aplicarse a los pueblos y lenguas semitas, es decir, personas procedentes originariamente de la zona comprendida entre Siria, Egipto, Iraq y la península arábiga. Por eso, en realidad, “antisemita” sería también “antipalestino”, “antiárabe”, tanto como “anti-hebreo”. El porqué ahora la categoría identitaria de “semita” se utiliza con la única referencia de los ciudadanos de religión judía, es algo digno de analizar.

La concepción tribal de la identidad, como la define Maalouf, es el uso parcial, intolerante, sectaria y dominadora de una identidad hacia los demás.

Un imán sufí del siglo XI, Qushairi, decía que «sin conocer nunca a un extranjero, nunca descubriremos quiénes somos» y que se trata de otro tipo de viaje, llamado «safar”, que consiste en descubrir los valores éticos internos de uno mismo.[3] La palabra “safar” proviene de la palabra árabe “sufr” (amarillo), el otoño, “cuando las hojas se vuelven amarillas”. Cuando se madura a través del viaje y el encuentro con el Otro, la identidad se vuelve serena y confiada.

Pero no es necesario tomar lecciones de otras culturas. Unicamente hay que aprender de nuestra propia historia y ver que aquellos elementos característicos que creemos únicos y propios de nuestra nacionalidad, no lo son tanto. La identidad de un pueblo, los nombres, lenguas, tradiciones etc, es el legado de muchos otros préstamos culturales, adquiridos de muy diversas culturas durante largos siglos de historia.

Flamenco. TanakawhoFlamenco. Tanakawho

El economista Arcadi Oliveres pone como ejemplo su nacionalidad catalana en España:

«Si fuera a pasar un fin de semana a Cataluña me dirigiría en primer lugar a Girona (…). A buen seguro que me aconsejarían visitar «La Judería» y «Los baños árabes».

(…) Y cuando preguntase qué es eso de la sardana me explicarían que es una danza de origen Bizantino que ha ido evolucionando por el mediterráneo, que en una primera etapa se transformó en el Sirkati griego y que finalmente derivó hasta nuestra estimada sardana.

Después, si estamos en época navideña, nos iríamos a degustar los productos típicos de la época: turrones y huesos de santo. Dos postres marroquíes de toda la vida.

Después nos compraremos en una tienda de artículos típicos catalanes una Barretina. ¿Y qué es una barretina? Un gorro originario de Anatolia, una región de Turquía.

Después tendremos que visitar un lugar sagrado para muchos catalanes, llamado Monasterio de Montserrat, donde podríamos observar que la virgen es negra.

Finalmente acabaremos nuestra jornada de «catalanidad absoluta» en el lugar, sin duda, más estimado por la mayoría de los catalanes. Lógicamente es el Camp Nou. ¿Y qué es el Camp Nou sino el estadio de un equipo que fundó un suizo que se llamaba Joan Gamper y en el cuál muchas de sus estrellas y entrenadores han sido brasileños, argentinos, holandeses o cameruneses?

Esto es, en gran medida, Cataluña: el resultado de las migraciones» (4)

Esto no significa que los pueblos no sean únicos. Claro que lo son, igual que todos los demás.

Aunque tampoco es necesario irse al pasado más remoto. Hoy día, también nos hallamos influidos por la cultura hegemónica europea y de los EEUU. Tanto, que hay quien piensa que el verdadero peligro para nuestras raíces culturales, como afirma el politólogo Johan Galtung, es el de las tres emes: Mickey Mouse, Madonna y McDonalds. La verdad es que parece que esta cultura, a los occidentales, no nos generan rechazo ni nos crea tantos problemas asumir elementos procedentes de ella. Simplemente la catalogamos como progreso o modernidad.

Y aquí es donde entraría la “dominación” en la guerra de identidades, el llamado “choque de civilizaciones” o las “identidad asesinas” como las define Maalouf. Porque toda modernización está hecha a imagen y semejanza de Occidente, y esto es algo a tener en cuenta a la hora de tocar el tema de la identidad. Amin Maalouf, de nuevo, lo explica claro:

“Para los chinos, los africanos, los japoneses, los indios de Asia o los de América, tanto para los griegos y los rusos como para los iraníes, los árabes, los judíos o los turcos, la modernización ha significado siempre abandonar un aparte de sí mismos. Aún cuando en ocasiones ha provocado entusiasmo, el proceso no se ha desarrollado nunca sin una cierta amargura, sin un sentimiento de humillación y de negación. Sin una dolorosa interrogación sobre los riesgos de la asimilación. Sin una profunda crisis de identidad.”

La parte mala de esto, es que «Para ir con decisión en busca del otro, hay que tener los brazos abiertos y la cabeza alta, y la única forma de tener los brazos abiertos es llevar la cabeza alta.» “Si a cada paso que da una persona siente que está traicionando a los suyos, está renegando de sí misma, el acercamiento al otro estará viciado; si aquel cuya lengua estoy estudiando no respeta la mía, hablar su lengua deja de ser un gesto de apertura y se convierte en un acto de vasallaje y sumisión.”

Así que ante la modernización, su liminalidad queda entre la sumisión y la crisis de identidad.

Traje chino. JuanTraje chino. Juan

La paradoja es que los occidentales nos lamentamos de sufrir una crisis de identidad, de la pérdida de nuestras tradiciones. Las más de las veces, les atribuimos la culpa de esta “pérdida de nuestras raíces” a los inmigrantes, “que no se integran”. Augé la define sabiamente como una “crisis de alteridad”. Afirma que el verdadero problema es que las categorías identitarias predominan sobre la alteridad. Es decir, tendemos a redundar más en categorías del tipo hombre/mujer, nacionales/inmigrantes, negro/blanco, musulmán/cristiano/judío… que en lo común, y de esta forma “extranjerizamos” siempre al Otro, le damos una categoría cerrada e irrevocable, y lo alejamos.

Esta facilidad que tenemos los seres humanos para crear prejuicios la conocen bien los poderes hegemónicos, e incluso echan mano de ello. Un ejemplo claro es algo que ocurrió en la Segunda Guerra Mundial. El gobierno y los medios de Estados Unidos presentaban a los japoneses como seres salvajes que «comían pescado crudo», algo considerado repugnante en las sociedades occidentales del momento, y que los deshumanizaba a ojos de los americanos. Los japoneses, a sabiendas, en plena guerra, enviaban en paracaídas a los campamentos de soldados, discos de cantantes de moda, para así empatizar de alguna manera con ellos. Hoy, no son pocos los restaurantes japoneses en los que podemos degustar el pescado crudo, pero tampoco se no ocurriría añadirlo al menú de nuestra casa.

Así, señalamos al (que creemos es) diferente, y optamos entre dos opciones: o lo rechazamos o insultamos o, de manera más sútil, lo cercamos en un territorio étnico, bonito e interesante para visitar, como quien visita Túnez por unos días. Alguien a quien tolerar, pero lo más lejos posible de nuestra vida.

Es por eso que, ante el derecho a la diferencia del que tanto se escucha hablar, el antropólogo Manuel Delgado exige el “derecho a la indiferencia”:

“Porque, ¿a quién llamamos inmigrante? Inmigrante no es sólo alguien que vino alguna vez de fuera -como todos-, sino alguien que debe dar explicaciones de porqué ha venido y qué hace aquí.(…) se interrumpe su circulación para exigirle “sus papeles”. Eso mismo es lo que hace la consabida “fiesta de la diversidad”(…). El antirracista que la organiza hace lo mismo que el policía: llama aparte a alguien que ha atraído su atención y le espeta : “identidad, por favor”.

Delgado se refiere a esas “actividades culturales” étnicas, musicales, de exposiciones y venta de productos artesanales, “esos “shows “multiculturales”, en palabras del antropólogo: “en los que los gitanos son invitados a pasarse el tiempo tocando. palmas y los magrebíes a preparar convulsivamente raciones de cus-cus”. Y asegura que:

“Convocar a alguien para que, con el pretexto de que nos interesa y queremos saber más de él, salga a escena a dramatizar una diferencia que somos nosotros quienes nos empeñamos en atribuirle es, de entrada, negarle a ese alguien un derecho fundamental como es el de permanecer en reserva, gozar de esa película protectora que es el anonimato.”

O el derecho a que nos dejen en paz.

Portada: Patriot. Iduroo


Para saber más:

(1) Maalouf, Amin. Identidades asesinas.

(2) http://www.lanacion.com.ar/714868-marc-auge-hay-que-amar-la-tecnologia-y-saber-controlarla

(3) Mernissi, Fatima. Un libro para la paz.

(4) https://www.youtube.com/watch?v=_TR8dMPBl98

(5) http://manueldelgadoruiz.blogspot.com.es/2011/02/el-derecho-la-indiferencia-articulo.html.

AlteridadétniaIdentidadindiferenciatransculturalidad
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Noemí Villaverde Maza

Licenciada en Educación Social (UPV/EHU) y Antropología Social y Cultural (Universidad de Deusto). Antropóloga. Colaboradora en radios libres y en proyectos sociales. Amante de la lectura, el cine y la naturaleza.

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