El discurso político nace de su contrario
Todo discurso racional nace de una posición emocional que discute contra su contrario: pensar más allá de toda oposición es no tener discurso. No obstante, la eliminación del contrario es la aniquilación del discurso.
Cuando apelamos a la razón y a la lógica, tenemos la sensación de que éstas, para ser ciertas, deben de estar fuera de las emociones y los sentimiento, no obstante no sólo no quedan separadas del pensamiento racional, sino que éste se funda a partir de él: los sentimientos son la expresión de las emociones y éstas son el estímulo ante todo cuanto nos ocurre. Durante demasiado tiempo en Occidente se mantuvo el credo de que existía un pensamiento racional allende de todo sentimiento, de toda experiencia empírica, pero si, como decía Kant, todo nuestro conocimiento arranca de los sentidos, pasa al entendimiento y termina en la razón, entonces todo pensamiento se origina desde el sentimiento, es decir, desde la interpretación que hacemos de nuestras emociones: haciendo un símil a la frase de Ortega y Gasset, las circunstancias son las que nos generan los pensamientos, y es a partir de ellas que puede desarrollarse un discurso más o menos racional, pero no por ello exento de sentimientos.
Lo que vamos a intentar ver es que, así como no existe ninguna razón, ningún discurso lógico ni opinión allende de todo sentimiento, de toda posición, tampoco existe, pues, una política racional y lógica que se escape de intereses particulares, sino que todo ejercicio político – y sobre todo en una democracia – es ya siempre un ver las cosas desde una perspectiva, como el sabio de Ortega y Gasset había sentenciado, es decir, que siempre que hay discurso político es en referencia a un opuesto. Así, lo importante no será exclusivamente ese posicionalismo, sino sobre todo que toda posición, que todo discurso encarna ya de siempre a su contrario: no hay unidad de pensamiento sin una alteridad contraria que posibilite la existencia de tal discurso, como un dique de contención que permite a la perspectiva ser aquello que es, dar razón de aquello que dice. En otras palabras, no habrá emoción que no sea una reacción a alguna circunstancia.
Este discurso no es para nada nuevo, sino más bien muy antiguo. Muchos lo conocen como el juego de los contrarios como, por ejemplo, el yin y yang, representado por el símbolo del taijitu que expone la dualidad de todo lo existente gracias a un opuesto, y que además no puede existir sin él, aunque sí intercambiar papeles. No obstante, no nos hace falta ir al taoísmo para ver la dualidad de los contrarios de todo existente, sino que ese discurso, ese pensamiento está de siempre también dentro de la tradición occidental: no me refiero a la teoría de los contrarios de Heráclito, sino al Parménides de Platón. No entraremos en la complicidad del texto, aunque sea una tarea muy recomendable, ni tampoco en sus muy discutibles interpretaciones, ni menos que decir sobre la concepción ontológica que la tradición ha realizado de él, sino que nos centraremos en la cuestión de la dualidad expuesta en los conceptos inseparables de lo “Uno” y lo “Otro”. Tal cuestión queda resumida en que la “unidad” de algo no puede darse sin unos límites puestos por “otros” distintos a la unidad, siendo la diferencia entre ambos lo que puede determinar la esencia de la “unidad”. En otras palabras, cuando decimos que algo “es”, este ser como “unidad” no excluye a lo “otro”, ni lo “otro” a lo “uno”, sino que ambos están relacionados a partir de la diferencia: son los límites que uno y otro se ponen los que posibilitan la existencia de la “unidad” en tanto que “unidad”, poniendo uno de relieve al otro y viceversa, como ocurre en la figura del yin y yang.
Si esta concepción dual la trasladamos a cualquier discurso racional, veremos que aquello que dice necesita de su contrario para justificarse a sí mismo: la responsabilidad de todo discurso no será eliminar a su alteridad, sino en todo caso contenerla. También Derrida lo comenta cuando dice que «lo otro no es lo otro más que si su alteridad es absolutamente irreductible, es decir, infinitamente irreductible, y lo infinitamente Otro sólo puede ser lo infinito»[i], es decir, que lo Otro deberá mantenerse contenido, pero no eliminado, porque su eliminación significará también el fin de la unidad: todo discurso que ha perdido a su contrario deja de ser un discurso.
Platon, painted portrait, Thierry Ehrmann
Podemos llegar a pensar que esta reflexión no tiene ningún sentido para con la política. Sin embargo, nosotros sostenemos que el ejercicio de la política es la puesta en marcha de una perspectiva que está contrapuesta a otra perspectiva, una opinión en contra de la otra. Esto no quiere decir que una se imponga en la otra haciendo callar o desaparecer a la segunda – este sería el intento extremo del genocidio –, sino que actúa oponiéndose a la otra opinión como un dique de contención. Esta forma es lo que hace que la perspectiva que se opone a otra exista y, así, uno existe gracias y a través del otro: todo discurso, toda opinión, toda política que pretenda acabar con su alteridad, con su contrario, no sólo está mintiendo en su imposibilidad, sino que por intentarlo se pueden cometer las injusticias más crueles jamás pensadas.
¿Y contra qué luchan las políticas, las opiniones, las perspectivas? Contra su contrario, el cual no se delata sólo en el discurso del que profiere, sino también en la exaltación de su contrario. Parece ser que los sentimientos y las emociones deben quedar muy lejos de ejercerse en la política, pero no sólo se ejercen en ella, sino que también son el causante de toda filosofía, ciencia y de cualquier práctica humana. Por ello nosotros creemos que todo pensamiento es una justificación de las emociones y sentimientos que sentimos: ni siquiera el más sabio de los mortales escapa a ello. Sin embargo, el que los pensamientos surjan de los sentimientos no significa que por el sentimentalismo quede todo justificado, más bien todo lo contrario: las opiniones pueden ser rebatidas y contrastadas, a pesar de ser puras opiniones sentimentales. Este es el caso, sobre todo, de la política, ya que en ella se fraguan las opiniones de todos los participantes – perspectivismo como habíamos dicho –, las cuales proceden de intereses individuales, para construir intereses generales, comunes, compartidos, en todo caso, más allá de la exclusividad del individuo. ¿Acaso podemos postular una política allende de nuestros sentimientos? Muchas son las opiniones afirmativas que buscan una posición que eviten todo emocionalismo político, sobre todo aquellas que hastiadas de la pulsión visceral buscan en la lógica del raciocinio el amparo de sus justificaciones. Pero ¿no es ya un sentimentalismo el querer evitar todo sentimentalismo? Para ejemplificar dicho sentimentalismo y lucha de perspectiva, expondré el ejemplo del padre de la filosofía racional europea, así como del inventor del ideario europeo, a saber, Immanuel Kant.
Immanuel Kant es el primero y más importante representante de la crítica y precursor del idealismo alemán, así como uno de los pensadores más influyentes de Europa, hasta el punto en que su filosofía sigue vigente: ya sea porque se defiende o porque se critica, la figura de Kant todavía aparece en las reflexiones filosóficas. La peculiaridad de Kant y su incidencia en la filosofía moderna consistió en aceptar que todo nuestro conocimiento empieza con la experiencia, pero no todo procede de ésta, sino que la razón juega un papel importante: el conocimiento es una mezcla entre experiencia y razón. El filósofo prusiano argumentaba que la experiencia, los valores y el significado mismo de la vida serían completamente subjetivos si antes no habían sido subsumidos por la razón pura, así como usar la razón sin aplicarla a la experiencia nos llevaría inevitablemente a ilusiones teóricas. Como ya sentenció en su famosa obra La Crítica de la Razón Pura, «los pensamientos sin contenidos son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas» (A51), o lo que es lo mismo, sin sensibilidad nada nos sería dado, y sin entendimiento nada nos sería comprendido. Dicho esto, todo conocimiento, por muy racional que sea, no escapa de la experiencia, sino que es a partir de ella que se nutre y se justifica, pero no exclusivamente por ella: pensamos desde nuestras experiencias, desde la interpretación de nuestras emociones, dejando como imposible la pretensión de un pensamiento absoluto capaz de comprender, no sólo la totalidad de cualquier sujeto, sino la unidireccionalidad del pensamiento. Pero, ¿cómo convivir con ello? Es decir, si no existe un conocimiento último de las cosas, sino que éste se desarrolla a partir de cada sujeto, ¿cómo saber lo que es cierto? Pues bien, Kant creía en la razón pura, es decir, un modo formal de pensar que es para todos igual: la diferencia de la particularidad se produce al mezclar la razón con la experiencia. Dicho esto, ¿podría haber una política racional más allá de toda experiencia, de toda opinión particular, de todo sentimentalismo? ¿O más bien, toda intención política es ya de siempre una posición particular compartida? En definitiva, ¿en qué se basa la opinión en la política y la existencia de los “partidos”? Nosotros sostenemos que la esencia de todo partido, de toda posición política, así como de toda opinión, reside en la oposición, es decir, en la lucha de contrarios.
Kant, Stifts- och landsbiblioteket i Skara
Tampoco Kant escapó de este posicionalismo sentimental, pues es conocido el entusiasmo que la Revolución Francesa producía en el filósofo prusiano, ya que de alguna manera su modo de concebir la política estaba empezando a darse en el país vecino. Así lo demuestra en un fragmento de su texto Reiteración de la pregunta de si el género humano se halla en constante progreso hacia lo mejor en el que señala que
La revolución de un pueblo pleno de espíritu, que en nuestros días hemos visto efectuarse, puede tener éxito o fracasar; quizás acumule tales miserias y crueldades que aunque algún hombre sensato pudiese esperar tener éxito en producirla por segunda vez, jamás se resolvería, sin embargo, a hacer un experimento tan costoso -esta revolución, digo, encuentra en los espíritus de todos los espectadores (que no están comprometidos en ese juego) un deseo de participación, rayano en el entusiasmo, y cuya manifestación, a pesar de los peligros que comportar no puede obedecer a otra causa que no sea la de una disposición moral del género humano-.[ii]
La Revolución Francesa era para Kant un proceso peligroso y poco deseado por el derramamiento de sangre que se estaba llevando a cabo, pero necesario para una política nueva que permitiría llevar a cabo las libertades individuales de los hombres: Kant sostenía que la moral compasiva con los otros sólo puede llevarse a cabo si las leyes de un Estado no son tiránicas porque es entonces cuando los individuos no se ven forzados a ser injustos ya que se respetan sus libertades. Tenemos que decir que Kant nunca escribió una obra de filosofía política en cuanto tal, sino que realizó pequeños trabajos en los que la Historia y la Política se entrelazaban formando un compendio de ideas, en la que la Historia de la humanidad justifica una política que tiende hacia la libertad. Podemos hallar su ideología política en las obras Ideas para una historia universal en clave cosmopolita (1784), La paz perpetua (1795) y Metafísica de las costumbres (1797). ¿Qué dice Kant respecto a la filosofía política?
Al igual que en las Criticas, el pensamiento kantiano está marcado por los ideales de libertad, igualdad y valoración del individuo, propios de una Ilustración a la que Kant define como la salida de la humanidad de su minoría de edad. El filósofo de Königsberg piensa que en la política, al igual que en la ética, el individuo es considerado el sujeto creador del campo de la actividad pública común. De ahí que la capacidad legislativa del ser humano se constituya en el carácter formal que se expresa en el imperativo categórico, a saber, «obra sólo de forma que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una ley universal»[iii]. De alguna manera, la máxima moral será la pretensión de toda ley justa.
La política, en cuanto espacio público del ejercicio de la libertad, es decir, como aplicación de la ética, está ligada a la noción de derecho, haciéndola posible, siendo el derecho el marco formal en el que se establecen las condiciones y los límites de la acción en el campo de la convivencia, en otras palabras, del ejercicio de la libertad. Por lo tanto, la ley jurídica deberá ser siempre de carácter universal y a priori, es decir, válida para todos y previa a toda experiencia: mientras que el imperativo moral se lo autoimpone el individuo, la ley jurídica se le impone al individuo mediante una coacción externa, siendo preferible que sea democráticamente en tanto que es la propia ciudadanía la que se impone, ella misma, las leyes que va a tener que acatar. Así, la elección en las democracias será su imperativo, hasta que sea modificado nuevamente. Dicho esto, la ley jurídica, siguiendo el imperativo categórico, deberá ceñirse a la naturaleza racional del ser humano, de lo cual deberá ocuparse el Estado. Para Kant, pues, las relaciones entre los individuos y la organización de la convivencia tienen una naturaleza racional, lo cual indica que la ley jurídica no puede actuar en contra de esa naturaleza. Existen, pues, unos derechos individuales previos a toda ley jurídica y, por lo tanto, la justicia es previa a toda libertad de acción: ninguna libertad puede actuar en contra de la naturaleza del derecho individual porque, de lo contrario, emprendería la vía de la ruptura con la convivencia y, por consiguiente, con la existencia.
La Libertad guiando al pueblo (La Liberté guidant le peuple) Eugène Delacroix, 1830
Podemos decir, pues, que la filosofía política kantiana entronca así con la filosofía política moderna del Estado natural y de las teorías del contrato, ya que sentencia que existe una naturaleza, anterior a la organización política de los seres humanos, que es la fuente de derechos universales contra los que no se puede legislar, y que actúan por sí mismos como principios de organización de la vida política, que debería tender a una República Universal en la que, instaurada mediante el contrato, supondría la sumisión a una autoridad común: el Estado civil es la imposición de una autoridad común, elegida por y entre todas las perspectivas individuales, y los “derechos naturales” previos a toda libertad se pueden ejercer en el interior de una sociedad. Por ello cree Kant que la sociedad no es la castradora de la individualidad, sino la condición de posibilidad de que el individuo pueda llevar a cabo sus necesidades y el ejercicio de sus derechos naturales: si resulta ser lo contrario entonces es que no se está realizando una política encarada a la libertad y la justicia de los derechos fundamentales, sino una tiranía que dictamina y determina la vida de los individuos sometidos a una voluntad particular.
Vemos, pues, cómo Kant intenta reducir a una única síntesis los dos elementos fundantes procedentes, a saber, las teorías liberales (los derechos individuales de libertad) y las teorías democráticas (la soberanía de la voluntad colectiva): la articulación sistemática de las dos teorías es lo que podemos denominar el Estado, cuya función es salvar al individuo de la tiranía de otros individuos, pero también de la suya propia. De ahí el entusiasmo de Kant por la Revolución Francesa, pues ésta era para el filósofo de Königsberg la manifestación de la posibilidad de su pensamiento, es decir, el momento en que la razón del interés general empezaría a ocupar el espacio común, en vez de ser la voluntad particular la que determinara la totalidad de la colectividad: la caída de la monarquía absoluta era el primer paso para empezar a realizar una política estatal, enfocada a la protección y realización de los derechos individuales porque se abría la vereda de la participación de la ciudadanía a través del interés general, rompiendo con la tradicional vía monárquica en la que el interés particular del monarca dominaba la totalidad de la política[iv].
Como vemos, tampoco Kant escapaba de los sentimientos ni de las emociones que sentía hacia la humanidad: todo su pensamiento político gira en torno a evitar el mal producido por la tiranía de la individualidad, siendo su reflexión filosófica una lucha encarnizada contra su contrario, a saber, la represión de la libertad individual. ¿Acaso tendría sentido el discurso kantiano si la libertad individual ya se tuviera? ¿No le fue necesario concebir la libertad como un deseo por alcanzar para poder decir que se debe alcanzar? De ahí su entusiasmo por la Revolución Francesa: el mundo empezaba a ver como la potencia más poderosa del mundo estaba re-significándose, aunque lo más interesante es cómo: oponiéndose a si misma, a su propio poder político, a saber, la tiranía monárquica de Luis XVI. ¿Hubiera sido posible la Revolución Francesa sin la tiranía del monarca? ¿Se podría pensar en la Libertad si ésta no fuera socavada? ¿Acaso los discursos políticos que se vivieron en la Revolución podrían haber sido creídos sin la contrariedad de sus aspiraciones? ¿No pensaba Kant que la Historia de la humanidad tiende hacia la libertad porque el hombre no es libre? Nosotros creemos que ciertamente, todas sus reflexiones hubieran sido imposible si las circunstancias hubieran sido totalmente distintas. Sin embargo, nos preguntamos que para que el ser humano pueda ser libre, primero tiene que ser justo, es decir, dejar que el otro pueda llegar a ser quien es a pesar de que ello pueda perjudicar la propia capacidad de poder: ¿cómo alcanzar la libertad si no se concibe la posibilidad de que el otro también pueda ser lo que es? Para ello proponemos hacer una última experiencia reflexiva deteniéndonos en la imagen que sigue.
Doble interpretación caras-árbol
Es probable que pensemos que nada con lo dicho tiene que ver con al imagen precedente, no obstante seguro que al mirarlo hemos realizado, al menos, dos representaciones: una del árbol que se yergue en el centro, y otra de las caras que se encuentran repartidas por la imagen. Seguramente también nos hemos adelantado a decir que vemos caras o que vemos un árbol, y posteriormente hemos pensado que están ambos. Por ello, no podemos decir que de los árboles nacen las caras, ni que las caras hacen que aparezca el árbol, porque de ser así estaríamos diciendo que una es responsable de la otra, cuando en realidad ambas son responsables de ambas: las caras hacen el árbol, y el árbol con sus ramas hace las caras. A pesar de ello, imaginemos que las imágenes que vemos en la imagen, es decir, que el árbol y las caras, son el discurso de dos perspectivas mayoritarias de una sociedad: a unos los llamaremos “caristas” por sostener que la existencia del árbol se debe a las caras; y a los otros los llamaremos “arbolistas” por mantener que la existencia de las caras se debe a las ramas del árbol. ¿Cuál de ambas perspectivas tendría razón? Nosotros creemos que ni una ni la otra, porque ambas interpretaciones son justificaciones de sus emociones: justifican lo que quieren ver, pero es imposible determinar quién es causa de quién. Más bien todo lo contrario: uno es el otro, y si uno se da es porque está el otro. No obstante, sigamos imaginando.
Expuestos los dos discursos (que existen “caristas” y “arbolistas”), ambos se presentan a una elecciones, cada uno bajo su discurso original de que su “mirada” es fundadora de la otra. Tras las elecciones, imaginemos que ganan los “arbolistas”, y por mayoría se impone que el árbol es la imagen fundadora de las caras: no sólo queda la teoría de los “caristas” marginada y puesta en segundo plano, sino que en casos extremos pueden llegar a ser perseguidos y, porqué no, exterminados. La verdad pertenece, ahora, a los “arbolistas” ya que su interpretación se ha extendido y ha tomado el poder. Sin embargo, ¿no es más cierto que ambas imágenes – el árbol y las caras – forman una misma imagen con diferentes interpretaciones? ¿Acaso no es la interpretación que de la imagen hacemos lo que nos hace posicionarnos? ¿Es que pretender ver el árbol como la fundador y causante de las caras, relegando las caras a consecuencia no es el primer paso para que el árbol deje de existir? Dicho de otro modo, si las caras no aparecieran, ¿veríamos un árbol u otra cosa? ¿Es que ver el árbol no es ya haber tomado una posición? Porque bien podríamos decir que hay tanto un árbol como unas caras, pero que están ambos por igual, incluso llegar a decir que no están ni uno ni las otras, sino una imagen que nos suscita tener que tomar una posición. ¿No habría que decir que para resaltar la verdad de uno, estos requieren de los otros, ya que así la verdad de los primeros puede posicionarse y establecerse? ¿Acaso sin una oposición entre “arbolistas” y “caristas” ni uno ni el otro existirían?
Por ello pensamos, volviendo al Platón del Parménides, que no hay uno sin lo otros que, por lo tanto, no podemos escapar ni de las emociones, ni tampoco de la interpretación de ellas, es decir, de los sentimientos. ¿Por qué podríamos hacerlo en política? Recordemos que en política se toman decisiones y que, por lo tanto, esto ya implica posicionarse, es decir, oponerse a un contrario que justifica el propio discurso. No hay uno sin el otro, sepámoslo, pero tampoco hay libertad sin justicia: ¿cómo ser libres si las decisiones son injustas? Tal vez hoy muchas posiciones políticas digan no tener contrarios, pero mienten, y quien no los tiene y no miente, no tiene discurso: éste, o no aparece en política o desaparece de ella, tal vez perdiendo votos. No existe un razonamiento más allá de nuestros sentimientos, por muy racional que sea, por muy universal que se pretenda que sea. Ya lo decía Derrida, «cuando describo, no describo la cosa en sí misma, por así decirlo, más allá de su aparecer, sino su aparecer para mí, tal y como se me aparece»[v], y si no se me aparecen es porque todavía no las he mirado, porque todavía no tengo discurso.
Portada: Yin-Yang, Ron Brinkmann
[i] DERRIDA, J.: Violencia y metafísica. Ensayo sobre el pensamiento de E. Lévinas. En La escritura y la diferencia. Anthropos, Barcelona, 1989, pp. 107-210; (Url: http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/levinas.htm).
[ii] KANT, Immanuel: Filosofía de la historia. Editorial Terramar, La Plata, 2004. Pág. 157.
[iii] KANT, Immanuel: Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Ak. IV, 436s; cf. KpV, A 54 (= Ak. V, 31).
[iv] Hay que decir que la Revolución Francesa no significó exclusivamente lo que aquí hemos dicho, ya que también tiene otras interpretaciones. Podríamos haberla definido como un modo de expansión de poder en el que la burguesía tuvo que eliminar a la monarquía para poder llevar a cabo sus pretensiones, siendo más una continuación del poder que pasó de unas manos a otras antes que una ruptura. En todo caso, aquí la utilizamos como ejemplo y justificación de un pensamiento, pero no por ello sus diferentes versiones e interpretaciones dejarían de tener cabida, más bien todo lo contrario: cualquier interpretación respondería a una toma de posición que se opondría a otra pero que a la vez justificaría a la misma.
[v] DERRIDA, Jacques: ¡Palabra! Instantáneas filosóficas. Edición electrónica de www.philosophia.cl /Escuela de Filosofía Universidad ARCIS. Pág.: 41.