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Mito | Revista Cultural
Artes

El velo de Timantes: sobre los límites expresivos del arte, la literatura y la música

Por Alegra García García el 10 julio, 2014 @AlegraGarciaGar
Solemos considerar el arte como la manera de transmitir aquello que en circunstancias y contexto normales nunca acertaríamos a comunicar. Sin embargo, no siempre los propios artistas, literatos y músicos han estado plenamente convencidos del poder y capacidad del arte para transmitir todo aquello que ellos deseaban. En este artículo planteamos un pequeño acercamiento a esta cuestión a través de diversos autores y obras desde la Edad Antigua hasta el siglo XIX.

 

“Una imagen vale más que mil palabras”

Por su carácter universal y su inmediato impacto siempre hemos pensado que la imagen es capaz de transmitir mucho más que extensas descripciones o elocuentes discursos. No en vano, una imagen fue lo que portaban las sondas Pioneer X y XI, enviadas en 1972 y 1973 al más remoto espacio exterior en busca de un posible receptor.

Sin embargo, la imagen no basta para expresarlo todo, aunque parezca que hay formas y colores suficientes para representar plásticamente cualquier idea o sentimiento. Esto es lo que nos viene a contar Plinio el Viejo (siglo I d.C.) en su Historia natural, un proyecto bibliográfico ambicioso que casi podríamos denominar la enciclopedia por antonomasia del mundo antiguo.

En esta Historia natural hay un lugar para el arte, de modo que este texto constituye una de las fuentes fundamentales para los historiadores del arte al aportar pequeñas biografías de artistas cuyas obras no han llegado a nosotros e infinidad de anécdotas que tendrán una gran transcendencia en la teoría artística de los siglos venideros.

Una de esas anécdotas, con el pintor griego Timantes como protagonista, plantea la cuestión de los límites expresivos del arte. En el capítulo XXXV de su magna obra, Plinio nos cuenta cómo Timantes, discípulo del pintor Parrasio, realizó un fresco en el que representaba el sacrificio de Ifigenia. Recordemos que Ifigenia era hija del griego Agamenón, quien había cometido la imprudencia de matar un ciervo consagrado a la diosa Ártemis. Esta diosa, como castigo, impidió que los navíos que se dirigían a Troya pudieran navegar por falta de viento. La única manera de aplacar a la diosa consistía en que Agamenón sacrificase a su hija Ifigenia… y Agamenón accedió.

El momento en el que  la joven es conducida al sacrificio es el recogido por Timantes. En el fresco, el pintor reflejó cada una de las emociones de los personajes ante tan cruel imposición de Ártemis. Sólo un personaje no muestra el rostro: se trata de Agamenón, quien cubre su cara con una mano y un velo.

Timantes, de este modo, parece decirnos que no hay manera (artística) posible de representar el inmenso dolor que acuciaba al padre. Sin embargo, paradójicamente, el hecho de que su rostro aparezca velado parece transmitirnos más aflicción que el ver sus facciones descompuestas por una angustiosa mueca. El poder de sugestión, en este caso, es mucho más poderoso que la imagen explícita.

El sacrificio de Ifigenia

Sacrificio de Ifigenia, posible copia pompeyana del original de Timantes

Si bien sólo conservamos una pintura pompeyana que ha sido considerada copia del original, fue gracias al texto de Plinio que este episodio, llamado generalmente “el velo de Timantes” se convirtió en símbolo de dolor extremo, inexpresable e invisible pero por ello más turbador. Para muestra unos versos de Tirso de Molina (1584-1648) procedentes de dos de sus obras donde, muchos siglos después, alude a Timantes y su velo para describir la angustia inmensa de dos de sus personajes o la más absoluta de las tristezas:

No hay hipérboles bastantes

que con suficiencia cuenten

el ansia mortal que sienten

los padres de los amantes;

sólo el velo de Timantes

y sus pinceles, podían

contar lo que padecían.

(El bandolero)

 

Mármol soy, absorto quedo,

Estatua en la admiración

De puro sentir no siento.

A espectáculo tan triste

Eche Timantes el velo

Y sirva en la compasión

De escarmientos para el cuerdo

(Escarmientos para el cuerdo)

En algunas ocasiones, a lo largo de la Historia del Arte, encontraremos representaciones que, de manera consciente o inconsciente, se sirven del ardid de Timantes para transmitir emociones extremas. Es el caso, por ejemplo, del motivo escultórico del “pleurant” (doliente en castellano) que tanta fortuna experimentó en la escultura funeraria borgoñona del siglo XV. El escultor Claus Sluter (1340-1405) hizo uso de estas figuras que se cubren el rostro para que formaran parte del séquito fúnebre de Felipe el Atrevido, duque de Borgoña. Y el aragonés Juan de la Huerta, afincado en Dijon, siguió el mismo modelo para la tumba del hijo de Felipe, Juan Sin Miedo, y su esposa Margarita de Baviera.

Pleurant, tombeau de Jean sans Peur

Pleurant de la tumba de Juan Sin Miedo. Foto: Shonagon

Otro interesante caso lo constituye un Ecce Homo portugués de finales del siglo XV que consigue despertar el fervor del fiel ocultando el rostro de Cristo y dejando que la corona de espinas atraviesa la tela del manto que le cubre. Una vez más, la emoción se consigue ocultando y sugiriendo en lugar de mostrando; la aparente incapacidad del arte por representar ciertas imágenes se convierte en una fortaleza.

O como decía Gregorio Marañón del Greco, otro artista que buscaba absolutos sin poder alcanzarlos con los pinceles: “El gran secreto del Greco es probablemente otro: su fracaso (…) Sus cuadros son señales desesperadas para entenderse con Dios, señales frustradas, porque a Dios hay que hablarle con una voz inaudible, como la de los místicos, pero no con los pinceles en la mano, aun cuando se sea un genio”.

Anónimo, Ecce Homo

Anónimo, Ecce Homo. Finales del siglo XV. Museo de Beja, Portugal

“Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” Ludwig Wittgenstein

Las palabras no dejan de ser una serie de sonidos y letras que adquieren sentido porque, de manera arbitraria, una comunidad de personas decidió dotarlas de sentido y designar a un objeto de una determinada manera. Así pues, en algunos escritores encontraremos la desazón ante la consciencia del límite de la palabra para expresar ideas y emociones.

Es el caso del poeta isabelino Philip Sidney (1554-1586) quien comienza su secuencia de sonetos Astrophil and Stella reflexionando sobre los límites del lenguaje y los convencionalismos literarios:

“I sought fit words to paint the blackest face of woe,

Studying inventions fine, her wits to entertain (…)

But words came halting forth, wanting Invention´s stay (…)

Thus great with child to speak, and helpless in my throes”

El poeta, por tanto, se verá a sí mismo como una mujer a punto de dar a luz en un parto duro y difícil.

Shakespeare, que nunca fue ajeno a ninguno de los grandes temas literarios y filosóficos del momento, también reflexionará en torno a los límites expresivos del lenguaje. Así, por ejemplo, en su King Lear vemos cómo su hija Cordelia siente cómo le faltan las palabras sinceras para expresar el amor que siente hacia su padre, frente a las frases convencionales de sus hermanas: “I am sure, my love’s/ more richer tan my tongue” (…) Unhappy that I am, I cannot heave/ my heart into my mouth”.

Sir John-Gilber, Townley , Cordelia en la corte del rey Lear (1873), Hall Museum, Burnley

Sir John-Gilber, Townley , Cordelia en la corte del rey Lear (1873), Hall Museum, Burnley

Ya en el Romanticismo, Gustavo Adolfo Bécquer nos confiesa en el prólogo a sus célebres Rimas las penalidades por las que pasa el genio creador: ese ir y venir incesante de ideas que se suceden y superponen, esa infinita distancia entre la realidad y el deseo, entre aquello que quiere decirse pero no encuentra la forma para finalmente volver al vacío, al antiguo marasmo.

Y el poeta hace concluir la primera de sus Rimas con los siguientes versos:

Yo quisiera escribirlo, del hombre

 domando el rebelde, mezquino idioma, 

con palabras que fuesen a un tiempo

 suspiros y risas, colores y notas.

 

 Pero en vano es luchar; que no hay cifra

 capaz de encerrarlo (…)

Se trata de la impotencia del poeta, del literato en definitiva, ante la inexorable imposibilidad de expresar todo lo deseado a través de la palabra, que se antoja así insuficiente y esquiva.

 

“La música comienza donde acaba el lenguaje” E.T.A Hoffmann

Después de comprobar cómo en el arte y la literatura siempre estuvo presente en mayor o menor medida la idea de la imposibilidad de poder expresarlo todo a través de la imagen o la palabra, podríamos pensar que esta duda nunca afectó a la música, es más, que la música fue considerada desde el principio como el único arte capaz de transmitir lo inefable. Sin embargo, revisando la historia de la estética musical desde la Antigüedad hasta el siglo XX, comprobamos que el papel predominante y privilegiado que hoy podemos otorgar a la música como transmisora de todo aquello que escapa a palabra e imagen es casi una conquista reciente: la música, al igual que otras artes (en especial la pintura), tuvo que luchar por su independencia y valoración a lo largo de los siglos.

Así, en la Antigüedad clásica, especialmente por influencia de Platón, la música osciló entre el rechazo y valoración a la par que era considerada arte en el sentido griego de la palabra: habilidad técnica y mensurable. Esta denominación no era un elogio en una sociedad que condenaba el trabajo manual de cualquier tipo por considerarlo poco noble. La música, por tanto, no alcanzaba la dignidad de una ciencia y apelaba únicamente al placer de cuerpo y alma.

Lawrence Alma-Tadema, Escena pompeyana, 1868. Museo del Prado

Lawrence Alma-Tadema, Escena pompeyana, 1868. Museo del Prado

Los griegos sí reconocían, por otro lado, el poder de la música sobre el carácter y consideraban que era capaz de imitar las pasiones del alma, de manera que según se empleasen determinados modos musicales podrían modificarse esas pasiones. Esta doctrina del ethos (costumbre, modo, hábito en griego) estará muy vinculada a la pedagogía antigua y revela en último término una visión principalmente utilitaria de la música.

Ya en el siglo IV d.C. san Agustín elevará a la categoría de ciencia a la música, considerando reprobable el placer derivado de su escucha: la única música válida es aquella que es racional y por ello ha de separarse de la finalidad meramente lúdica. En este sentido resulta muy interesante una lista de efectos de la música que propone el teórico flamenco Johannes Tinctoris (siglo XV). Entre los veinte efectos que cabe atribuir a la música se encuentran en primer lugar Deum delectare (agradar a Dios), Dei laudes decorare (embellecer las alabanzas de Dios) y Gaudia beatorum amplificare (amplificar los gozos de los santos).

El resto de efectos o funciones de la música tienen relación con la doctrina del ethos: la música serviría para animo sed pietatem excitare (estimular el ánimo a la piedad), voluntatem melam revocare (modificar la mala voluntad), homines laetificare (poner contentos a los hombres) o aegrotos sanare (sanar a los enfermos). Como puede comprobarse, no existe una concepción de la música como transmisora de sentimientos individuales de su autor, sino como inspiradora y modificadora de estados de ánimo, como reflejo de ellos.

Esta visión utilitaria de la música (vinculada especialmente a la liturgia cristiana) devendrá casi en servidumbre de la misma hacia el texto. Tras el Concilio de Trento se impondrá la concepción de la música como algo al servicio del texto poético o litúrgico al que acompaña, negándose así la autonomía de la música y su valor expresivo. Además, se condenará la excesiva complejidad de la polifonía que comenzaba a hacer imposible la comprensión de los textos cantados.

En términos generales esta constituirá la postura predominante hasta el siglo XVIII y, especialmente, el siglo XIX. Será entonces cuando se comience a reivindicar el poder de la música e incluso se intentará situar por encima del resto de artes.

El primer paso en esta dirección lo da el alemán Wilhem Heinrich Wackenroder (1773-1798), quien a pesar de fallecer a temprana edad deja una serie de textos fundamentales para los románticos. Para él todas las artes sirven al hombre como manera de manifestar sus sentimientos, si bien concede un puesto de honor a la música que, además, estaría vinculada al hombre de manera casi instintiva. Ahora bien, en cuanto a los sentimientos no se limita a aquellos individuales de cada persona, sino que va más allá y plantea que la música es una manera de conectar con lo divino, teniendo así connotaciones sagradas.

Es más: la música es algo inefable que escapa al lenguaje humano pero también a la comprensión humana: La música “describe los sentimientos humanos de manera sobrehumana (…), puesto que habla un lenguaje que nosotros no conocemos en la vida corriente, acerca del cual no sabemos ni dónde ni cómo lo hayamos aprendido, pudiéndose admitir tan sólo como lenguaje propio de los ángeles” [1]

Odilon Redon Silêncio

Odilon Redon, Silencio, Museo de Arte Moderno de Nueva York.

Así pues, esta será una de las ideas maestras que, con mayor o menor variación, encontraremos en todos los teóricos y estetas del siglo XIX. Por ejemplo, Hegel elevará a la música a la altura de la pintura pero por debajo de la poesía, considerada por él “el verdadero arte del espíritu”, si bien reconoce que la poesía nunca podrá dirigirse al “puro sentimiento como la música”. Schopenhauer irá más allá y llegará a afirmar que la música es superior a la propia filosofía y que tiene un carácter universal: “el compositor revela la esencia íntima del mundo mediante un lenguaje que su razón no entiende”[2].

Otra de las ideas básicas del siglo XIX en torno a la música es la de su independencia frente a la poesía, a la que había estado sometido anteriormente. No en vano, los músicos románticos preferirán la música instrumental, pura, pues no implica mezcla con la palabra: la música, para ellos, no debe imitar nada, ha de huir de la mímesis, para hablar por sí misma, con sus propios medios y su propio lenguaje.

El escritor E.T.A. Hoffmann será uno de los adalides de esta concepción de la música como algo independiente que será llevada hasta sus últimos extremos por Eduard Hanslick, musicólogo y crítico musical austríaco conocido especialmente por su feroz ataque a Wagner y Bruckner. Su obra De lo bello en la música fue publicada por primera vez en 1854 y supone un perfecto resumen de sus ideas, contrarias al idealismo romántico.

Para él, la música no es ni debe ser representación de sentimientos, sino preocupación por la forma, por la belleza de la música; una obra musical no puede ni debe inspirarse en nada ajeno a ella, es decir, no puede tener como punto de partida el imitar algo (por ejemplo el canto de un pájaro), contar algo (un viaje o una tormenta) o transmitir una idea o sentir. La música es un fin en sí mismo y, curiosamente, plantear su independencia absoluta implica, para Hanslick, negar su capacidad expresiva a pesar de que la música fuera considerada como el único arte que realmente podía expresar lo más profundo que habita en el hombre.

Portada: Guercino, Alegoría de la Pintura y la Escultura, 1637, Galeria Nazionale d´Arte Antica

Bibliografía

CONCHA MUÑOZ, Á. de la y CEREZO MORENO, M.: Ejes de la Literatura inglesa Medieval y Renacentista, Madrid, 2010.

FUBINI, E.: La estética música desde la Antigüedad hasta el siglo XX, Madrid, 2002

TATARKIEWICZ, W.: Historia de la estética, Madrid, 1990.

 

[1] FUBINI, E.: La estética música desde la Antigüedad hasta el siglo XX, Madrid, 2002, p. 260

EsculturaGustavo Adolfo BécquermúsicaPhilip SidneyPinturaPlinio el ViejoPoesíaWilliam Shakespeare
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Alegra García García

Licenciada en Historia del Arte por la Universidad Complutense de Madrid, ha realizado estudios de posgrado relacionados con la investigación histórico-artística, la educación y la archivística. Sus principales áreas de interés son el Arte de la Edad Moderna, la iconografía y la teoría del Arte.

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