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Mito | Revista Cultural
Opinión

El Titanic, el Costa Concordia y la tragedia

Por Germán Rodríguez Páez el 16 marzo, 2014 @GermanRPaez

Hace casi dos años se conmemoraron los cien años del naufragio más famoso de la Historia, el del Titanic, que se hundió sin remedio en las oscuras aguas del Atlántico el 14 de Abril de 1912. Algunos recordarán como tres meses antes, el 13 de Enero de 2012, el mundo había contemplado con sobrecogida admiración el naufragio de otro coloso: el Costa Concordia, un crucero turístico que encalló a escasos metros de la isla italiana de Giglio. Posiblemente no tantos se percataron de que el suceso tuvo lugar prácticamente cien años después del histórico naufragio, como una especie de broma que nos brindaba la realidad, siempre tan proclive a tejer coincidencias y casualidades, y una versión actualizada y posmoderna del Titanic, más acorde a los tiempos que corren y a nuestro siglo XXI.

Titanic at the docks of Southampton. Abril 1912

Titanic en el puerto de Southampton. Abril de 1912

 Al ver las imágenes en los informativos (que mostraban al enorme crucero semihundido a apenas unos metros de la costa, desplomado sobre un costado cual Goliat vencido por un irrisorio guijarro), seguramente a muchos les vinieron a la mente las trágicas imágenes de la película Titanic. Sin embargo, pese a lo dramático del suceso -hubo muertos y heridos- es posible que algunos, por mucho que se esforzaran, no llegaran a sentir ante las imágenes esa dimensión trágica que los medios intentaban enfatizar; puede que sintieran que algo no encajaba del todo, que cierto gusanillo tragicómico les movía incluso a esbozar una sonrisilla inintencionada: si se pensaba en la tragedia y la épica del desastre del Titanic, la imagen del Costa Concordia varado casi en la orilla tenía algo de chiste, de comicidad grotesca –grotesco, ese es el adjetivo-.

Pero pensemos en las circunstancias de ambos. El Titanic: maravilla tecnológica de principios del S.XX, desafío del hombre a la Naturaleza, sueño de libertad para miles de emigrantes europeos. Todo en su historia tiene algo de épica, de ese sentimiento trágico de la vida que decía Unamuno. ¿Acaso no lo es el hecho de que muchos pasajeros que buscaban una vida mejor en América encontraran la muerte en las aguas del Océano? ¿O la anécdota de su famosa orquesta, que se sabe que permaneció tocando hasta los últimos momentos? ¿O que el barco naufragara solo, sin posibilidad de rescate, en la inmensidad de la noche y las aguas heladas?

Titanic sinking, Signature bottom right Willy Stöwer, 1912

Titanic hundiéndose (1912), por Willy Stöwer

Y, ahora, miremos al Costa Concordia, crucero ramplón de los que se anuncian en las revistas, paraíso de turistas sin más horizonte que tumbarse a la bartola e hincharse a comer de buffet durante la semana que tienen de vacaciones. Símbolo de la sociedad de consumo, la sociedad del rebuzno, de la horterada, la ostentación, la jactanciosidad, de la abulia y el postureo y el pelotazo…Hundido en la orilla, melindroso, como quien se ahoga en un vaso de agua y combate su angustia con Prozac, como todos los que todos los días se hunden en su propio egoísmo en esta sociedad corrupta y no extienden la mano (no abren la mente) para encontrar un apoyo, ese apoyo que siempre está ahí, tan al alcance, por miedo o desidia o desesperanza. Sí, está hundido; sin embargo, la inclinada cubierta sigue exhibiendo, sonriente e hipócrita, su piscina y su tobogán multicolor.

Acordémonos de los capitanes. Es conocida la historia del capitán Edward John Smith, que de acuerdo con varios testimonios mantuvo la calma y el coraje en todo momento, dando instrucciones en las labores de desembarco de los pasajeros con un megáfono, para al final hundirse con su propio barco. No lo es tanto la de Francesco Schettino, capitán del Costa Concordia, que hizo encallar al navío y fue, como las ratas, de los primeros en abandonar el barco en una lancha salvavidas, según testigos que han declarado en el juicio.

The Costa Concordia - Italy, John Ferguson

Costa Concordia frente a la isla italiana de Giglio, John Ferguson

Como todas las cosas en nuestro nuevo siglo de sofistas posmodernos, de alquimistas de la palabra y arquitectos de la realidad social, el naufragio del Concordia fue un naufragio sin serlo: no naufragó hasta el fondo, hasta las últimas consecuencias, como el Titanic, sino que esbozó un seminaufragio, un simulacro; el barco quedó semisumergido teatralmente, como si quisiera estar a una cosa y a la otra, en misa y repicando, sin acabar de decidirse. Le pasó un poco lo que una vez dijo Juan José Millás que le pasaba a Obama, “que tuvo que confesar que había fumado marihuana para captar la voluntad de los fumetas, añadiendo enseguida que no se había tragado el humo, para no perder el favor de los abstemios (…) Obama –añadía Millás- es mulato, lo que equivaldría a ser negro sin tragarse el humo.” Le pasó un poco lo que a nuestros líderes ambiguos, lo que a las resoluciones de la ONU, lo que a los “rescates” que son “ayuda financiera” y las “pérdidas” que son “crecimiento negativo”, o la “flexibilidad” que es “precariedad” y la “competitividad” que es “explotación”, lo que a las invasiones contemporáneas y a las retiradas de tropas, lo que a las protestas del 15-M y a los juicios a banqueros: que fue sin ser del todo, a medio gas, siendo un poco esto y un poco aquello.

Dijo una vez Valle-Inclán que “hay tres modos de ver el mundo artística o estéticamente: de rodillas, en pie o levantado en el aire.” Estos tres modos corresponderían respectivamente a la literatura de Homero, cuyos personajes son imponentes héroes y dioses, a la de Shakespeare, cuyos personajes están al mismo nivel que el autor, son humanos, y al esperpento de Valle, cuyos personajes han perdido su capacidad trágica y el que lee no padece con ellos, pues son vistos como criaturas inferiores. El Concordia nos ha servido de metáfora de cómo nuestra realidad contemporánea, como opinaba Valle-Inclán, ha perdido su capacidad dramática. No lo ha hecho por sí misma, sino por la calidad de sus intérpretes, que lejos de portar los valores elevados de los héroes de las tragedias griegas –honor, valentía, sentido del deber y la ética- han devenido en monigotes que no están a la altura de la tragedia que representan, la de la vida, haciéndola aparecer como una deformación grotesca.

 Y así,  ¿no es acaso grotesco el capitán Schettino? ¿No lo son los políticos europeos, y todos sus organismos de retórica vacía? ¿No son grotescas las respuestas a las crisis humanitarias, grotescas las sesiones del Parlamento, grotescas las palabras ampulosas en sus bocas? ¿No son lo son también nuestros simulacros de protesta callejera, y luego a casa a ver el fútbol o al Facebook? ¿No son grotescas las vacaciones en el Caribe del político y el constructor de turno? ¿No es terriblemente grotesco ese cuadro de Miró en el baño de Juan Antonio Roca, la facha de Bárcenas? ¿Y el aeropuerto de Castellón? ¿Acaso no lo fueron las delegaciones de Madrid 2012, 2016 y 2020? ¿Es grotesco el caviar en la mesa? ¿Y todos sus billetes en primera clase y sus hoteles de lujo? ¿Y son grotescos los smartphones, los memes, los tweets, los likes? ¿Y la gente que graba videos con el móvil, lo mismo da la Mona Lisa que una paliza a un mendigo? ¿No es grotesca toda esta vanidad, esta codicia, esta ignorancia, esta impostura y este fraude? ¿No lo es ésta, nuestra época posmoderna?

Cuadro de Miró en el baño de Juan Antonio Roca

Cuadro de Joan Miró en el baño de Juan Antonio Roca, ex-asesor de Urbanismo del Ayuntamiento de Marbella (España). Policía Nacional, Ministerio del Interior

En los esperpentos de Valle, situaciones aparentemente trágicas y solemnes se ven deformadas hasta la parodia debido a la bajeza moral de sus personajes, que no actúan de acuerdo a lo que exigen las circunstancias. Sólo muy de cuando en cuando, como en el caso de la madre con su niño muerto en brazos de Luces de Bohemia, un personaje se erige sobre los demás para mostrar algo de humanidad y sostener la tensión dramática del pasaje que los otros anulan y ridiculizan. -¡Me ha estremecido esa voz trágica! –exclama Max Estrella cuando oye los desgarradores gritos de la mujer, y escucha horrorizado la cháchara vacía y vanidosa del guardia, el albañil, el empeñista, la portera, el tabernero, que no son capaces de mostrar un ápice de compasión ante la muerte del niño. –Latino, sácame de éste círculo infernal –le dice a su compañero, Don Latino de Hispalis, que acabará robándole la cartera en su lecho de muerte.

Dirigida por Carlos Martín y con Ricardo Joven en el papel de Max Estrella, Teatro del Temple

Luces de Bohemia, de Ramón Mª Valle Inclán, dirigida por Carlos Martín y con Ricardo Joven en el papel de Max Estrella © Teatro del Temple

También en nuestra particular obra de teatro, muy de cuando en cuando, surge una voz trágica que nos hace entrar en razón durante un rato. Sin embargo, casi todo el tiempo, cuando se ven las noticias, uno tiene la sensación de que hace tiempo que nos han robado la cartera, de que el niño está muerto y el guardia, el albañil, el empeñista, la portera y el tabernero ya se han cargado también a la madre.

Portada: Costa Cocordia cerca de Giglio, Florian Martys

Costa ConcordiaEdward John SmithFrancesco SchettinoGiglioNaufragioTitanic
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Germán Rodríguez Páez

Periodista y escritor residente en Polonia, donde actualmente estudia un Máster en Relaciones Internacionales. Interesado por el periodismo cultural y literario y el análisis de la Posmodernidad. Ha colaborado con periódicos como The Wroclaw International Newspaper.

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© 2019 MITO | REVISTA CULTURAL. Prohibida la reproducción total o parcial del contenido protegido por derechos de autor. ISSN 2340-7050. NOVIEMBRE 2019.

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