Un homenaje a todos y todas las que se tuvieron que marchar.
El éxodo rural, el envejecimiento de los habitantes y la falta de oportunidades en estas zonas agrícolas y ganaderas son los culpables de que cada vez sean más pueblos los que se queden deshabitados. Aldeas con historia perdidas y desperdigas en zonas rurales que de vez en cuando reciben algún que otro visitante. Historias recuperadas por algunos de sus habitantes que explican, entre otras cosas, que no, que ellos no abandonaron al pueblo, que fue el mundo el que les abandonó a ellos. Erase una vez un pueblo muy pequeño, sobre un cerro orientado al sur, azotado por todos los vientos.
Allí había unas gentes que hablaban un dialecto diferente, mientras trabajaban todos los días por los campos y cuidaban sus animales, los niños corrían por las calles e iban a la escuelita, los vecinos se saludaban y conversaban al sol y hacían fuego en los hogares y su humo salía por las chimeneas. Pero se tuvieron que marchar y el lugar quedó deshabitado.
El pueblecito se llamaba Escartín, en Huesca, España, pero se podía llamar de otra manera, porque esta historia es la historia de muchos pueblos que quedaron abandonados, y de muchas personas que tuvieron que emigrar. Como tantas otras gentes, ahora y antes, de muchos lugares, de distintos colores de piel… pero con igual melancolía por la añoranza de su pueblo.
«Memoria de un montañés» narra en primera persona el último año que José Satué Buisán pasó en su pueblo, Escartín. (1) Hoy, dicen, es un pueblo abandonado. Pero no es cierto. Su gente no lo abandonó, sino que el mundo les abandonó a ellos. Casi 100 años después de que Tomas Edison iluminase una calle de Nueva York, en Escartín, como en tantos otros pueblos del mundo, no había luz eléctrica. Más de 100 años después de la llegada del agua corriente a la capital, en Escartín, como en muchos pueblos del mundo, no había agua corriente. Cuatro años antes de la llegada del hombre a la Luna, en Escartín, como en tantos otros pueblos, no había ni una sola carretera de acceso.
«- Si nos hicieran una carretera, nos pusieran la luz eléctrica e hicieran un puente en Forcos, ¡para luego me iba yo de aquí!” repetía José.
Escartín. Noemí Villaverde
En Escartín vivían unas cuantas familias en sus casas ancestrales, y vivían del trabajo de sus manos, del cultivo de las laderas abancaladas, del pastoreo, del trabajo comunitario, una vida dura pero sencilla…
«Para mi todos los días eran distintos, aunque las tareas se repitieran cíclicamente cada año.” cuenta en su libro Satué. “El cielo que nos cubría variaba de un día para otro: sus tonos, la forma y el tamaño de las nubes…” “Monotonía de vida, vista a distancia, desde la lejanía del tiempo, pero allí no lo era tanto, al menos para mí. No era lo que aparentaba ser: era la vida de nuestros abuelos, la de nuestros padres, la que nosotros conocíamos, y nos parecía la mejor.»
En el lento transcurrir de los días unos cantos de sirena cada vez más fuertes les anunciaba un adiós irreversible:
«En la fuente, en los vecinales, en las fiestas, entre los pastores, en los carasoles, no se hablaba de otra cosa. Por todos lados circulaban las bondades de una vida mejor, llena de comodidades, en cualquier parte, lejos de nuestra tierra. Las cabezas se llenaron de burbujas -¡un jornal, seguros, vacaciones, pisos con todas las comodidades, diversiones…! que fueron seduciendo a personas, familias, pueblos enteros…»
Y así, poco a poco, sus gentes se fueron despidiendo para irse a la ciudad, al descubrimiento del ‘progreso’, del ‘ocio’ y de la ‘civilización’. Todos se iban y nadie volvía.
Sólo quedaron dos familias. Cinco personas en total. Los único que se mantenían firmes ante el recuerdo de sus raíces. “Árbol trasplantau, antes muerto que escapau”, se decía en el pueblo. Pero nadie volvía.
«-Esto ya es imposible: las paredes se caen por todas partes, los arbustos lo están invadiendo todo, la barrancada se llevo los azudes…- me lamentaba, sentado en la cadiera.
– Y si sólo fuera eso: más tristeza me da a mí pasar todos los días delante de las puertas cerradas, sin tropezarte con gente para hablar en las esquinas y en los caminos- añadía mi mujer.
– Y aún os penará dejar esto!! En toda mi vida no he visto más que privaciones y y sacrificios, trabajo abundante y ninguna comodidad – apuntaba mi madre Serafina. «Todos están marchando y nadie vuelve…!» Con esta frase nos machacaba a menudo.»
Turruncún. La Rioja. Miguel Ángel García
Era la lluvia amarilla, como lo describía el escritor Julio Llamazares en su novela del mismo nombre, una lluvia que cubre los campos de oro viejo y los caminos y los pueblos. La hiedra y la carcoma que en solo cuatro años destruyen el trabajo de toda una familia y todo un siglo. Esas sustancias viejas, cansadas, amarillas que cubren no solo los caminos, sino los corazones, la memoria y la mirada de una dulce y brutal melancolía.
A José le parecía una falta de respeto hacia sus ancestros y hacia la tierra, una tierra que les había dado todo, invirtiendo muchas horas en un trabajo duro, pero sin pasar hambre. Cómo olvidar el esfuerzo de sus antepasados que invirtieron sus vidas azarosas pensando en las siguientes generaciones y sobre todo, los momentos felices y nostálgicos de toda la familia reunida a la luz del hogar, cada uno en su escaño, bajo la gran campana de la chimenea, por la que ascendieron tantas esperanzas mezcladas con el humo gris hacia el espacio infinito.
“- Qué más necesitábamos! Cómo puede ser que de la tarde a la mañana esta tierra sea la peor del mundo!!”– pensaba José con reiteración.
Y así llegó el día en que José y su familia tuvieron que dejar el pueblo, y aún así, no se olvidó de cerrar la puerta con llave, y aún la empujó para comprobar si quedaba cerrada, cerrada en una pared que años más tarde se iba a desplomar. Y en silencio, sin volver la vista atrás, con tristeza contenida y apretando los dientes con rabia, tuvo que abandonar la tierra que le vio nacer.
Y no hay que entender mal: nadie volvía al pueblo, por algo sería, y es que claro que apreciaban los lujos de la ciudad. La vida en la ciudad era una vida mejor en todos los aspectos. Y sin embargo, José cuenta que no fue capaz de borrar la nostalgia de los tiempos pasados, la lluvia amarilla.
El lujo del agua que aún así hacían todo lo posible por no malgastar le traía “reminiscencias de la palangana”. Un jornal, un seguro, y las vacaciones con todas las diversiones pagadas… pero José no entendía como la gente podía pasar el tiempo sin hacer nada, porque en su mentalidad siempre cabía el trabajo, ni un paso en balde, siempre haciendo algo. Pasear sin rumbo, eso no lo entendía. Y los bares…
«Cuando tenía sed, llevaba el bolsillo vacío, y ahora que tengo dinero, no me apetece beber» escribe. De las comodidades que brinda la nueva tecnología tampoco se adaptaba. El televisor, el traicionero aparato que arrincona la chimenea, el canal de conexión con el mundo que nos transforma de sujetos en objetos. “Se acabaron las historias de lobos y de osos, de fiestas y de nevadas, de romerías y de pastores… Un aparato cuadrado las acalló.” Incluso el teléfono les recordaba a los telegramas que jamás traían nada bueno “Nos costó bastante comprender que el teléfono era distinto, las noticias no tenían por qué ser siempre malas”.
Campesino. Luz Adriana Villa
La gran diferencia era el dinero, el cordón umbilical con la ciudad. Cuando antes la riqueza era lo que la tierra y el duro trabajo les llenaba la bodega, ahora la despensa en la ciudad estaba vacía y sólo se llenaba a través del consumo.
“Es una vergüenza que no trabajes lo que comes”.
No son palabras de José, sino de don José Isabel Tuz, hombre maya de 91 años, quien después de desyerbar en su milpa regresaba a su casa que se encuentra a 6 kilómetros de distancia.
Cuando José Luis Quintal Catzín y sus compañeros intentaron ayudarlo, Don José les rechazó cortésmente.
“¿Todos los días viene a la milpa?, le preguntaron. “Sí; si todos los días como.” respondió él. (2)
“Yo apenas fui a la escuela, cada vez que tengo que rellenar un documento tengo que pedir ayuda, pero sé hacer algo fundamental, sé producir la comida, a eso no me gana nadie” afirma la campesina Teonila Porro Relea. Cuenta que cuando se separó de su marido, no le costó trabajo incorporarse otra vez al campo. Volvió a cultivar lo que le habían enseñado y decidió cuidar de algunos animales y con ello su vida económica mejoró. Esta mujer campesina descubrió que, al producir por sí misma las cosas que necesitaba, podía mantener a toda su familia. Aunque eso sí, reconoce, la agricultura y la ganadería que hay son de explotación intensiva y no crean empleo. La tierra está en pocas manos y no da trabajo a una población joven que se marcha. (3)
Espantapajaros. Jacinta Lluch Valero
“Hoy en día, cultivar un huerto es el acto más revolucionario en los tiempos que vivimos”, afirma la activista y física hindú Vandana Shiva. “Aprender a cultivar al menos una parte de tus alimentos en un tiempo de dictadura alimenticia es revolucionario. Es al mismo tiempo un acto de rebeldía y de esperanza” Recuerda que lo que siempre ha movido las verdaderas luchas de la gente, es por el control. Ya se luchó por el agua y se debería luchar igualmente por las semillas, nadie debería tener derecho a patentarlas. (4)
Ya casi es un mito el que los propios campesinos produzcan la mayor parte de los alimentos que consumen. Pero paradójicamente, esto provoca una nostalgia a los modos de comer y los platos que han ido desapareciendo, expandiéndose el mercado de los productos naturales o ecológicos y los productos del país. Quizás sea también cosa nuestra la lluvia amarilla.
Imagen de portada: Pueblos abandonados. Único habitante en Torres del Ducado, Guadalajara. Gregorio López
(1) SATUÉ BUISÁN, José. «Memoria de un montañés»
¿CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO? http://revistamito.com/el-pueblo-deshabitado-y-la-nostalgia-del-montanes/ : «El pueblo deshabitado y la nostalgia del montañés». Publicado el 5 de octubre de 2015 en Mito | Revista Cultural, nº.26 – URL: |
1 Comentario
El pueblo más pequeño tenía que ser como Nueva York , y la ciudad más grande tenía que ser como mi pueblo con tan menos de 100 personas , amén .