En los años sesenta estalló una sublevación contra la tecnocracia que dio manifestaciones fantásticas, y Theodore Roszak escribió un ensayo inolvidable, “El nacimiento de una contracultura”. En esa obra los centauros querían recuperar la vida entusiasta en contra del predominio de las máquinas, los caballos contra los robots, las personas contra los mecanismos, los seres vivos se rebelaban contra los científicos que los despanzurran y analizan, y Allen Ginsberg reeditaba su “Aullido” desde las entrañas y decía que su polla era santa, y Paul Goodman decía que somos personas y no consumidores, a aquella gente le fastidiaba la prepotencia de la técnica, el que la técnica fuera el modelo de todo, que el pensamiento técnico lo cosificase todo, que los poderosos pensaran que se puede fabricar todo, descubrió a los sabios orientales, y a nuestros maestros malditos, y nuestra naturaleza, y un modo más natural de vivir, trató de liberarse del consumismo, del acumular aparatos y aparatos, intentó llegar a lo más esencial, vivir, mirar la naturaleza, sentir lo que somos, pero ahora la tecnocracia ha vencido por completo, todo el mundo se esclaviza a ella, hace con nosotros lo que quiere, tenemos que comprar a toda prisa lo último que sale, bailar como gatos asustados según quieran los técnicos, hablar por el móvil en el cine y no dejar que los otros vean la película, aprendernos infinidad de nombres de máquinas nuevas y comprarlas a toda prisa, comprar el nuevo aparato porque el de la semana pasada ya está obsoleto, pretendemos que se puede fabricar todo, los libros, las películas, las estatuas, las personas, las actitudes de la gente, las células, las tendencias sociales, los climas, hemos aniquilado a los dioses y ahora tenemos la técnica, y todo tiene que ser prefabricado, pero yo creo que acabará hartándonos todo eso, que reaccionarán nuestros sueños, nuestro cuerpo, nuestra vida, que escucharemos de nuevo a los dioses, que acabaremos hartos de tanta prisa y nos apetecerá ir con calma, mirando el panorama, y que corran los demás si quieren, que no todo es llegar en dos segundos a un sitio sino que hay que apreciar el camino, que no todo es meter millones de libros en un artilugio sino leer con pasión tres o cuatro de ellos, y que nos dejaremos de fabricar cosas y escucharemos lo que nos susurran nuestros dioses, nuestra pasión escondida, nuestro silencio, entonces también notaremos la diferencia entre lo fabricado y lo inspirado, lo escrito con trucos y lo escrito con nuestra pasión, lo rebuscado y lo ardiente, miraremos la vida en lugar de fabricar conceptos sobre ella y esquematizarla y destriparla, daremos besos en lugar de calcular como se besa (igual que aquellos personajes de “Los europeos en Abrantes” de Vicente Risco que no tenían tiempo de nadar porque tenían que estudiar científicamente como se nada), miraremos como decía Camus esos crepúsculos en los que el corazón se dilata y veremos que son más verdad que los átomos y los neutrones, entonces tendremos de nuevo un mundo inspirado, habitado por los dioses y no solo por las fórmulas, en que hablen nuestros dioses más hondos, los arquetipos que nos constituyen, nuestros deseos más hondos, nuestro amor, nuestra dicha, veremos que la dicha no se diseña en los laboratorios, que no se consigue con píldoras, que no se fabrica con máquinas, hace falta un mundo en que de nuevo haya ese calor humano, ese misterio que surge de la libertad de las personas, ese fondo que no racionalizamos porque no queremos simplificarlo (igual que como dice Bachelard no se pueden racionalizar nuestros sueños, ni nuestros mitos según decía Mircea Eliade).
Un mundo de maravilla continua como el que veía todavía Rilke, un mundo en que soplen nuestras raíces y no solo nuestra cabeza, en que hablen nuestros sueños y no solo nuestros conceptos, en que escribamos con todo nuestro ser como David Herbert Lawrence o como Henry Miller o como Walt Whitmann y no solo con la cabeza, en que hable lo inmenso y no solo lo mezquino, en que haya hombres y no solo robots, en que siga la vida y no solo la máquina, nos hace falta inspiración para conectar otra vez con lo más hondo de nosotros, con nuestra divinidad oculta, con nuestros arquetipos, con nuestro misterio, con lo incontrolable, con lo que no puede atraparse, qué aburrido es hablar solo con máquinas (que llames a un teléfono y una grabación te diga: opción 1, opción 2), hacen falta personas o dioses, qué aburrido es pensar solo en cantidades, en virtualidades, en abstracciones, en prisas, en simplificarlo todo, en masificarlo todo (que si en un archivo caben no sé cuántos millones de libros, que si un vehículo llega en dos segundos de un sitio a otro), hace falta tocar con pasión algunos cuerpos, abrazar algunos árboles, leer algunos libros, recorrer algunos kilómetros, mirar de verdad algunos rostros no fabricados, joder, qué simplificación de todo, que aire de fábrica, de latón, de plástico, hace falta aire fresco, olor de semen, pan hecho en el horno, un libro escrito con las entrañas, una mirada que no se haya fabricado, el aliento de un desconocido en la cara, es preciso escuchar de nuevo a la vida, a los dioses, a los sueños.
Portada: Recorte de Las musas (1893), Maurice Denis