Por Javier Romero
Aún creemos en Dios.
Estamos esclavizados por nuestros temores, y seguimos
abriendo las ventanas y suspirando cuando
la alegría de los niños se convierte en lágrimas.
Llenos de ignorancia, tontos disfrazados, deseando
alas
que no nos liberarían
de las mentiras hechas canciones
-como rosas que esconden sus espinas-,
de la ficción de la libertad
que subyace en cada ilusión.
Era de noche en el pasillo
y tu bailabas
sobre el mundo.
Balanceabas tus curvas
con melodías humanas,
embebida en el cauce natural de todo lo existente.
Tu ardiente sexo te derretía la mirada.
No podías sino florecer, danzar,
seducir a tu hombre
con tu piel convertida en praderas
donde cultivar y vivir.
Era el fin del mundo, prisión de sueños
y esperanzas,
y bailabas
como las olas del viento
que van a las rocas.
Bailabas sobre los vivos que no morimos
porque todo es irreal
y que estamos angustiados de no creer
en nuestra enfermedad.
…porque no es posible que no haya un sentido.
¿A qué vino esta levedad que llegó para quedarse
hasta el final del mundo
que existe
porque si no estamos nosotros no puede existir nada?
No seremos tan irresponsables ante Dios
de no ser sus hijos
y perder la inocencia
y ser conscientes pero incrédulos.
Somos muchas casualidades o un accidente llamado
seres humanos.
Aquella noche llegamos al final del mundo,
riéndonos enloquecidos
al sentir el vértigo de la ausencia.
Temblábamos como un volcán ahogándose.
Eras arena bailando, mi nuevo mundo,
en la noche del pasillo
sobre todos nosotros
y para mí, mujer.
Decidle a los ángeles que estamos aquí, leves,
esperando abajo por algún sueño,
en el jardín del pecado.
Imagen: Desesperación, Agustín Ruiz